joven con indecisión.
–Estoy segura de que no lo ha leído y que usted no puede ser el confidente de ese hombre. Léalo, quiero que lo lea…
La nota, apresuradamente escrita, rezaba así:
Hoy se decide mi suerte, usted sabe cómo. Hoy tengo que dar una palabra irrevocable. No poseo derecho alguno a su interés, no me atrevo a albergar esperanza alguna; pero en cierta ocasión usted pronunció una palabra, una sola palabra, que desde entonces ha iluminado la noche de mi existencia, y ha sido un faro para mí. Dígame ahora una palabra semejante y me salvará usted de la ruina. Diga sólo: «Rómpalo todo» y lo romperé todo hoy mismo. ¿Qué trabajo le cuesta decirlo? Al solicitar esas palabras sólo imploro de usted una muestra de interés y compasión y nada más, nada… No oso concebir esperanza alguna, porque reconozco que soy indigno de ello. Pero si usted pronuncia esa frase yo aceptaré la pobreza de nuevo y soportaré con alegría mi situación —¡tan sin esperanza!– en el mundo, afrontando la lucha que me aguarda con satisfacción y renovado esfuerzo.
Envíeme esa frase de piedad (sólo de piedad; se lo juro). No se enoje contra un desesperado, contra un hombre que se ahoga y hace el postrer intento para salvarse de la perdición.
G. A. I.
Cuando el príncipe concluyó la lectura, Aglaya dijo secamente:
–Ese hombre me asegura que la expresión «rómpalo todo» no me comprometería, no me obligaría a nada, y él mismo da con esa nota la garantía escrita de lo que ofrece. Repare en su cándido e intenso deseo de subrayar ciertas palabras y con qué brutal claridad evidencia sus pensamientos ocultos. Él sabe, aparte esto, que si lo rompiese en efecto todo, pero por sí mismo, sin esperar una palabra mía, sin incluso hablarme de ello, en fin, sin fundar en mí ninguna esperanza; él sabe, repito, que en ese caso mis sentimientos respecto a él cambiarían y hasta tal vez consintiese en ser amiga suya. Él lo sabe positivamente. Pero su alma es vil. Y por eso, aun no ignorando lo que digo, no se decide a obrar, exige garantías previas, no se resuelve a actuar con fe. A cambio de renunciar a cien mil rublos, quiere que yo le autorice a esperar mi mano. En cuanto a la palabra de antaño a que se refiere, y que según dice ha iluminado su vida, al mencionarla comete una desvergonzada mentira. En cierta ocasión me limité a testimoniarle piedad. Pero como es un insolente desvergonzado ha fundado sobre mi piedad sus esperanzas. Lo comprendí en seguida. Desde entonces no ha cesado de tenderme lazos, como ahora. Tome su nota y devuélvasela cuando salga con él. No aquí, por supuesto.
–¿Y qué le contesto de parte suya?
–Nada. Es la mejor contestación. ¿Va usted a vivir en su casa?
–Ivan Fedorovich me ha comprometido a hacerlo —dijo el príncipe.
–Pues guárdese de ese hombre. No le perdonará el devolverle su nota.
Aglaya estrechó ligeramente la mano del príncipe y se fue. Su rostro aparecía grave y ceñudo. Ni siquiera sonrió al inclinarse ante Michkin.
–Soy como usted. Permítame antes recoger mi paquete —dijo el príncipe a Gania.
Éste golpeó el suelo con el pie. Estaba impaciente, congestionado de ira.
Al fin los dos jóvenes salieron de la casa. Michkin llevaba en la mano su modesto equipaje.
–¡La respuesta, la respuesta! —exclamó violentamente Gania—. ¿Qué le ha dicho Aglaya? ¿Le entregó usted mi nota?
El príncipe, en silencio, le devolvió el papel. Gania quedó estupefacto.
–¡Cómo! ¡Si es mi nota! —exclamó—. ¡No la ha entregado! ¡Ya debí yo haberlo supuesto! ¡Oooh, maldición! ¡Claro: no es extraño que ella no me comprendiera hace un momento! Pero ¿cómo ha podido usted, cómo ha podido usted no entregarla? ¡Oooh, maldi…!
–Perdóneme. No es lo que usted piensa. Tuve ocasión de entregar la nota un momento después de dármela usted y la di tal como me lo había rogado. Si ahora se encontraba en mis manos se debía a que Aglaya Ivanovna acababa de dármela para que se la devolviera.
–¿Cuándo se la dio? ¿Cuándo?
–Al terminar de escribir en su álbum me pidió que la acompañase. ¿No lo oyó usted? Pasamos al comedor, me ofreció el escrito, me lo hizo leer y me ordenó devolvérselo a usted.
–¿Qué se lo ha hecho leer? —gritó Gania—. ¡Qué se lo ha hecho leer! ¿Y lo ha leído?
En su estupefacción permanecía como clavado en el suelo, abierta la boca en medio de la acera.
–Sí, lo he leído hace un momento.
–¿Y ella misma se lo ha dado a leer? ¿Ella misma? —Ella misma. Tenga la seguridad de que no siendo así no me habría permitido semejante cosa.
Gania calló por un minuto, haciendo penosos esfuerzos para ordenar sus ideas; pero al fin exclamó de pronto:
–¡Es imposible! ¡Ella no puede habérselo hecho leer! ¡Miente usted! ¡Lo ha leído por propia iniciativa!
–Digo la verdad —repuso el príncipe, sin perder la calma—. Y crea que lamento el disgusto que esto le produce.
–Pero, desgraciado, ¡al menos le habrá dicho alguna cosa más! ¿No le ha dado otra contestación?
–Sí.
–¡Pues dígala, demonio! ¡Hable!
Y Gania golpeó el suelo con el pie dos veces seguidas.
–Cuando hube leído su nota, Aglaya Ivanovna me dijo que usted le tendía un lazo, que su intención era comprometerla, y que antes de renunciar a cien mil rublos usted quería que ella le compensase de ese sacrificio permitiéndole esperar su mano. Añadió que si usted lo hubiera hecho sin querer entrar en tratos sobre su sacrificio, si lo hubiese roto todo sin pedir garantías previas, ella quizá habría accedido a ser amiga suya. Creo que esto es todo. ¡Ah, no: una cosa más! Cuando le pregunté, después de coger la nota, si debía dar a usted alguna respuesta, me dijo que el silencio sería la mejor contestación. Creo que se ha expresado así. Dispense si no recuerdo las palabras con exactitud; pero desde luego le reproduzco el sentido, tal como he creído entenderlo.
Una cólera infinita se adueñó de Gania haciéndole perder todo dominio de sí mismo.
–¡Con que eso es! —vociferó, rechinando los dientes—. ¡Conque así se tiran mis cartas por la ventana! ¡Conque se niega a esos tratos! ¡Conque le proponía cotizar mi sacrificio! ¡Pero ya lo veremos! Todavía quedan teclas que tocar. ¡Ya veremos! ¡Yo seré quien diga al fin la última palabra!
Su rostro estaba pálido y convulso, sus labios blanqueaban de espuma, su puño se agitaba, amenazador en el aire. Los dos jóvenes caminaron así, uno al lado del otro, durante varios minutos. Sin inquietarse ni un ápice por la presencia del príncipe, con el que no contaba para nada, Gania daba curso a su exasperación tan libremente como si hubiese estado a solas en su habitación. Pero de improviso una idea acudió a su mente.
–¿Cómo puede ser —preguntó a Michkin con brusquedad— que Aglaya le testimoniara de pronto semejante confianza…? ¡A usted, a quien sólo conoce hace dos horas! —Y añadió aparte—: Y que es un idiota, además… —Luego insistió—: ¿Cómo es posible?
Para que su desgracia fuese completa, sólo le faltaba a Gania estar celoso, y he aquí que ahora los celos le punzaban el corazón.
–No puedo decírselo —respondió el príncipe—. No lo sé.
Gania le miró con rencor.
–¿Así que le ha conducido al comedor para otorgarle su confianza? Al rogarle que la siguiera, ¿no le dijo que quería darle algo?
–Eso fue lo que me pareció entender.
–Pero ¡el diablo me lleve!, ¿por qué? ¿Qué hizo usted allí? ¿Cómo puede haberle agradado y tan pronto? Escuche —prosiguió Gania, que no lograba coordinar sus pensamientos a causa de la terrible confusión de su mente—: ¿No puede usted recordar de lo que han hablado