Tirso de Molina

Tirso de Molina


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esto como, ¡desdichado!,

      triste fin me pronostico.

      ···············

      De mi tierra me sacó

      Paulo, diez años habrá,

      y a aqueste monte apartó;

      él en una cueva está,

      y en otra cueva estoy yo.

      Aquí penitencia hacemos,

      y sólo hierbas comemos,

      y a veces nos acordamos

      de lo mucho que dejamos

      por lo poco que tenemos.

      Aquí al sonoro raudal

      de un despeñado cristal,

      digo a estos olmos sombríos:

      “¿Dónde estáis, jamones míos,

      que no os doléis de mi mal?

      Cuando yo solía cursar

      la ciudad y no las peñas

      (¡memorias me hacen llorar!),

      de las hambres más pequeñas

      gran pesar solíais tomar.

      Erais, jamones, leales:

      bien os puedo así llamar,

      pues merecéis nombres tales,

      aunque ya de las mortales

      no tengáis ningún pesar.”

      ···············

      ESCENA III

      [Paulo sueña que la muerte le hiere en el corazón, y al quedar su cuerpo “como despojo de la madre tierra”, el alma libertada se presenta ante el Tribunal de Dios, donde ve con espanto que sus culpas pesan más que sus buenas obras en la balanza del Justicia mayor del Cielo; el Juez santo le condena al Infierno.]

      Paulo.

      Con aquella fatiga y aquel miedo

      desperté, aunque temblando, y no vi nada

      si no es mi culpa, y tan confuso quedo,

      que si no es a mi suerte desdichada,

      o traza del contrario, ardid o enredo,

      que vibra contra mí su ardiente espada,

      no sé a qué lo atribuya. Vos, Dios santo,

      me declarad la causa de este espanto.

      ¿Heme de condenar, mi Dios divino,

      como este sueño dice, o he de verme

      en el sagrado alcázar cristalino?

      Aqueste bien, Señor, habéis de hacerme.

      ¿Qué fin he de tener? Pues un camino

      sigo tan bueno, no queráis tenerme

      en esta confusión, Señor eterno.

      ¿He de ir a vuestro Cielo, o al Infierno?

      Treinta años de edad tengo, Señor mío,

      y los diez he gastado en el desierto,

      y si viviera un siglo, un siglo fío

      que lo mismo ha de ser: esto os advierto.

      Si esto cumplo, Señor, con fuerza y brío,

      ¿qué fin he de tener? Lágrimas vierto.

      Respondedme, Señor; Señor eterno,

      ¿he de ir a vuestro Cielo, o al Infierno?

      ESCENA IV

      (Aparece el Demonio en lo alto de una peña.)

      Demonio.

      Diez años ha que persigo

      a este monje en el desierto,

      recordándole memorias

      y pasados pensamientos;

      siempre le he hallado firme,

      como un gran peñasco opuesto.

      Hoy duda en su fe, que es duda

      de la fe lo que hoy ha hecho,

      porque es la fe en el cristiano

      que sirviendo a Dios y haciendo

      buenas obras, ha de ir

      a gozar de Él en muriendo.

      Este, aunque ha sido tan santo,

      duda de la fe, pues vemos

      que quiere del mismo Dios,

      estando en duda, saberlo.

      En la soberbia también

      ha pecado: caso es cierto.

      Nadie como yo lo sabe,

      pues por soberbio padezco.

      Y con la desconfianza

      le ha ofendido, pues es cierto

      que desconfía de Dios

      el que a su fe no da crédito.

      Un sueño la causa ha sido;

      y el anteponer un sueño

      a la fe de Dios, ¿quién duda

      que es pecado manifiesto?

      Y así me ha dado licencia

      el Juez más supremo y recto

      para que con más engaños

      le incite agora de nuevo.

      Sepa resistir valiente

      los combates que le ofrezco,

      pues supo desconfiar

      y ser, como yo, soberbio.

      ···············

      De ángel tomaré la forma,

      y responderé a su intento

      cosas que le han de costar

      su condenación, si puedo.

      (Quítase el Demonio la túnica y queda de ángel.)

      Paulo.

      ¡Dios mío! Aquesto os suplico.

      ¿Salvaréme, Dios inmenso?

      ¿Iré a gozar vuestra gloria?

      Que me respondáis espero.

      Demonio.

      Dios, Paulo, te ha escuchado,

      y tus lágrimas ha visto.

      Paulo.

      ¡Qué mal el temor resisto! (Aparte.)

      Ciego en mirarlo he quedado.

      Demonio.

      Me ha mandado que te saque

      de esa ciega confusión,

      porque esa vana ilusión

      de tu contrario se aplaque.

      Ve a Nápoles, y a la puerta

      que llaman allá del Mar,

      que es por donde tú has de entrar

      a ver tu ventura cierta

      o