Ben Aaronovitch

Susurros subterráneos


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la muerte de la víctima, James Gallagher, hijo de un senador estadounidense. El FBI envía a la agente Kimberly Reynolds para colaborar en la investigación y Peter se verá obligado a ocultarle cualquier atisbo de magia. En las oscuras entrañas de la ciudad, plagadas de cloacas victorianas y ríos enterrados, resuenan los susurros de unos espíritus torturados que buscan venganza…

      «Las novelas de Aaronovitch son divertidas, encantadoras, ingeniosas y emocionantes, y dibujan un mundo mágico muy cerca del nuestro.»

       The Independent

       A la memoria de Blake Snyder (1957-2009),

       que salvó al gato y al escritor,

       y también a la hipoteca y su profesión.

      Les diría, mientras sacuden la cabeza con temor: «Ahora bien, ¿qué es vuestro libro insignificante, o el roce fidiano de la punta del cincel, que puede darle forma al mármol, para nuestro monstruo, que durante siglos descansaba en las profundidades de la tierra soñadora, hasta que lo sacamos con una ovación y un grito y lo forjamos a golpes para que naciera?».

      «La locomotora», Alexander Anderson

Domingo

      Capítulo 1

      Tufnell Park

      Durante el verano cometí el error de contarle a mi madre a lo que me dedicaba. No hablo de lo de ser policía, eso ya lo sabía porque había acudido a mi graduación en Hendon, sino lo de trabajar para el departamento de Scotland Yard que se encargaba de los asuntos sobrenaturales. Mi madre lo interpretó en su cabeza como «cazador de brujas», lo cual no estaba mal porque mi madre, como la mayoría de los africanos occidentales, consideraba que cazar brujas era una profesión más respetable que la de policía. Afectada por un estallido insospechado de orgullo, informó de mi nueva trayectoria profesional a sus amigos y familiares, un grupo que calculo que se compone de al menos el veinte por ciento de los inmigrantes de Sierra Leona que residen actualmente en el Reino Unido. Esto incluía a Alfred Kamara, que vivía en la misma urbanización que mi madre, y a través de él llegó a su hija Abigail, de trece años, que decidió, el último domingo antes de Navidad, que quería que me acercara a echarle un vistazo a un fantasma que había encontrado. Consiguió mi atención porque incordió a mi madre hasta tal punto que se rindió y terminó por llamarme al móvil.

      No me hizo mucha gracia porque el domingo es uno de los pocos días en los que no tengo que bajar a practicar al campo de tiro por la mañana, y tenía pensado quedarme en la cama hasta tarde y después ir al pub a ver el fútbol.

      —A ver, ¿dónde está ese fantasma? —pregunté cuando Abigail abrió la puerta de su casa.

      —¿Por qué sois dos? —preguntó a su vez Abigail. Era una chica bajita, delgada y mestiza cuya piel clara se había vuelto cetrina por efecto del invierno.

      —Esta es mi compañera, Lesley May —dije.

      Abigail se la quedó mirando con recelo.

      —¿Por qué llevas puesta una máscara? —preguntó.

      —Porque se me cayó la cara —respondió Lesley.

      Abigail lo pensó durante un rato y después asintió.

      —Vale —dijo.

      —¿Dónde está esa cosa entonces? —pregunté.

      —Es un chico, no una cosa —me respondió Abigail—. Está en el colegio.

      —Vamos entonces —dije.

      —¿Cómo? ¿Ahora? —preguntó—. Pero si hace muchísimo frío.

      —Ya lo sabemos —aclaré. Era uno de esos días grises y apagados de invierno con esa clase de frío terrible que se cuela entre los huecos de la ropa—. ¿Vienes o no?

      Me dirigió la mirada típica de una adolescente agresiva de trece años, pero yo no era ni su madre ni un profesor. Ni tan siquiera quería que se pusiera en marcha, lo que de verdad estaba deseando era irme a casa y ver el fútbol.

      —Tú misma —dije mientras me alejaba.

      —Espera —contestó—. Voy con vosotros.

      Justo cuando me di la vuelta, me cerró la puerta en las narices.

      —No nos ha pedido que entremos —comentó Lesley. Que no te inviten marca una de las casillas del bingo del comportamiento sospechoso que todo policía lleva consigo en su cabeza, así como tener un perro absurdamente dominante y darse demasiada prisa en proporcionar una coartada. Rellena todas las casillas y podrás ganar una visita con todos los gastos pagados a la comisaría del barrio.

      —Es domingo por la mañana, su padre seguirá probablemente en la cama.

      Decidimos esperar a Abigail en el coche, donde pasamos el rato hurgando entre las distintas bolsas de comida que se habían ido acumulando a lo largo del año. Encontramos un bote de golosinas y, justo cuando Lesley me hizo apartar la mirada para levantarse la máscara y comerse una, Abigail dio unos golpecitos en la ventanilla.

      Abigail, como yo, había heredado su pelo del progenitor «equivocado». Sin embargo, cuando yo era pequeño, se limitaban a rapármelo hasta dejar una pelusilla, mientras que el padre de Abigail solía pasearla por una serie de peluquerías, parientes y vecinos entusiastas en un intento de que pudieran mantenerlo bajo control. Desde el principio, Abigail acostumbraba a quejarse y a no parar quieta mientras se lo suavizaban, trenzaban o alisaban a lo japonés, pero su padre estaba decidido a que su hija no lo avergonzara en público. Todo eso terminó cuando Abigail cumplió once años y le anunció con total tranquilidad que tenía el teléfono de protección del menor en las teclas de marcación rápida y que la siguiente persona que se acercara a ella con extensiones, productos químicos para el alisado o, Dios no lo quisiera, un cepillo alisador, acabaría explicándole sus acciones a los servicios sociales. Desde entonces llevaba su cabello afro largo y sujeto en un moño en la nuca. Era demasiado grande como para que entrara en la capucha de su anorak rosa, así que llevaba puesto un gorro rastafari enorme que la hacía parecer un estereotipo racista de los años setenta. Mi madre dice que el pelo de Abigail es un escándalo vergonzoso, aunque yo no pude evitar fijarme en que al menos el gorro le protegía el rostro de la llovizna.

      —¿Qué le ha pasado al Jaguar? —preguntó Abigail cuando le abrí la puerta de atrás.

      Mi jefe tenía un Jaguar Mark 2 auténtico, con un motor en línea de 3,8 litros que había pasado a formar parte del folclore urbano porque, en una ocasión, lo dejé aparcado en la urbanización. Incluso los millennials consideraban que un Jaguar antiguo como ese molaba. Desgraciadamente, el Focus ST naranja fosforito que conducía ahora mismo solo era otro Ford Asbo del montón.

      —Le han prohibido usarlo hasta que se saque el curso de conducción avanzada —dijo Lesley.

      —¿Eso ha sido porque tiraste una ambulancia al río? —preguntó Abigail.

      —No la tiré al río —la corregí. Saqué el Asbo a Leighton Road y volví al tema del fantasma—. ¿En qué parte del colegio está esa cosa?

      —No está en el colegio —dijo—. Está debajo, donde las vías de tren. Y es un chico, no una cosa.

      El colegio del que hablaba era el instituto público Acland Burghley, donde incontables generaciones del vecindario de Peckwater Estate habían estudiado, yo y Abigail incluidos. O, como Nightingale insiste en que debería ser, Abigail y yo. He dicho «incontables», pero en realidad se había construido a finales de los sesenta, de manera que no pudieron haber sido más de cuatro generaciones como mucho.

      La mayor parte del edificio estaba asentada sobre Dartmouth Park Hill y no cabía duda de que lo había diseñado un auténtico admirador de