¡Al diablo con Suiza!
–Después, de la pena de muerte…
–¿De la pena de muerte?
–Sí: de una cosa a otra la conversación recayó sobre ese tema. Luego les hablé de mi vida en Suiza durante tres años y les relaté la historia de una pobre aldeana…
–Siga, siga. ¡Al diablo con la pobre aldeana! ¿Qué más? —exclamó Gania, impaciente.
–A continuación les expliqué la opinión del doctor Schneider sobre mi carácter y cómo me instó vivamente a…
–¡Qué ahorquen a Schneider y sus opiniones sobre usted! ¿Qué más?
–Más tarde el curso de la conversación nos llevó a hablar de la expresión de los semblantes, e hice observar que Aglaya Ivanovna era casi tan bella como Nastasia Filipovna… Entonces fue cuando tuve esa malhadada ocurrencia sobre el retrato…
–Pero ¿no contaría usted lo que nos oyó hablar antes en el despacho? ¿No, no?
–Le repito que no.
–Pero, entonces, ¿cómo demonio…? ¿Enseñó Aglaya la nota a la vieja?
–Puedo asegurarle formalmente que no. He estado allí todo el tiempo, y si ella hubiera mostrado la carta a su madre, yo habría reparado en ello.
–Quizá no… ¡Oh, maldito idiota! —exclamó Gania, fuera de sí—. ¡Ni siquiera sabe contar las cosas bien!
Envalentonado por la paciencia de su interlocutor, como les suele suceder a ciertas personas, Gania se entregaba cada vez más a la violencia de su carácter. Tan furioso estaba que, de soportar Michkin nuevas ofensas, quizá su compañero hubiese concluido golpeándole. El furor le cegaba. De no ser así habría notado ya hacía tiempo que aquel a quien llamaba «un idiota» sabía a veces comprender las cosas con tanta prontitud como sagacidad y relacionarlas entre sí de modo satisfactorio. Por eso lo que sucedió entonces fue inesperado para Gania.
–Debo hacerle observar, Gabriel Ardalionovich —dijo de pronto el príncipe—, que si antaño, en efecto, mi enfermedad me condujo a una especie de idiotismo, hace tiempo que estoy curado y en consecuencia hoy me es algo desagradable oírme tratar abiertamente de idiota. Sin duda eso es perdonable en consideración al disgusto que en este momento padece usted; pero el caso es que, en su exaltación, me ha injuriado usted dos veces. Ello me molesta, especialmente cuando apenas nos conocemos, como es nuestro caso. De manera que, como ahora llegamos a una bocacalle, lo mejor es que nos separemos. Usted puede torcer a la derecha para seguir su camino y yo tomaré por la izquierda. Tengo veinticinco rublos y no me será difícil encontrar habitación en una casa de huéspedes.
Gania había creído hasta entonces entendérselas con un imbécil. Por ello su confusión fue mucho mayor. Reconociendo su error se ruborizó de vergüenza y su tono insolente dejó el puesto a una excesiva amabilidad.
–Perdóneme, príncipe —dijo con voz suplicante—. ¡Perdóneme, por amor de Dios! ¡Ya ve usted lo desgraciado que soy! Usted no sabe apenas nada, pero de estar informado de todo comprendería mi situación y tendría, sin duda, alguna indulgencia para conmigo, aunque no la merezca…
–No son necesarias tantas excusas —se apresuró a interrumpir Michkin—. Comprendo que está usted muy contrariado y me explico por ello sus palabras hirientes. Ea, vamos a su casa. Le acompañaré con mucho gusto.
«Era imposible dejarle marcharse así —pensaba Gania mientras caminando, contemplaba a Michkin con enojados ojos—. ¡El muy socarrón me ha hecho soltarlo todo y luego se ha quitado la careta! Es una circunstancia que no debo olvidar. Ya veremos… Todo va a decidirse, todo… ¡Y hoy mismo!».
En aquel momento llegaban a su casa.
VIII
Una escalera amplia, clara y limpia conducía a la morada de Gania, situada en el tercer piso y que comprendía seis o siete piezas, entre pequeñas y grandes. El piso, sin tener nada de extraordinario, parecía superar las posibilidades de un funcionario cualquiera, aun admitiéndole un ingreso de dos mil rublos al año. Pero Gania y su familia sólo llevaban allí dos meses y lo habían alquilado con miras a tomar huéspedes a pensión.
Este acuerdo fue adoptado con gran disgusto de Gania, quien hubo, no obstante, de ceder a las instancias de su madre y hermana, deseosas de aumentar a toda costa los ingresos familiares y de ser útiles también. Gania consideraba denigrante aceptar huéspedes, porque creía que ello le avergonzaba ante la sociedad en que estaba hecho a brillar como un joven a quien se le abría un espléndido porvenir. Tales concesiones a lo inevitable y las demás ingratas condiciones de su existencia causábanle heridas morales cada vez más profundas. Durante cierto tiempo, después de acceder mostróse extremada y desmesuradamente irritable sobre cualquier nadería. De todos modos, sólo aceptó a título provisional y transitorio, ya que estaba resuelto a modificar la situación en un inmediato futuro. Pero este cambio total, este camino de escape que se hallaba resuelto a seguir, ofrecía una dificultad, una formidable dificultad cuya solución amenazaba ser más difícil y complicada que todas las precedentes.
Un pasillo que comenzaba en el recibidor dividía en dos zonas el departamento. A un lado estaban las tres habitaciones destinadas a huéspedes «especialmente recomendados». Además, en el mismo lado, había al final del corredor, junto a la cocina, una cuarta pieza, más pequeña que las restantes, en la que se alojaba el general Ivolguin, es decir, el cabeza de familia, quien dormía allí sobre un amplio diván y estaba obligado a entrar y salir por la cocina, usando para ir a la calle la escalera de servicio. El mismo cuarto servía de estancia a Kolia, hermano menor de Gania y colegial de trece años a la sazón, quien allí hacía sus trabajos escolares y allí dormía sobre un diván pequeño y estrecho, entre rasgadas sábanas. Además, el muchacho tenía la misión de esperar a su padre y de vigilarle, lo que se iba haciendo más necesario cada vez.
A Michkin le dieron el cuarto central de los tres de huéspedes. El primero de todos a la derecha de la puerta del príncipe, lo ocupaba Ferdychenko y el tercero estaba desalquilado aún. Al entrar, Gania introdujo a Michkin en la parte del piso que la familia se había reservado. Aquella zona se componía de tres aposentos: un comedor; un salón que sólo era salón por la mañana, transformándose, entrando el día, en despacho y dormitorio de Gania; y un tercer cuarto, muy pequeño y siempre cerrado, donde dormían las dos mujeres. En resumen, todos se hallaban muy apretados en el piso. Gania se limitaba a rechinar los dientes en silencio. Aunque era y deseaba ser respetuoso con su madre, se notaba desde el primer momento que se consideraba el gran déspota de la familia.
Nina Alejandrovna no estaba sola en el salón, sino con su hija. Ambas mujeres hacían calcetas mientras hablaban con un visitante: Iván Petrovich Ptitzin.
Nina Alejandrovna representaba unos cincuenta años. Tenía la faz delgada y consumida, con profundas y obscuras ojeras. Aunque melancólica y de aspecto enfermizo, su fisonomía y mirada resultaban agradables. En cuanto se la oía hablar comprendíase que era mujer de genuina dignidad y que poseía firmeza e incluso resolución. Vestía muy modestamente, como una vieja, un traje de color oscuro de antigua hechura; pero su apariencia, su conversación, el conjunto de sus modales denotaban que había frecuentado la mejor sociedad.
Bárbara Ardalionovna, muchacha de veintitrés años, bastante delgada y de mediana estatura, poseía uno de esos semblantes que, sin ser hermosos, tienen, sin embargo, el don de atraer y aun de fascinar casi tanto como la propia belleza. Era muy parecida a su madre, incluso en el atavío, ya que no albergaba pretensiones de elegancia. Sus ojos pardos, aunque a veces muy alegres y muy afables, de ordinario aparecían serios y pensativos. Sobre todo desde poco tiempo a aquella parte la mirada de la joven delataba una intensa preocupación. En su rostro leíanse energía y firmeza como en el de su madre, pero la hija delataba un carácter aún más vigoroso y decidido. Bárbara Ardalionovna tenía el genio vivo y hasta su propio hermano la temía. También el visitante que se hallaba a la sazón en la sala, Iván Petrovich Ptitzin, la temía un poco. Ptitzin era un joven de treinta años escasos, vestido con elegante sencillez y de modales agradables, aunque un poco solemnes. Usaba barba castaña, lo cual indicaba que