Ben Aaronovitch

Susurros subterráneos


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otro sorbo al café, que, sin duda, era de buena calidad, y paseé los dedos despreocupadamente por el borde del cuenco. Allí estaba, más débil que en el fragmento: calor, carbón, algo que identifiqué como mierda de cerdo y… no estaba seguro de qué más.

      Saqué la fruta y las tarjetas del cuenco y pasé la punta de los dedos por la suave curva del interior. Me parecía que tenía una forma hermosa, pero no sabía por qué. Después de todo, un círculo es solo un círculo. Pero era tan precioso como la sonrisa de Lesley… o, al menos, como la sonrisa de Lesley solía ser.

      Me percaté de que los demás se habían quedado callados.

      —¿De dónde ha salido esto? —le pregunté a Zach.

      Me miró como si estuviera loco… y lo mismo hicieron Guleed y Carey.

      —¿El cuenco? —preguntó.

      —Sí, el cuenco —respondí—. ¿De dónde ha salido?

      —Solo es un cuenco —dijo.

      —Ya, lo sé —dije con calma—. ¿Sabes de dónde ha salido?

      Zach miró a Carey con consternación mientras se preguntaba a sí mismo, como era obvio, si estábamos empleando la rara técnica de poli bueno/poli malo para interrogarlo.

      —Creo que lo compró en el mercadillo.

      —¿El de Portobello?

      —Sí.

      El mercadillo de Portobello mide al menos un kilómetro de longitud y debe de tener unos mil puestos, por no mencionar las más de cien tiendas alineadas a ambos lados de Portobello Road y esparcidas por las calles aledañas.

      —¿Podrías ser más específico, si es posible? —pregunté.

      —Por el principio, creo —dijo Zach—. Ya sabes. No en el extremo pijo, sino en el otro, donde están los puestos normales. Eso es todo lo que sé.

      Cogí el cuenco, lo así entre mis manos y lo elevé a la altura de los ojos.

      —Necesito empaquetarlo —dije—. ¿Tiene alguien plástico de burbujas para embalar?

      Capítulo 4

      Archway

      La respuesta a esa pregunta resultó ser un sí, sorprendentemente. Por lo visto, es habitual que los estudiantes de arte tengan que transportar sus obras más frágiles, así que resultó que, en un armario de la cocina, no solo había un montón de espaguetis que se estaban poniendo rancios y de paquetes de sopa instantánea, sino también plástico de burbujas, papel de seda y cinta de carrocero.

      También era donde Zach tenía su alijo: una bolsa de autocierre con una hoja amarillenta que Carey insinuó que era más un condimento que una sustancia ilegal. No obstante, la confiscó de manera extraoficial hasta que decidiéramos si podría servirnos como pretexto para detener a Zach.

      El cuenco terminó dentro de una bolsa de pruebas con una etiqueta blanca que la cerraba y que llevaba mi nombre, mi rango y mi número. Después, con torpeza y con una letra enana, escribí la hora, la dirección y las circunstancias bajo las que lo había incautado. Siempre he pensado que era un descuido imperdonable que no hubiera un curso de caligrafía en el entrenamiento básico de Hendon.

      Me sentía indeciso. Quería descubrir de dónde había salido el cuenco, pero también quería echarle un vistazo a la taquilla de James Gallagher en St. Martin, o a su espacio de trabajo, o a lo que sea que tengan los estudiantes de arte, para comprobar si tenía más objetos mágicos. Decidí ir primero a St. Martin porque acababan de dar las ocho y era poco probable que todo el despliegue del mercadillo estuviera listo antes de las once más o menos. Según las normas de los mercadillos, a primera hora se encuentran las verduras y las frutas, no la cerámica; a los turistas les lleva un par de horas abrirse camino por ese difícil tramo que hay entre la estación de metro de Notting Hill y el cruce con Pembridge Road.

      Alguien tenía que quedarse hasta que Stephanopoulos llegara con la caballería y vigilara a Zach, quien, si bien no era exactamente un sospechoso todavía, estaba imitando a uno bastante bien. Guleed y Carey se jugaron semejante privilegio a piedra, papel y tijeras. Carey perdió.

      Tenía que llevar a Guleed a la comisaría de Belgravia para que entregara la declaración de Zach al Equipo de Investigación Interna, que la introduciría en HOLMES, el potente sistema informático encargado de filtrar, cotejar y, con suerte, evitar que quedemos como unos idiotas a ojos de los ciudadanos. Atrapar al auténtico criminal sería la guinda del pastel.

      Nos adentramos en la débil luz grisácea del exterior, que parecía darle un aspecto más frío a las cosas, pero al menos el sitio ya no se asemejaba a un plató de cine. Caminé cuidadosamente por los adoquines helados y resbaladizos con el cuenco mágico entre las manos. Todos los coches que había en la calle estaban blancos por la escarcha, incluido mi Asbo. Encendí el motor y después hurgué en la guantera en busca del raspador; tardé una eternidad en limpiar el parabrisas mientras Guleed esperaba sentada en el asiento del copiloto y me daba consejos.

      —Tienes mejor calefacción en tu coche que nosotros en el nuestro —dijo Guleed cuando me monté en el asiento del conductor. La miré. Tenía las manos entumecidas y tuve que tamborilear con los dedos encima del volante un par de segundos para poder recuperar la sensibilidad y así conducir de forma segura.

      Entré a Kensington Park Road y añadí un par de guantes para conducir a mi lista de regalos de Navidad.

      Estaba girando para entrar en Sloane Street cuando empezó a nevar. Pensé que caería como ligeras motas de polvo, la clase de fiasco que se convertía en una gran decepción cuando eras pequeño. Pero enseguida empezaron a caer verticalmente en el aire en calma unos copos grandes que se posaban en el acto, incluso en las calles principales. Bajé la velocidad y me encogí de miedo cuando un capullo en un Range Rover me pitó, me adelantó, perdió el control y se estrelló contra el maletero de un Jaguar XF.

      A pesar del frío, bajé la ventanilla al pasar cautelosamente por delante y le expuse que las características superiores de conducción de un todoterreno se anulaban si uno no sabía conducir bien.

      —¿Has visto algún herido? —le pregunté a Guleed—. ¿Crees que deberíamos parar?

      —No —dijo Guleed—. No es nuestro trabajo y, de cualquier modo, creo que será el primero de muchos.

      Vimos otras dos colisiones leves antes de llegar a Sloan Square y la nieve empezaba a amontonarse en lo alto de los coches, en las aceras e incluso sobre las cabezas y los hombros de los peatones. Para cuando me detuve delante de los ladrillos rojos exteriores del bloque de la comisaría de Belgravia, el tráfico se había reducido a un chorreo de conductores desesperados y arrogantes. Incluso la superficie de Buckingham Palace Road estaba blanca; nunca antes la había visto así. Dejé el motor encendido mientras Guleed salía. Me preguntó si quería que se llevara el cuenco, pero le respondí que no.

      —Quiero que mi jefe le eche una ojeada primero —dije.

      Cuando desapareció sana y salva de mi vista, me bajé del Asbo, abrí el maletero y saqué mi chaqueta reflectante de la Policía y, puesto que cuando la temperatura desciende drásticamente incluso yo estoy dispuesto a sacrificar la elegancia por la comodidad, me puse un gorro con una borla granate y morada que me había tejido una de mis tías. Cuando me lo hube puesto todo encima, volví a subirme al coche y me dirigí al oeste… lentamente.

      James Gallagher no estudiaba en el flamante y vanguardista campus principal de King’s Cross, sino en el edificio Byam Shaw, más pequeño, que se encontraba cerca de Holloway Road, junto a Archway. Aquello era, en palabras de Eric Huber, el tutor de James Gallagher y el director del estudio, algo positivo.

      —Es demasiado nuevo —dijo al hablar del campus principal—. Se construyó especialmente con todas las comodidades y grandes espacios para las oficinas de los administrativos. Es como intentar ser creativo dentro de un McDonald’s.