Ben Aaronovitch

Susurros subterráneos


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por la calle principal.

      Encontré un hueco para aparcar en Ingestre Road, donde terminan los terrenos del instituto, y nos dirigimos hacia la pasarela que cruza las vías por detrás del colegio.

      Había dos grupos de vías dobles, las del lado sur descendían por una zanja al menos dos metros por debajo de las del norte. Esto significaba que la vieja pasarela tenía dos escaleras independientes con escalones resbaladizos y que había que atravesarlos antes de que pudiéramos mirar por la valla.

      El patio del colegio y el gimnasio se habían construido sobre una base de hormigón que tendía un puente sobre los dos grupos de vías. Vistos desde la pasarela, y aunque mantenían el diseño general, tenían un aspecto casi idéntico a la entrada de un par de búnkeres para submarinos.

      —Ahí abajo —dijo Abigail, y señaló hacia el túnel de la izquierda.

      —¿Has bajado a las vías? —preguntó Lesley.

      —Tuve cuidado —le respondió Abigail.

      A Lesley le hizo tan poca gracia como a mí. Las vías de tren eran letales. Sesenta personas al año saltaban a las vías y morían; la única ventaja es que, cuando esto ocurre, sus cuerpos pasan a ser propiedad de la Policía Británica de Transporte y no son mi problema.

      Antes de hacer algo realmente estúpido como caminar por las vías del tren, un agente de policía bien entrenado debe hacer una evaluación de los riesgos. El procedimiento correcto habría sido llamar a la PBT para que enviaran a un equipo de búsqueda cualificado que pudiera, con suerte, interrumpir el tráfico de la línea como una precaución extra para que Abigail y yo pudiéramos ir a buscar al fantasma. El inconveniente de no llamarlos sería que, si le pasara algo a Abigail, supondría sin duda el final de mi carrera y, dado que su padre era un patriarca del oeste africano chapado a la antigua, también de mi vida.

      El lado negativo de llamarlos sería tener que explicarles lo que andaba buscando y que se rieran de mí. Como cualquier joven desde los albores del tiempo, decidí arriesgarme a la muerte antes que a una posible humillación.

      Lesley dijo que al menos deberíamos mirar los horarios.

      —Es domingo —dijo Abigail—. Se tirarán todo el día haciendo trabajos de mantenimiento.

      —¿Cómo lo sabes? —preguntó Lesley.

      —Porque lo he mirado —dijo Abigail—. ¿Por qué se te cayó la cara?

      —Porque abrí demasiado la boca —respondió Lesley.

      —¿Cómo llegamos ahí abajo? —pregunté rápidamente.

      Había viviendas de protección oficial construidas en los terrenos baratos del ferrocarril que había a ambos lados de las vías. Detrás del bloque de pisos de los años cincuenta situado en el lado oriental había una parcela de césped empapado rodeada de arbustos y, detrás de estos, una valla metálica. Un túnel estrecho atravesaba los arbustos y conducía hasta un agujero en la valla y hacia las vías que había a lo lejos.

      Nos agachamos y lo atravesamos detrás de Abigail. Lesley soltó una risita cuando un par de ramas húmedas me golpearon en la cara. Se detuvo para fijarse en el agujero de la valla.

      —No lo han cortado —dijo—. Parece desgastado y rasgado…, quizá lo hicieron los zorros.

      Había bolsas mojadas de patatas fritas esparcidas por el suelo y latas de Coca-Cola arrastradas contra la verja; Lesley las apartó con la punta del zapato.

      —Los drogadictos todavía no han descubierto este lugar —dedujo—. No hay agujas. —Miró a Abigail—. ¿Cómo sabías que esto estaba aquí?

      —Se puede ver el hueco desde la pasarela.

      Manteniéndonos lo más alejados de las vías que nos fue posible, nos dirigimos bajo la pasarela y nos encaminamos hacia la boca de hormigón del túnel que había debajo del colegio. Los grafitis cubrían las paredes hasta la altura de la cabeza. Unos simples garabatos escritos con cualquier cosa, que incluían desde firmas a esvásticas que difícilmente habrían impresionado al almirante Dönitz, cubrían unas letras redondas de colores primarios difuminados pintadas con mucho más esmero.

      El techo nos mantenía protegidos de la llovizna y todo el lugar olía a meados, aunque el olor era demasiado punzante para que fuera humano; «de zorro», pensé. El techo liso, los muros de hormigón y el espacio diáfano que ocupaba te hacían sentir que estabas en un almacén abandonado más que en un túnel.

      —¿Dónde estaba? —pregunté.

      —En el centro, donde está oscuro —dijo Abigail.

      «Cómo no», pensé.

      Para empezar, Lesley le preguntó a Abigail en qué estaba pensando al bajar allí.

      —Quería ver el Expreso de Hogwarts —respondió.

      «No el de verdad —aclaró Abigail con rapidez—. Porque es un tren inventado, ¿no?». Así que, obviamente, no era el auténtico Expreso de Hogwarts. Pero su amiga Kara, que vivía en un piso que daba a las vías, dijo que, de vez en cuando, veía una locomotora de vapor —porque así es como se supone que hay que llamarlas— que pensaba que era la que utilizaron como Expreso de Hogwarts.

      —Ya sabéis —dijo—. En las películas.

      —¿Y eso no podías verlo desde el puente? —preguntó Lesley.

      —Pasa demasiado rápido —dijo—. Tengo que contar las ruedas, porque en las películas es un tren GWR 4900 clase 5972 que tiene una configuración 4-6-0.

      —No sabía que fueras una apasionada de los trenes —dije.

      —No lo soy —dijo Abigail, y me dio un puñetazo en el brazo—. Eso va de apuntar números mientras que lo mío era para verificar una teoría.

      —¿Viste el tren? —preguntó Lesley.

      —No —respondió—, vi al fantasma. Por eso fui en busca de Peter.

      Le pregunté dónde había visto al fantasma y nos enseñó las líneas de tiza que había dibujado.

      —¿Estás segura de que es aquí donde apareció esa cosa? —pregunté.

      —Donde apareció él —insistió Abigail—. No dejo de decirte que era un chico.

      —Ahora no está aquí —dije.

      —Pues claro que no —dijo Abigail—. Si estuviera aquí todo el rato, alguien más lo habría denunciado ya.

      Era una buena observación, y me dije a mí mismo que tenía que comprobar los informes cuando volviera a La Locura. Había descubierto un cuarto de servicio fuera de la biblioteca mundana con archivos repletos de papeles de antes de la Segunda Guerra Mundial. Entre ellos, unos cuadernos llenos de avistamientos de fantasmas anotados a mano; hasta donde podía decir, avistar fantasmas había sido el pasatiempo favorito entre los aprendices a mago adolescentes.

      —¿Le hiciste una foto? —preguntó Lesley.

      —Tenía el teléfono a punto para cuando pasara el tren —dijo Abigail—, pero, cuando fui a hacer la foto, había desaparecido.

      —¿Notas algo? —me preguntó Lesley.

      Había sentido un escalofrío cuando llegué al sitio en el que había estado el fantasma, un olorcillo a gas butano que interrumpió el de la orina de zorro y el de hormigón húmedo; una risita como la de Patán y el rugido hueco de un motor diésel bien grande.

      La magia deja una huella allá donde ha estado. El nombre técnico que usamos es vestigium. Las piedras son las que mejor los absorben y los seres vivos, los que peor. El hormigón es casi tan bueno como la piedra, pero, incluso así, los indicios pueden ser vagos y casi idénticos a los artificios de la propia imaginación. Aprender a diferenciar unos de otros es una habilidad clave si quieres hacer magia. Es muy probable que el escalofrío se deba al tiempo, y la risita,