Ben Aaronovitch

Susurros subterráneos


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practicar la magia—. Ya sabes, si hubo una panda de niños pijos aprendiendo magia, alguno de ellos tuvo que haberse lesionado en algún momento. A lo mejor deberíamos pedirle al doctor Walid que busque derrames y esas cosas en nuestra quiniela de sospechosos.

      —Sí que te gusta hacer papeleo.

      Las puertas se abrieron y nos dirigimos hacia el parking congelado.

      —Así es como se coge a los malos, Peter —dijo Lesley—. Haciendo el trabajo preliminar.

      Me reí y me dio un puñetazo en el brazo.

      —¿Qué? —preguntó.

      —Te he echado mucho de menos mientras no estabas —dije.

      —Oh —dijo, y se quedó callada durante todo el trayecto de vuelta a La Locura.

      No nos pareció extraño que Nightingale no hubiera regresado de Henley ni que Molly estuviera acechando en la entrada a la espera de su vuelta. Toby se puso a dar saltos alrededor de mis piernas mientras me dirigía al comedor privado, donde Molly, que se sentía optimista, había puesto la mesa para dos. Por primera vez desde que me mudé, la chimenea estaba encendida. Volví a salir a la terraza y vi a Lesley que se dirigía hacia las escaleras para subir a su habitación.

      —Lesley —la llamé—. Espera.

      Ella se detuvo y me miró, su rostro era una máscara de color sucio.

      —Ven a cenar —dije—. Será mejor que lo hagas, de lo contrario, tendremos que tirarlo.

      Miró hacia lo alto de las escaleras y después en mi dirección. Sé que la máscara le da picores y que probablemente estaría deseando subir a su habitación y quitársela.

      —Ya te he visto la cara —dije—. Y Molly también. Y a Toby no le importa una mierda mientras consiga que le den una salchicha. —Toby ladró en el momento preciso—. Quítate esa jodienda, odio comer solo.

      Asintió.

      —Vale —dijo, y empezó a subir.

      —¡Eh! —le grité.

      —Tengo que echarme crema, idiota —me respondió.

      Miré a Toby; se estaba rascando la oreja.

      —Adivina quién viene a cenar —dije.

      Molly, dolida quizás por la cantidad de comida para llevar que ingeríamos en las cocheras, había empezado a experimentar. Pero esa noche, probablemente por comodidad, había vuelto a los clásicos. De hecho, se había remontado a la vieja Inglaterra.

      —Es venado a la sidra —dije—. Lo ha tenido en remojo toda la noche. Lo sé porque anoche bajé a buscar un tentempié y los vapores casi acaban conmigo.

      Molly lo había servido aderezado con champiñones en una olla, con patatas asadas, berros de agua y judías verdes. Lo importante, desde mi punto de vista, era que estaban en filetes —Molly podía llegar a ser muy anticuada con cosas como las mollejas, que no son lo que muchos de vosotros pensáis, debería añadir—. Después de asistir a un par de accidentes mortales, la casquería pierde su atractivo. De hecho, me alucina que todavía me guste comer kebabs.

      Lesley se había quitado la máscara y yo no sabía hacia dónde mirar. Le brillaba el sudor de la frente y la piel de las mejillas y lo que quedaba de su nariz tenían un aspecto rosáceo e inflamado.

      —No puedo masticar bien por el lado izquierdo —dijo—. Voy a poner cara rara.

      «Venado —pensé—, una carne exquisita, pero que cuesta mucho masticar… Buen trabajo, Peter».

      —¿Como cuando comes espaguetis? —pregunté.

      —Me los como al estilo italiano —respondió.

      —Sí, claro, con la cabeza dentro del plato —dije—. Muy elegante.

      El venado no estaba duro, se cortaba como la mantequilla. Pero Lesley tenía razón, la forma en la que lo amontonaba en un solo carrillo, como una ardilla con dolor de muelas, resultaba graciosa.

      Me dirigió una mirada agria que me provocó la risa.

      —¿Qué? —preguntó después de tragar. Me di cuenta de que las cicatrices de la última operación en la mandíbula todavía estaban rojas e hinchadas.

      —Me gusta poder ver tus expresiones —dije.

      Se quedó paralizada.

      —¿Cómo se supone que voy a saber si bromeas o no?

      —pregunté.

      Se acercó la mano a la cara y se detuvo. Se la quedó mirando, como si se sorprendiera de que se cerniera sobre su boca, y después la empleó para coger el agua en su lugar.

      —¿No podías dar por hecho que siempre estaba bromeando? —preguntó.

      Me encogí de hombros y cambié de tema.

      —¿Qué opinas del ermitaño del rascacielos?

      Frunció el ceño. Me sorprendió, no sabía que aún podía hacerlo.

      —Me pareció interesante —respondió—. Aunque la enfermera daba miedo, ¿no crees?

      —Tendríamos que haber ido con uno de los Rivers —dije—. Son capaces de distinguir a un practicante solo con olerlo.

      —¿En serio? ¿Y a qué olemos?

      —No quise preguntarlo —dije.

      —Estoy segura de que Beverly pensaba que olías estupendamente —comentó Lesley. Tenía razón, daba igual que llevara la máscara o no porque yo no era capaz de saber si estaba bromeando.

      —Me pregunto si será inherente a los Rivers o si todos los… —Me detuve antes de decir «seres mágicos», hay que tener principios.

      —¿Monstruos? ¿Criaturas? —sugirió Lesley.

      —Los dotados de magia —dije.

      —Bueno, no cabe duda de que Beverley estaba dotada de magia —dijo Lesley. «Decididamente está bromeando», pensé—. ¿Crees que es algo que nosotros podríamos aprender a hacer? —preguntó—. Nuestro trabajo sería mucho más fácil si pudiéramos rastrearlos con el olfato.

      Es fácil saber cuándo alguien está modelando una forma en su cabeza. Es como los vestigia: cualquiera puede sentirlos; el truco, como siempre, es identificar la auténtica impronta de esa sensación. Nightingale decía que podías aprender a reconocer a un solo practicante por su signare, la distintiva firma que dejaba su magia. Cuando Lesley se unió a nosotros, hice una prueba a ciegas y me di cuenta de que no podía notar en absoluto la diferencia, aunque Nightingale podía hacerlo diez veces de diez.

      —Es algo que se aprende con la práctica —había dicho. También había afirmado que no solo podía distinguir a la persona que había hecho un hechizo, sino también a la persona que había enseñado al conjurador y, a veces, a la persona que había elaborado el hechizo. Yo no supe muy bien si creerlo.

      —Se me ha ocurrido un protocolo provisional con el que podemos experimentar —dije—. Pero supone que uno de los Rivers se quede muy quieto mientras nos turnamos para escuchar sus pensamientos. Y necesitaríamos a Nightingale para que sirviera de control.

      —No creo eso vaya a ocurrir en un futuro cercano —dijo Lesley—. Quizás esté en la biblioteca… ¿Cómo va tu latín?

      —Mejor que el tuyo: Aut viam inveniam aut faciam —dije. Significaba: «Encontraré un modo u otro». Era una de las frases favoritas de Nightingale y se le atribuía a Aníbal.

      —Vincit qui se vincit —indicó Lesley, a quien le gustaba aprender latín casi tanto como a mí. «Vence el que se vence a sí mismo», otra de las preferidas de Nightingale y el lema de la película de Disney La bella y la bestia, lo que todavía no habíamos tenido el valor de confesarle.