Ben Aaronovitch

Susurros subterráneos


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diferencia de Nightingale, yo paso los informes a una hoja de cálculo del portátil, imprimo los formularios y después los archivo en la biblioteca. Calculo que la biblioteca mundana tendrá más de tres mil archivos, sin contar con todos los libros de avistamiento de fantasmas que se quedaron sin ordenar en los años treinta. Algún día lo introduciré todo en una base de datos…, posiblemente le enseñe a Molly a teclear.

      Me puse media hora con el papeleo, lo máximo que pude aguantar, y después pasé a Plinio el Viejo, cuyo duradero salto a la fama viene de escribir la primera enciclopedia y de navegar demasiado cerca del Vesubio en su gran día. Después llevé a Toby de paseo por Russell Square, me tomé una pinta en el Marquis y a continuación regresé a La Locura para acostarme.

      En una unidad en la que los miembros son el inspector jefe y un agente, os aseguro que el primero no va a ser el que está localizable en mitad de la noche. Después de freír accidentalmente tres móviles, me había aficionado a dejar el mío apagado mientras estuviera en La Locura. Pero esto implicaba que, cuando tenía alguna llamada de trabajo, Molly contestaba al teléfono en el piso de abajo y a continuación se quedaba en silencio en el rellano de la puerta de mi habitación, de donde no se movía hasta que yo me despertaba de puro pánico para darme el aviso. Poner un cartel con «llamar antes de entrar» no tuvo ningún efecto, como no lo tuvo cerrar la puerta con llave y poner una silla debajo del pomo. A ver, me encanta la comida que prepara Molly, pero hubo una vez en la que casi me come, así que pensar en ella deslizándose por mi cuarto sin permiso mientras yo me echaba una siesta significó que empecé a perder horas útiles de sueño. De manera que, después de un par de días de duro trabajo y con la ayuda de un conservador del Museo de Ciencias, coloqué un cable coaxial que subía hasta mi habitación.

      Ahora, cuando el poderoso ejército de la justicia que es Scotland Yard necesita mis expertos servicios, envía una señal por un cable de cobre aislado y activa la campana electromagnética que hay dentro de un teléfono de baquelita que se fabricó cinco años antes de que mi padre naciera. Es como si te despertara un taladro armonioso, pero es mejor que la alternativa.

      Lesley lo llama el bat-teléfono.

      Me despertó pasadas justo las tres de la mañana.

      —Levántate, Peter —dijo la inspectora Stephanopoulos—. Ha llegado la hora de que hagas un trabajo policial de verdad.

Lunes

      Capítulo 2

      Baker Street

      Echo de menos estar en compañía de otros agentes. No me entendáis mal, que me asignaran a La Locura me ha dado la oportunidad de ser detective al menos dos años antes de lo previsto, pero, puesto que la totalidad de la unidad actual somos yo, el inspector Nightingale y, probablemente en poco tiempo, la agente Lesley May, no cumplo con mis obligaciones seguido de una masa de gente. Es una de esas cosas que no echas de menos hasta que desaparecen: el olor de los chubasqueros mojados en los vestuarios, la tensión por conseguir un ordenador en la sala de informática de los agentes los viernes por la mañana, cuando subían las nuevas misiones al sistema, refunfuñar y bromear en la sesión informativa de las seis de la mañana. Ese sentimiento de que hay muchos como tú en un mismo sitio que se preocupan por las mismas cosas.

      Esa fue la razón por la que, cuando vi el mar de luces azules a las afueras de la estación de metro de Baker Street, me sentí casi como si volviera a casa. Elevándose por encima de las luces se encontraba la estatua de tres metros de Sherlock Holmes, con su gorro de cazador y su pipa de hachís incluida, para supervisar nuestro trabajo policial y asegurarse de que alcanzaba los mayores estándares ficticios. Las verjas estaban abiertas hacia dentro y un par de agentes de la Policía Británica de Transporte se acurrucaban en el interior, como si se estuvieran escondiendo de la mirada austera de Sherlock, aunque era más probable que fuera porque hacía mucho frío. Apenas se fijaron en mis credenciales, me hicieron señas con las manos para que pasara, partiendo del hecho de que nadie, salvo un agente de policía, sería tan idiota como para estar en la calle tan temprano.

      Bajé las escaleras hasta el vestíbulo principal, donde todos los tornos automáticos estaban abiertos en la posición de emergencia. Un grupo de gente con chaquetas reflectantes y botas pesadas deambulaba mientras bebía café, hablaba y jugaba en sus teléfonos. No cabía duda de que las labores de mantenimiento de aquella noche no se estaban llevando a cabo…; podéis esperar retrasos en la línea.

      Baker Street abrió en 1863, pero la mayor parte de la estación está modernizada con azulejos color crema y paneles de madera y hierro forjado de los años veinte cubiertos con capas de cables, cajas de conexión, altavoces y cámaras de vigilancia.

      No es tan difícil encontrar los cuerpos en un delito grave, ni siquiera en una escena del crimen tan complicada como lo es una estación de metro; solo tienes que buscar la mayor concentración de trajes Noddy* y tomar esa dirección. Cuando llegué al andén 3, parecía que en el extremo hubiera un brote de ántrax. Debía tratarse de un crimen, porque un suicidio o una de las cinco a diez personas que consiguen matarse accidentalmente al año en el metro no habrían llamado tanto la atención.

      El andén 3 estaba construido con el viejo sistema de «trincheras cubiertas», en el que se ponía a unos dos mil peones de obra a cavar una puta zanja enorme, después se colocaba una vía de tren en la base y se volvía a cubrir todo. Por aquel entonces pasaban trenes de vapor, de manera que la mitad de la estación estaba al aire libre para que el vapor saliera y las inclemencias climáticas entraran.

      Acercarse a una escena del crimen es como meterse en una discoteca: por lo que respecta al segurata, si no estás en la lista, no entras. En este caso, la lista era el registro de la escena del crimen, y el segurata era un agente de la Policía Británica de Transporte con un aspecto muy severo. Le dije mi nombre y mi rango y miró por encima de mí, hacia donde una mujer baja y fornida con un desafortunado corte de pelo a lo cepillo nos fulminaba con la mirada desde el fondo del andén. Era la recién nombrada inspectora Miriam Stephanopoulos y ese era, me di cuenta, su primer trabajo oficial como inspectora. Ya habíamos trabajado juntos antes, lo que puede que fuera la razón por la que dudó antes de hacerle un gesto con la cabeza al agente. Esa es la otra forma de acceder a una escena del crimen: si conoces a los que están al mando.

      Firmé en el libro de registro y me agencié un traje Noddy que había sobre una silla plegable. Cuando me lo puse, me dirigí hacia donde estaba Stephanopoulos, que supervisaba al agente encargado de las pruebas mientras este supervisaba a su vez al equipo forense que pululaba por el extremo del andén.

      —Buenos días, jefa —dije—. ¿Me llamó usted?

      —Peter —dijo. Por Scotland Yard se rumorea que tiene una colección de testículos humanos en un tarro junto a la cama, recuerdos cortesía de los hombres lo bastante insensatos como para expresar una opinión cómica sobre su orientación sexual. Eso sí, también he oído que tiene una casa enorme pasada la carretera de North Circular donde su compañera y ella crían pollos, pero nunca me he atrevido a preguntárselo.

      El tipo que estaba muerto al final del andén 3 había sido guapo en algún momento, pero ya no lo era. Estaba tumbado de costado, la cara le descansaba sobre el brazo extendido hacia fuera, tenía la espalda medio encorvada y las piernas dobladas por las rodillas. No estaba exactamente en lo que los patólogos llaman una posición pugilística, sino más bien en la posición de recuperación que me habían enseñado en primeros auxilios.

      —¿Lo han movido? —pregunté.

      —El jefe de la estación lo encontró así —dijo Stephanopoulos.

      Llevaba puestos unos vaqueros desteñidos y una chaqueta de vestir azul marino sobre un jersey de cuello cisne negro de cachemir. La chaqueta estaba hecha con tela de buena calidad y estaba muy bien cortada, sin duda, hecha a medida. Sin embargo, lo extraño era que calzaba unas Doctor Martens, el modelo clásico 1460, es decir, botas de trabajo, no zapatos. Estaban manchadas de barro