Ben Aaronovitch

Susurros subterráneos


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hay algo —dije—. ¿Puedes alumbrar un poco?

      Lesley le sacó la batería a su móvil y le dijo a Abigail que hiciera lo mismo.

      —Porque la magia destrozará los chips si están conectados —le aclaré al verla dudar—. No tienes que hacerlo si no quieres, es tu teléfono.

      Abigail sacó un Ericsson del año anterior, lo abrió con bastante facilidad y le quitó la batería. Le hice un gesto con la cabeza a Lesley, mi teléfono tenía un botón manual que yo mismo había instalado con la ayuda de uno de mis primos, que llevaba desmontando móviles desde que tenía doce años.

      Lesley extendió la mano, dijo la palabra mágica y conjuró un globo de luz del tamaño de una pelota de golf que flotó sobre la palma abierta. La palabra mágica era en este caso Lux, y el nombre coloquial del hechizo era luz mágica; es el primero que aprendes. La luz mágica de Lesley arrojó una luz perlada que producía sombras tenues sobre los muros de hormigón del túnel.

      —¡Guau! —dijo Abigail—. Podéis hacer magia.

      —Ahí está el chico —dijo Lesley.

      Un joven apareció junto a la pared. Era blanco, de entre diecisiete y veintipocos años y llevaba su mata de pelo rubio teñido peinada con pinchos engominados. Iba vestido con unas deportivas blancas baratas, vaqueros y un chaquetón de trabajo con tela impermeable en los hombros. Tenía un espray de pintura en la mano que movía delicadamente para trazar un arco en el hormigón. El siseo apenas era audible, y no había ninguna muestra de que la pintura fresca se estuviera aplicando de nuevo. Cuando se detuvo para agitar el espray, el tintineo fue sordo.

      La luz mágica de Lesley se atenuó y se puso más roja.

      —Dame más luz —le dije.

      Se concentró y la luz brilló antes de atenuarse de nuevo. El siseo se escuchó más alto y por fin pude ver lo que el chico estaba dibujando. Había mostrado ambición: estaba escribiendo una frase que empezaba cerca de la entrada.

      —Sed buenos con… —leyó Abigail—. ¿Qué se supone que significa eso?

      Me llevé un dedo a los labios y miré a Lesley, que inclinó la cabeza para demostrar que podía seguir con el hechizo todo el día si hiciera falta…, aunque yo no iba a permitírselo. Saqué mi sencilla libreta policial y preparé el bolígrafo.

      —Perdone —dije con el mejor tono policial que pude adoptar—. ¿Podríamos hablar un momento?

      En realidad, te enseñan a hablar así en Hendon. El objetivo es conseguir un tono que atraviese cualquier halo de alcohol, agresividad o culpabilidad aleatoria en el que se encuentre algún ciudadano.

      El joven me ignoró. Sacó un segundo espray del bolsillo de la chaqueta y empezó a sombrear las líneas de una C mayúscula. Lo intenté un par de veces más, pero parecía resuelto a terminar la palabra «CADA».

      —Eh, cariño —dijo Lesley—. Deja eso, date la vuelta y habla con nosotros.

      El siseo se detuvo, los aerosoles volvieron al bolsillo y el joven se volvió. Tenía el rostro pálido y anguloso y llevaba los ojos ocultos tras un par de gafas oscuras a lo Ozzy Osbourne.

      —Estoy ocupado —dijo.

      —Ya lo vemos —dije, y le mostré mis credenciales—. ¿Cómo te llamas?

      —Macky —murmuró mientras volvía a concentrarse en su tarea—. Estoy ocupado.

      —¿Qué estás haciendo? —preguntó Lesley.

      —Estoy haciendo del mundo un lugar mejor —respondió Macky.

      —Es un fantasma —interrumpió Abigail con incredulidad.

      —Fuiste tú la que nos trajo aquí —dije.

      —Ya, pero cuando lo vi estaba más delgado —dijo Abigail—. Mucho más delgado.

      Le expliqué que se estaba alimentando de la magia que generaba Lesley, lo que nos llevó a la inevitable pregunta:

      —¿Y qué es la magia entonces? —preguntó Abigail.

      —No lo sabemos —respondí—. No es ninguna forma de radiación electromagnética. Eso es lo único que sé a ciencia cierta.

      —A lo mejor son ondas cerebrales —dijo Abigail.

      —No lo creo —dije—. Porque eso sería electroquímico, y seguiría estando relacionada con alguna clase de manifestación física si tuviera que salir de tu cabeza.

      Así que atribuyámoslo al polvo de hadas o al entrelazamiento cuántico, que es lo mismo que el polvo de hadas solo que contiene la palabra «cuántico».

      —¿Vamos a hablar con este tío o no? —preguntó Lesley—. Porque, de lo contrario, apagaré esto. —La luz mágica osciló sobre la palma de su mano.

      —Eh, Macky —lo llamé—. Me gustaría hablar contigo.

      Macky había vuelto con su arte; estaba terminando de sombrear la última A de «CADA».

      —Estoy ocupado —dijo—. Estoy haciendo del mundo un lugar mejor.

      —¿Y cómo piensas conseguirlo? —pregunté.

      Macky dejó la «A» a su gusto y se alejó unos pasos para admirar su obra. Todos habíamos tenido el máximo cuidado posible en mantenernos alejados de las vías, pero o Macky se estaba arriesgando o, lo que era más probable, se le había olvidado. Vi que Abigail pronunciaba «Oh, mierda» con los labios al darse cuenta de lo que iba a pasar.

      —Porque sí —dijo Macky, y entonces lo golpeó el tren fantasma.

      Pasó por delante de nosotros, invisible y silencioso salvo por la ráfaga de calor y el olor a diésel. Macky salió volando de la vía y aterrizó en un pliegue justo debajo de la U de «BUENO». Se escuchó un gorjeo y su pierna sufrió un par de espasmos antes de quedarse prácticamente inmóvil. Entonces se desvaneció y, con él, su grafiti.

      —¿Puedo dejarlo ya? —preguntó Lesley. La luz mágica seguía siendo tenue; Macky continuaba absorbiendo su poder.

      —Aguanta un poco más —dije.

      Escuché un traqueteo leve y, al mirar hacia la boca del túnel, distinguí una figura borrosa y transparente que empezaba a dibujar el contorno de una S redonda con espray.

      «Cíclico —anoté en mi libreta—, repetitivo…, ¿insensible?».

      Le dije a Lesley que podía apagar la luz mágica y Macky desapareció. Abigail, que se había espachurrado precavidamente contra la pared del túnel, nos observó mientras Lesley y yo hacíamos una rápida búsqueda a lo largo de la franja de tierra que había junto a la vía. Hacia la entrada, a mitad de camino, recogí los restos rotos y polvorientos de las gafas de Macky de entre la arena y el balasto. Las sostuve en mi mano y cerré los ojos. En lo referente a los vestigia, el metal y el vidrio son impredecibles, pero sentí vagamente un par de compases de un solo de guitarra de rock.

      Tomé nota de lo de las gafas —una prueba física de la existencia del fantasma— y pensé en si debería llevármelas a casa. ¿Tendría algún efecto en el fantasma que me llevara algo tan esencial de su paradero? Y si al llevármelas hería o destruía al fantasma, ¿importaba? ¿Era un fantasma una persona?

      No me he leído ni un diez por ciento de los libros de fantasmas de la biblioteca mundana. De hecho, había leído sobre todo los libros de texto que Nightingale me había mandado y cosas como Wolfe y Polidori, con los que me había topado durante una investigación. Por lo que he leído, está claro que las posturas con respecto a los fantasmas entre los magos oficiales habían cambiado a lo largo del tiempo.

      Sir Isaac Newton, fundador de la magia moderna, parecía considerarlos una molesta distracción que enturbiaba la belleza de su precioso y limpio universo. Hubo una corriente durante el siglo xvii que los clasificaba como