Tirso de Molina

Tirso de Molina


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¡Qué rigor!

      Pedrisco.

      Ten paciencia.

      Paulo.

      ¿Qué paciencia o sufrimiento

      ha de tener el que sabe

      que se ha de ir a los Infiernos?

      ¡Al Infierno!, centro obscuro,

      donde ha de ser el tormento

      eterno y ha de durar

      lo que Dios durare. ¡Ah, Cielo!

      ¡Que nunca se ha de acabar!

      ¡Que siempre han de estar ardiendo

      las almas! ¡Siempre! ¡Ay de mí!

      Pedrisco.

      Sólo oírle me da miedo.

      Padre, volvamos al monte.

      Paulo.

      Que allá volvamos pretendo;

      pero no a hacer penitencia,

      pues que ya no es de provecho.

      Dios me dijo que si aquéste

      se iba al Cielo, me iría al Cielo,

      y al profundo, si al profundo.

      Pues es ansí, seguir quiero

      su misma vida; perdone

      Dios aqueste atrevimiento:

      si su fin he de tener,

      tenga su vida y sus hechos;

      que no es bien que yo en el mundo

      esté penitencia haciendo,

      y que él viva en la ciudad

      con gustos y con contentos,

      y que a la muerte tengamos

      un fin.

      Pedrisco.

      Es discreto acuerdo.

      Bien has dicho, padre mío.

      Paulo.

      En el monte hay bandoleros:

      bandolero quiero ser,

      porque así igualar pretendo

      mi vida con la de Enrico,

      pues un mismo fin tenemos.

      Tan malo tengo de ser

      como él, y peor si puedo;

      que pues ya los dos estamos

      condenados al Infierno,

      bien es que antes de ir allá

      en el mundo nos venguemos.

       Índice

      ESCENAS I a XV

      [Galván, Escalante y otros rufianes compañeros de Enrico tienen concertado para aquella noche un robo en la casa de Octavio el Genovés. Mientras aquéllos hacen los preparativos, Enrico va a cuidar de su padre Anareto.]

      Enrico.

      Pues mientras ellos se tardan,

      y el manto lóbrego aguardan

      que su remedio ha de ser,

      quiero un viejo padre ver

      que aquestas paredes guardan.

      Cinco años ha que le tengo

      en una cama tullido,

      y tanto a estimarle vengo,

      que, con andar tan perdido,

      a mi costa le mantengo.

      ···············

      De lo que de noche puedo,

      varias casas escalando,

      robar con cuidado o miedo,

      voy su sustento aumentando,

      y a veces sin él me quedo.

      Que esta virtud solamente

      en mi virtud distraída

      conservo piadosamente:

      que es deuda al padre debida

      el serle el hijo obediente.

      ···············

      (Descubre su padre en una silla.)

      Aquí está; quiérole ver.

      Durmiendo está, al parecer.

      ¿Padre?

      Anareto.

      ¡Mi Enrico querido!

      Enrico.

      Del descuido que he tenido

      perdón espero tener

      de vos, padre de mis ojos.

      ¿Heme tardado?

      Anareto.

      No, hijo.

      Enrico.

      No os quisiera dar enojos.

      Anareto.

      En verte me regocijo.

      Enrico.

      No el sol por celajes rojos

      saliendo a dar resplandor

      a la tiniebla mayor

      que espera tan alto bien

      parece al día tan bien

      como vos a mí, señor.

      Que vos para mí sois sol,

      y los rayos que arrojáis

      dese divino arrebol,

      son las canas con que honráis

      este reino.

      Anareto.

      Eres crisol

      donde la virtud se apura.

      Enrico.

      ¿Habéis comido?

      Anareto.

      Yo, no.

      Enrico.

      Hambre tendréis.

      Anareto.

      La ventura

      de mirarte me quitó

      la hambre.

      Enrico.

      No me asegura,

      padre mío, esa razón,

      nacida de la afición

      tan grande que me tenéis;

      pero agora comeréis,

      que las dos pienso que son

      de la tarde. Ya la mesa

      os quiero, padre, poner.

      Anareto.

      De tu cuidado me pesa.

      Enrico.

      Todo esto y más ha de hacer

      el que obediencia profesa.