Ben Aaronovitch

Susurros subterráneos


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forma de corrupción espiritual… a la que había que exorcizar. En la década de los treinta, cuando la relatividad y la teoría cuántica aparecieron para perturbar el antiguo tapizado de cuero de La Locura, las conjeturas se volvieron emocionantes y se consideró que los pobres espíritus de los difuntos eran los sujetos más oportunos para el estudio de toda clase de experimentos mágicos. El consenso fue que no eran más que grabaciones de gramófono de vidas pasadas y que, por tanto, tenían el mismo estatus ético que las moscas de fruta en un laboratorio genético.

      Le había preguntado a Nightingale por esto, ya que él había estado allí, pero no había pasado mucho tiempo en La Locura durante esos días. «Estuve de un lado para otro, recorriendo el Imperio y ultramar», había dicho. Le pregunté qué había estado haciendo.

      —Recuerdo haber escrito un montón de informes, pero ¿con qué propósito? Nunca estuve completamente seguro.

      Yo no creía que fueran «almas», pero, hasta que supiera lo que eran, decidí equivocarme y eligir el lado del comportamiento ético. Cavé un surco poco profundo en el balasto, justo donde Abigail había dibujado la marca, y enterré las gafas. Anoté la hora y el sitio para pasarlos a los ficheros cuando volviera a La Locura. Lesley apuntó la localización del agujero en la valla, pero fui yo el que tuvo que llamar a la PBT, puesto que ella, legalmente, aún estaba de baja.

      Le compramos a Abigail un Twix y una Coca-Cola y le hicimos prometer que se mantendría alejada de las vías del tren, pasara o no el Expreso de Hogwarts. Esperaba que la desaparición fantasmal de Macky fuera suficiente por sí sola para que no se acercara. Después la dejamos en la urbanización y volvimos a Russell Square.

      —Ese abrigo era demasiado pequeño para ella —dijo Lesley—. ¿Y qué clase de adolescente va en busca de trenes de vapor?

      —¿Crees que tiene problemas en casa? —pregunté.

      Lesley metió a la fuerza el dedo índice por debajo del borde de su máscara y se rascó.

      —Esta mierda no es hipoalergénica —dijo.

      —Puedes quitártela —contesté—. Ya casi hemos llegado.

      —Creo que deberías dejar constancia de tus preocupaciones en los servicios sociales —dijo Lesley.

      —¿Ya has tomado nota de los minutos que llevas?

      —Solo porque conozcas a su familia —empezó Lesley—, no significa que le estés haciendo un favor a la chica por ignorar el problema.

      —Hablaré con mi madre —dije—. ¿Cuántos minutos?

      —Cinco —dijo.

      —Más bien diez.

      Se supone que Lesley no puede hacer magia durante mucho tiempo al día. Era una de las condiciones impuestas por el doctor Walid cuando dio su autorización para que empezara como aprendiz. Además, tiene que anotar la magia que hace y, una vez a la semana, tiene que estar yendo y viniendo del Hospital Universitario para meter la cabeza en un escáner de resonancias magnéticas y que el doctor Walid le eche un vistazo a su cerebro en busca de las lesiones que muestran señales prematuras de una degradación hipertaumatúrgica. El precio que hay que pagar por utilizar demasiado la magia es un infarto masivo, si tienes suerte, o un fatídico aneurisma cerebral, si no la tienes. El hecho de que, antes de la llegada de las resonancias magnéticas, la primera señal de alarma de un uso excesivo fuera morirse de repente es una de las muchas razones por las que la magia no ha llegado nunca a considerarse un pasatiempo.

      —Cinco minutos —dijo.

      Llegamos a un acuerdo y lo dejamos en seis.

      El inspector Thomas Nightingale es mi jefe, mi superior y mi maestro —solo en el sentido estricto de la palabra, como profesor-alumno, se entiende— y los domingos, por norma general, cenamos pronto en lo que llamamos el comedor privado. Es una pizca más bajo que yo, delgado, con el pelo castaño y los ojos grises, y aparenta cuarenta años, pero es mucho mucho más mayor. Aunque por rutina no suele arreglarse para cenar, siempre me da la clara sensación de que se está conteniendo por cortesía hacia mí.

      Estábamos tomando cerdo en salsa de ciruelas con lo que, por alguna razón, Molly consideró que era el acompañamiento perfecto: pudin de Yorkshire y repollo salteado con azúcar. Como era habitual, Lesley decidió cenar en su cuarto, y no la culpaba, es difícil comer pudin de Yorkshire con algo de dignidad.

      —Tengo que proponerte un pequeño paseo por el campo mañana —dijo Nightingale.

      —¿Ah, sí? —pregunté—. ¿Dónde esta vez?

      —En Henley-on-Thames —dijo Nightingale.

      —¿Y qué hay en Henley? —pregunté.

      —Un posible Pequeño Cocodrilo —respondió Nightingale—. El profesor Postmartin ha hecho algunas investigaciones para nosotros y ha descubierto a algunos miembros más.

      —Todo el mundo quiere ser detective —dije.

      Aunque Postmartin, como guardián de los archivos y veterano de Oxford, era la única persona adecuada para localizar a los estudiantes a los que pensábamos que les habían enseñado magia de forma ilegal. Dos de ellos, al menos, se habían graduado con el estatus de «magos oscuros completamente cabronazos»: uno estuvo en activo durante los años sesenta y otro estaba vivito y coleando y había intentado tirarme de una azotea durante el verano. Estábamos a cinco pisos de altura, de manera que me lo tomé como algo personal.

      —Creo que Postmartin siempre se ha considerado un detective amateur —dijo Nightingale—. Sobre todo si tiene que ver en su mayor parte con reunir cotilleos universitarios. Cree que ha encontrado a uno en Henley y a otro viviendo en nuestra querida ciudad, en el mismísimo Barbican nada menos. Quiero que vayas a Henley mañana y eches un vistazo, que compruebes si practica la magia. Ya conoces el procedimiento. Lesley y yo iremos a ver al otro.

      Limpié el plato de salsa de ciruelas con el último trozo de pudin de Yorkshire.

      —Henley se sale un poco de mi terreno —dije.

      —Razón de más para que expandas tus horizontes —comentó Nightingale—. Pensé que podrías combinarlo con una visita «pastoral» a Beverley Brook. Tengo entendido que ahora mismo vive en ese tramo del Támesis.

      «¿En ese tramo o en el propio Támesis?», me pregunté.

      —No me importaría —dije.

      —Sabía que pensarías eso —dijo Nightingale.

      Por alguna razón inexplicable, Scotland Yard no tiene un formulario estándar para los fantasmas, de manera que tuve que hacer uno casero en una hoja de Excel. En los viejos tiempos, todas las comisarías solían tener un catalogador, un agente cuyo trabajo era mantener los archivos llenos de información sobre los delincuentes del barrio, los casos viejos, los cotilleos y cualquier cosa que pudiera permitir a los defensores uniformados de la justicia tirar abajo la puerta correcta. O, al menos, alguna puerta en el barrio adecuado. En realidad, aún existe una oficina del recopilador en el Hendon College, una habitación polvorienta forrada de pared a pared y de arriba abajo con archivadores llenos de fichas. A los cadetes les enseñan esta habitación y les hablan, entre susurros, de los remotos días del siglo pasado cuando toda la información se escribía en pedazos de papel. En la actualidad, si dispones de los permisos adecuados, te registras en tu terminal AWARE y accedes a CRIS para obtener informes criminales, a Crimint+ para la información penal, a NCALT para programas de formación o a MERLIN, que se ocupa de los delitos relacionados con los niños, y consigues la información que necesitas en cuestión de segundos.

      La Locura, al ser el depósito oficial de las cosas de las que los agentes de policía de buen juicio no les gusta hablar y, mucho menos, tener flotando por el sistema electrónico de información para que cualquier Fulano, Mengano o periodista del Daily Mail pueda tener acceso a ellas, obtiene la información a la vieja usanza: el boca a boca. La mayor parte va a parar a Nightingale, que la anota, con una letra muy clara, debería añadir, en papel, y después