impresionante. Vestía una vieja levita con los codos rotos y su ropa interior distaba mucho de estar limpia. Al acercarse, trascendía de él cierto olor a vodka. En sus maneras, de una distinción un poco afectada, traicionábase el ingenuo deseo de imponer a sus interlocutores por su aire de dignidad.
El visitante avanzó lentamente hacia Michkin con la sonrisa en los labios, tomóle la mano en silencio y la estrechó entre la suya, mientras examinaba el rostro del príncipe con atención, como esforzándose en encontrar en él rasgos conocidos.
–¡Es él, es él! —dijo, al fin, en tono solemne, sin alzar la voz—. ¡Me parece verle vivo otra vez! He oído pronunciar hace unos momentos un nombre conocido y amado y él me ha traído a la memoria un ayer desvanecido para siempre… ¿Es usted el príncipe Michkin?
–Lo soy.
–Yo soy el general Ivolguin, retirado y muy desgraciado. ¿Puedo preguntarle su nombre y el de su padre?
–Me llamo León Nicolaievich.
–¡Eso es, eso es! ¡El hijo de mi amigo, de mi camarada de infancia! ¡El hijo de Nicolás Petrovich!
–Mi padre se llamaba Nicolás Lvovich.
–Lvovich, sí —rectificó el general, sin apresurarse y con una seguridad absoluta, como un hombre cuya memoria no le falla y que sólo ha cometido una secundaria equivocación verbal.
Sentóse y cogiendo a Michkin por la muñeca le forzó a sentarse a su lado y le dijo:
–Yo le he llevado a usted en mis brazos.
–¿Es posible? —preguntó Michkin—. Porque hace veinte años que mi padre murió.
–Sí, veinte años y tres meses. Hicimos juntos nuestros estudios. Inmediatamente de concluir mi educación entré en el servicio militar.
–Mi padre sirvió también en el ejército. Era subteniente en el regimiento Vasilkovsky.
–No: Bielomirsky. Pasó a este regimiento casi en vísperas de su muerte. Yo estaba allí y le rendí los últimos deberes. Su madre…
El general se detuvo como para dejar calmar la emoción que un triste recuerdo despertaba en él.
–Sí: murió seis meses después, de un enfriamiento —dijo Michkin.
–No, de enfriamiento, no. Crea en la palabra de un viejo. Yo estaba allí y yo la enterré también… No la mató un enfriamiento, sino el disgusto de perder a su esposo. ¡Sí; me acuerdo mucho de la princesa! ¡Ay, juventud! Imagine que su padre y yo, antiguos amigos de infancia, estuvimos a punto de matarnos por la que había de ser la madre de usted…
Michkin principiaba a escuchar con cierto escepticismo.
–Yo estuve locamente enamorado de su madre antes de casarse, cuando era la prometida de mi amigo. Éste lo notó y se enfureció contra mí. Llegó a casa un día, antes de la siete de la mañana, y me despertó. ¡Figúrese! Ambos callábamos. Yo me visto, preguntándome qué significaría aquello. El príncipe saca dos pistolas del bolsillo. Lo comprendo todo. Resolvemos batirnos a pistola, sólo separados por un pañuelo y sin testigos. ¿Para qué testigos cuando cinco minutos después nos habremos enviado mutuamente a la eternidad? Cargamos las armas, extendemos el pañuelo y cada uno de nosotros, mirándonos a la cara, apoyamos la pistola en el pecho del adversario. De pronto, gruesas lágrimas brotan de nuestros ojos… Nuestras manos tiemblan… ¡Y ello nos sucedía a los dos a la vez, a los dos a la vez! Entonces, naturalmente, nos lanzamos el uno en brazos del otro y se entabla un torneo de generosidad. «¡Ella será para ti!», grita el príncipe. «¡No; para ti!», exclamo por mi parte. En una palabra, en una palabra… En fin, ¿va usted a hospedarse con nosotros?
–Sí, por algún tiempo acaso —repuso el príncipe, con voz un tanto vacilante.
Kolia se asomó a la puerta:
–Mamá le llama, príncipe.
Michkin se incorporó para salir, pero el general le puso una mano en el hombro y le Obligó a sentarse con dulce violencia.
–En concepto de sincero amigo de su padre —prosiguió el viejo—, deseo hacerle ciertas advertencias. Usted mismo puede ver que yo he sufrido mucho a consecuencia de una trágica catástrofe. ¡Y sin formación de causa! ¡Sin formación de causa! Nina Alejandrovna es una mujer rara. Bárbara Ardalionovna, mi hija, es otra mujer rara. Las circunstancias nos obligan a tomar huéspedes… ¡Es una caída terrible! ¡Cuándo yo estaba a punto de ser nombrado gobernador general! Cierto que a un pupilo como usted nos alegramos de recibirle… Pero ¡oh!, hay una tragedia en mi casa…
El príncipe miró a su interlocutor con acentuada curiosidad.
–Aquí se prepara un casamiento y es un casamiento muy extraño el enlace de una mujer equívoca con un joven que tendría derecho a ser gentilhombre del zar. ¡Y esa mujer va a ser introducida en la casa en que habitan mi hija y mi esposa! Pero mientras me quede un soplo de vida, no entrará. Me tenderé a través de la puerta y habrá de pasar sobre mi cuerpo. Y ya no hablo apenas a Gania y procuro eludir su presencia. Quería advertírselo, príncipe. Usted mismo lo verá, puesto que se queda a vivir con nosotros. Pero usted es hijo de un buen amigo y tengo derecho a esperar…
–Le ruego, príncipe, que pase un momento conmigo al salón —dijo Nina Alejandrovna, apareciendo en la puerta del cuarto.
–¿Sabes, querida —exclamó el general—, que, según resulta, yo he llevado al príncipe en mis brazos, de niño?
La dama contempló severamente a su marido y luego fijó en Michkin, una mirada escrutadora. Pero no dijo nada. Michkin la siguió. Ambos se dirigieron a la sala y, una vez sentados, Nina Alejandrovna se apresuró a entablar con su huésped una conversación a media voz. Mas apenas había comenzado a hablar, el general entró bruscamente en la estancia. Nina Alejandrovna guardó silencio y, con visible desagrado, se inclinó sobre su labor. Quizá el general notara el descontento de su mujer, pero no le afectó en lo más mínimo.
–¡Qué encuentro tan inesperado! —comentó dirigiéndose a Nina Alejandrovna—. ¡El hijo de mi mejor amigo! Hacía mucho tiempo que yo había dejado de creer posible verle jamás. ¿Es posible, querida, que no te acuerdes del difunto Nicolás Lvovich? ¡Si le viste en… en Tver!
–No recuerdo a Nicolás Lvovich —dijo ella—. ¿Era su padre? —preguntó a Michkin.
–Sí; pero creo que no murió, en Tver, sino en Elisabethgrad —observó tímidamente el príncipe—. Así me lo dijo Pavlichev…
–¡En Tver! —afirmó el general—. Había sido trasladado allí poco antes de su muerte, cuando su enfermedad acababa de comenzar. Usted no puede acordarse del viaje: ¡era tan pequeño! Pavlichev se engañó sin duda, aunque era muy inteligente.
–¿También conocía usted a Pavlichev?
–Sí; y por cierto que le tenía por un hombre raro, pero muy buena persona. Yo estaba presente cuando murió y le bendije en el lecho mortuorio.
–Mi padre falleció hallándose sumariado —dijo el príncipe—, aunque nunca he sabido de qué le acusaban. Murió en el hospital.
–Fue por lo del soldado Kolpakov. Desde luego su padre habría sido absuelto.
–¡Ah! ¿Conoce usted el caso? —preguntó el príncipe, cuyo interés se había despertado vivamente ante las últimas palabras del general.
–¡Ya lo creo! —exclamó Ivolguin—. El consejo de guerra se disolvió sin haber decidido nada. Fue un asunto muy extraño, puede decirse incluso que misterioso. El segundo capitán Larionov, jefe de la compañía, había fallecido y el príncipe Michkin hubo de substituirle transitoriamente. Bien. El soldado Kolpakov robó las botas de un camarada, las vendió y se bebió el importe. Bien. El príncipe —en presencia, téngalo en cuenta, de un sargento mayor y de un cabo— reprendió duramente a Kolpakov y le amenazó con hacerle azotar. Muy bien. Kolpakov se va al cuartel, se acuesta en su cama de campaña y al cabo de un cuarto de hora muere. Perfectamente. El caso parece raro, casi inverosímil. Pero es igual: se entierra a