Ben Aaronovitch

Susurros subterráneos


Скачать книгу

rubio y llevaba un flequillo emo y lacio que le cruzaba la frente. Tenía los ojos cerrados.

      Stephanopoulos y su equipo ya habrían tomado nota de todos estos detalles. Incluso mientras me agachaba junto al cuerpo, media docena de técnicos forenses esperaban para coger muestras de cualquier cosa que no se hubiera precisado ya rigurosamente y, detrás de ellos, había otro grupo de técnicos con herramientas de cortar para recoger todo lo que hubiera. Mi trabajo era algo diferente.

      Me puse una mascarilla y unas gafas protectoras, acerqué el rostro lo máximo que pude al cuerpo sin tocarlo y cerré los ojos. Los cuerpos humanos retienen los vestigia bastante mal, pero la magia que es lo suficientemente potente para matar a alguien de forma directa, si eso es lo que pasó, tiene la fuerza suficiente para dejar un rastro. Solo con hacer uso de mis sentidos normales, detecté sangre, polvo y un olor a orina que sin duda alguna esta vez no se debía a los zorros.

      Hasta donde podía asegurar, los vestigia no estaban asociados con el cuerpo. Me alejé y me giré para mirar a Stephanopoulos. Frunció el ceño.

      —¿Por qué me ha hecho venir? —pregunté.

      —Hay algo extraño en este caso —dijo—. Pensé que sería mejor que vinieras a echar un vistazo ahora que tener que llamarte luego.

      Como, por ejemplo, después de desayunar, cuando me hubiera despertado… Me callé. Eso no se dice. No cuando tener que salir a cualquier hora es prácticamente la definición del trabajo de un agente de policía.

      —No encuentro nada —dije.

      —¿No podrías…? —Stephanopoulos hizo un pequeño gesto con la mano. Normalmente no le explicamos cómo hacemos las cosas al resto de Scotland Yard, por no hablar de todo lo demás, porque solemos inventarnos los procedimientos a medida que los necesitamos. Como resultado, los superiores como Stephanopoulos saben que hacemos algo, pero no están completamente seguros de qué.

      Me alejé del cuerpo y los forenses que estaban esperando se abalanzaron por delante de mí para terminar de procesar la escena.

      —¿Quién es? —pregunté.

      —Todavía no lo sabemos —respondió Stephanopoulos—. Tiene una sola puñalada en la zona lumbar y el rastro de sangre conduce al túnel. No podemos asegurar si lo arrastraron o si se tambaleó hasta aquí arriba él solo.

      Miré hacia el túnel. En los túneles tipo «trincheras cubiertas», las vías van una al lado de la otra, como en las exteriores, lo que significaba que ambas vías tendrían que permanecer cerradas mientras las inspeccionaban.

      —¿En qué dirección se va por ahí? —pregunté. Me había dado la vuelta; estaba en alguna parte de la planta del entresuelo.

      —Hacia el este —dijo Stephanopoulos. De vuelta a Euston y King’s Cross—. Y la cosa empeora mucho más que eso. —Señaló hacia donde el túnel giraba a la izquierda—. Pasada la curva está la intersección de District y Hammersmith, así que tendremos que cerrar todo el intercambiador.

      —Al Servicio de Transportes de Londres le va a encantar —dije.

      Stephanopoulos soltó una risa escueta.

      —Ya están encantados —dijo.

      El metro tenía que reabrir su servicio normal en menos de tres horas, y si las vías de Baker Street estaban cerradas, entonces todo el sistema iba a bloquearse el lunes de la última semana de compras antes de Navidad.

      Aunque Stephanopoulos tenía razón; había algo raro en la escena del crimen. Algo más aparte del muerto. Cuando miré hacia el túnel, me llegó desde arriba un destello, no de vestigia, sino de algo más antiguo: ese instinto que todos heredamos del lapso evolutivo en el que pasamos de estar en los árboles a inventar el garrote. De cuando solo éramos un puñado de simios delgados y bípedos en un mundo lleno de grandes depredadores. Por la época en la que éramos un almuerzo con patas. Esa alerta que te indica que algo te está vigilando.

      —¿Quiere que mire en el túnel? —pregunté.

      —Pensé que nunca lo preguntarías —respondió Stephanopoulos.

      Las personas tienen una concepción graciosa de los agentes de policía. Por un lado parecen pensar que nos encanta ir corriendo a cualquier emergencia sin pensar en nuestra propia seguridad. Y es verdad que somos como los bomberos y los soldados, pero eso no significa que no pensemos. Una cosa en la que pensamos es en el tercer riel electrificado y en lo fácil que es matarse si lo tocas. La sesión informativa de seguridad sobre los placeres de electrificarse nos la ofreció, a mí y a los distintos forenses que se mantenían a la espera, un sargento de la Policía Británica de Transporte que se llamaba Jaget Kumar. Pertenecía al grupo de los raritos: un agente de la PBT que había hecho el curso de cinco semanas sobre seguridad ferroviaria que te permite deambular por entre la maquinaria pesada incluso cuando las vías están funcionando.

      —No es que alguien quiera hacer eso —dijo Kumar—. Para empezar, el principal consejo sobre seguridad cuando estás tratando con vías con corriente eléctrica es no estar en ellas.

      Seguí a Kumar mientras el resto del grupo de los forenses se quedaba en el sitio. Puede que no estuvieran seguros de cuál era mi función, pero entienden la norma de no contaminar una escena del crimen. Además, de esa forma podían quedarse esperando y ver si Kumar y yo nos electrocutábamos o no antes de ponerse ellos mismos en peligro.

      Kumar esperó hasta que estuvimos fuera del alcance de sus oídos para preguntarme si de verdad formaba parte de los Cazafantasmas.

      —¿Cómo? —pregunté.

      —La ECD 9 —respondió Kumar—. La unidad de los monstruos que acechan por la noche.

      —Algo así —dije.

      —¿Es verdad que investigas… —Kumar se detuvo y buscó el término adecuado—… fenómenos fuera de lo común?

      —No nos dedicamos a los ovnis ni a las abducciones alienígenas —contesté, porque esa solía ser la segunda pregunta que me hacían.

      —¿Quién se encarga de los temas de los alienígenas? —preguntó Kumar. Lo miré y vi que se estaba cachondeando.

      —¿Podemos concentrarnos en nuestra tarea? —pregunté.

      Era fácil seguir el rastro de sangre.

      —Se mantuvo a uno de los lados, lejos del raíl central.

      —Alumbró con la linterna la perfecta huella de una pisada que había sobre el balasto—. No se acercaba a las traviesas, lo que me lleva a pensar que tenía ciertos conocimientos de seguridad.

      —¿Por qué? —pregunté.

      —Si tienes que andar por las vías cuando están electrificadas, te mantienes alejado de las traviesas. Son resbaladizas. Si te resbalas, caes, extiendes las manos y te quedas frito.

      —Te quedas frito —repetí—. Esa es la expresión técnica, ¿no? ¿Cómo llamáis de verdad a alguien que se ha quedado frito?

      —Don Tostado —dijo Kumar.

      —¿Eso es lo mejor que se os ha ocurrido?

      Kumar se encogió de hombros.

      —No es precisamente una de nuestras prioridades más importantes.

      Ya habíamos girado en la curva y habíamos desaparecido de la vista del andén cuando llegamos al sitio en el que empezaba el rastro de sangre. Hasta entonces, el balasto y la tierra de la vía habían hecho un buen trabajo al absorber la sangre, pero ahí conseguí iluminar con la linterna un charco de color rojo oscuro brillante e irregular.

      —Voy más adelante a comprobar las vías para ver si consigo encontrar por dónde entró —dijo Kumar—. ¿Estarás bien aquí solo?

      —No te preocupes por mí —dije—. Estoy bien.

      Me agaché y dividí