Ben Aaronovitch

Susurros subterráneos


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escéptica, pero tampoco podría asegurarlo, dado que no parecía que le gustara mucho el contacto visual.

      —¿Tiene alguna prueba concreta? —preguntó.

      —Sus creaciones artísticas, una declaración de su tutor, el libro de autoayuda para las enfermedades mentales y que su compañero de piso fumaba mucha maría —dije—. Aparte de eso, no, ninguna.

      —Así que no tiene nada —dijo—. ¿Tiene acaso alguna experiencia con las enfermedades mentales?

      Pensé en mis padres, pero no me parecía que contaran, así que respondí que no.

      —Entonces será mejor que no especule sin tener pruebas —dijo con brusquedad. Después sacudió la cabeza como si quisiera olvidarlo y se marchó.

      —Creo que no es consciente de que no está en su país —dijo Stephanopoulos.

      —Ha estado fuera de lugar —dije—. ¿No le parece?

      —De hecho, pensaba que iba a pedirte tu certificado de nacimiento —dijo—. Baja a la oficina antes de irte. Seawoll quiere hablar contigo.

      Le prometí que no me escaparía.

      Después de que Stephanopoulos se hubiera marchado, me tomé un momento para mirar a la agente Reynolds mientras bebía en el dispensador de agua. Parecía cansada e incómoda. Hice unos cálculos mentales: si dábamos por hecho que habría pasado medio día con mierdas burocráticas, supuse que habría cogido el vuelo nocturno desde Washington o Nueva York. Habría tenido que venir directamente desde el aeropuerto, así que no me extrañaba que tuviera un aspecto tan deprimente.

      Me pilló mirándola, parpadeó, recordó quién era yo, frunció el ceño y desvió la mirada.

      Bajé para ver cómo de grande era el lío en el que estaba metido.

      Seawoll y Stephanopoulos tenían su guarida en la primera planta, en una sala que se había dividido en cuatro oficinas: una amplia para Seawoll y tres pequeñas para los inspectores que trabajaban para él. A todo el mundo le parecía bien, ya que los soldaditos de a pie podíamos seguir con nuestro trabajo sin la presencia opresiva de nuestros superiores y nuestros superiores podían trabajar en paz y en silencio con el pleno conocimiento de que solo algo realmente urgente nos motivaría a arrastrarnos escaleras abajo para interrumpirlos.

      Seawoll me esperaba tras su escritorio. Había café, él se mostró razonable y yo desconfiado.

      —Te hemos asignado las tareas relativas al cuenco y a las galerías de arte porque crees que es ahí donde están las triquiñuelas —dijo—. Pero no quiero que salgas disparado y te pierdas en la jodida distancia. Porque, sinceramente, no creo que tu carrera pueda sobrevivir, entre las ambulancias y los helicópteros, a muchos más daños materiales.

      —Yo no tuve nada que ver en lo del helicóptero —dije.

      —No vengas a tocarme los cojones, chico —dijo Seawoll. Cogió de forma distraída un clip de la mesa y empezó a torturarlo metódicamente—. Si te llega el leve tufillo de que alguien es sospechoso, quiero saberlo enseguida…, y quiero que todo aparezca en las declaraciones. Salvo por las cosas que, por supuesto, no puedes incluir en los informes, en cuyo caso puedes informarnos a Stephanopoulos o a mí en cuanto te sea posible.

      —Su padre es un senador de Estados Unidos —dijo Stephanopoulos—. ¿Hace falta que remarque lo importante que es que ni él ni la agente Reynolds ni, lo que es más importante, la prensa estadounidense consigan descubrir ni un solo indicio de algo fuera de lo común?

      El clip se rompió entre los dedos de Seawoll.

      —El comisario llamó esta mañana —dijo mientras cogía otro clip—. Quiere dejar claro que, si los pequeños y brillantes ojos de la prensa caen sobre ti, espera que caves un hoyo, te metas en él y te quedes dentro como un desgraciado hasta que te digamos lo contrario. ¿Entendido?

      —Hacer lo que ustedes me ordenen, informarlos, no contarles nada a los americanos y no terminar en la tele —dije.

      —Es un mocoso impertinente —dijo Seawoll.

      —Sí que lo es —afirmó Stephanopoulos.

      Seawoll devolvió el clip estropeado a una pequeña caja transparente, lo que servía, presuntamente, como una aterradora advertencia para el resto del material de oficina.

      —¿Alguna pregunta? —dijo.

      —¿Han terminado ya con Zachary Palmer? —pregunté.

      Capítulo 7

      Nine Elms

      Aunque no solo iba a sacarlo de la sala de interrogatorios, sino que también iba a ofrecerme a llevarlo a casa, Zachary Palmer parecía extrañamente molesto al verme.

      —¿Por qué me has metido entre rejas? —preguntó mientras íbamos en el coche.

      Le expliqué que no lo habíamos arrestado y que podría haberse marchado cuando quisiera. Pareció sorprendido al escucharlo, lo que confirmaba que o no era un delincuente profesional o era demasiado idiota para aprobar el examen de acceso.

      —Quería limpiar la casa —dijo—. Ya sabes, para que estuviera bonita cuando vinieran sus padres de visita.

      Había dejado de nevar durante la noche y el grueso del tráfico de Londres había desaparecido de las carreteras principales. Aún había que ir con cuidado por las bocacalles, especialmente porque varias pandas de chavales se dedicaban a tirar bolas a los coches que pasaban.

      —Tienes una señora de la limpieza, ¿no? —dije.

      —Oh, claro —dijo Zach como si lo recordara de repente—. Pero creo que hoy no viene y, de cualquier modo, no limpia para mí, sino para Jim. Ahora que él no está allí, probablemente no vendrá. No quiero que sus padres piensen que soy un vago, quiero que sepan que tenía un amigo.

      —¿Cómo conociste a James Gallagher? —pregunté.

      —¿Por qué siempre hacéis eso?

      —¿El qué?

      —Referiros a él por su nombre y apellido todo el rato —dijo Zach mientras se hundía en el asiento—. Le gustaba que lo llamaran Jim.

      —Es una costumbre policial —dije—. Evita que haya confusiones y muestra cierto respeto. ¿Cómo lo conociste?

      —¿A quién?

      —A tu amigo Jimmy —dije.

      —¿Podemos parar para desayunar?

      —¿Sabes que han dejado completamente a mi elección que te acusemos o no? —mentí.

      Zach empezó a dar golpecitos con los dedos en la ventana distraídamente.

      —Yo era el amigo de uno de sus amigos más cercanos —dijo—. Nos caímos bien. Le gustaba Londres, pero era tímido, necesitaba un guía, y yo necesitaba un sitio para dormir.

      Aquello se acercaba tanto a la declaración que le había dado primero a Guleed y después a Stephanopoulos que ni siquiera me creí que fuera verdad. Stephanopoulos le había preguntado por las drogas, pero Zach había jurado y perjurado por la vida de su madre que James Gallagher no había participado. No es que pusiera objeciones, es solo que no estaba interesado.

      —¿Un guía para qué? —pregunté mientras tomaba la difícil curva de Notting Hill Gate. Había empezado a nevar otra vez, no con tanta fuerza como el día anterior, pero lo bastante para que la carretera estuviera resbaladiza e intratable.

      —Para los pubs, las discotecas… —dijo Zach—. Ya sabes, sitios, galerías de arte… Londres. Quería ir a los sitios de Londres.

      —¿Le enseñaste tú el sitio donde compró el cuenco de la fruta? —pregunté.

      —No sé por qué te interesa tanto. Solo es un cuenco.