Ben Aaronovitch

Susurros subterráneos


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Regencia de finales de la época victoriana parecen iguales y que nunca había pasado mucho tiempo en Notting Hill salvo en Carnaval. Tampoco ayudaba que Guleed y Carey llevaran puesto el GPS en sus móviles y que cada uno me diera indicaciones contradictorias por turnos. Por fin localicé un punto de referencia que conocía y me detuve delante de la parroquia de Notting Hill. Tiene una congregación pentecostal y es la clase de sitio ruidoso y ferviente que a mi madre le gusta en esas raras ocasiones en las que recuerda que se supone que es cristiana.

      Mi padre solo entraba a una iglesia si le gustaba el coro que tenían, así que puedes imaginarte con cuánta frecuencia ocurría eso. Cuando yo era muy pequeño, me gustaba lo de vestirnos con nuestra mejor ropa y solía haber otros niños con los que podía jugar, pero nunca duraba demasiado. Pasados un par de meses, mi madre aceptaba algún trabajo los domingos, se peleaba con el cura o simplemente perdía el interés. Entonces volvíamos a considerar el domingo como un día en el que podía quedarme en casa, ver los dibujos y cambiar los vinilos en el tocadiscos de mi padre.

      Salí del coche y nos adentramos en un silencio espeluznante. El viento estaba en calma, se escuchaban sonidos sordos, los escaparates estaban cubiertos del resplandor amarillo de la luz plana de las farolas y parecían un plató de cine por su falsedad. Las nubes estaban bajas y reflejaban lúgubramente la luz. El golpe que emitieron las puertas quedó silenciado en el ambiente húmedo.

      —Va a nevar —dijo Carey.

      La verdad es que hacía bastante frío. Podía meter las manos en los bolsillos, pero las orejas se me estaban congelando. Guleed se puso un gorro grande y peludo con orejeras sobre el hiyab y nos miró con cachondeo a Carey y a mí, que llevábamos la cabeza descubierta y teníamos las orejas heladas.

      —Práctico y discreto —dijo.

      Ninguno de los dos le dio la satisfacción de una respuesta.

      Nos dirigimos hacia las caballerizas convertidas en viviendas.

      —¿De dónde has sacado ese gorro? —pregunté.

      —Se lo he mangado a mi hermano —respondió.

      —He oído que en el desierto hace frío —dijo Carey—. Necesitarías un gorro como ese.

      Guleed y yo nos miramos, pero ¿qué podíamos hacer?

      Durante décadas, Notting Hill había luchado una valiente batalla en la retaguardia contra la creciente especulación que se había colado a hurtadillas ahora que Mayfair se les había ofrecido por completo a los oligarcas. Me fijé en que quienquiera que hubiera reformado las caballerizas había adoptado el espíritu del lugar, pues no hay nada que diga «formo parte de un vecindario animado» como poner unas puñeteras puertas de seguridad gigantes en la entrada de tu calle.* Guleed, Carey y yo nos quedamos mirando a través de los barrotes como si fuéramos unos niños victorianos.

      Eran las típicas viviendas de Notting Hill: una calle sin salida cubierta de lo que solían ser las cocheras de los ricos y que ahora se habían convertido en casas y pisos. Era la clase de sitio en el que los ministros gais ocultaban a sus novios cuando esa clase de cosas habrían podido provocar un escándalo. En la actualidad era más probable que estuviera lleno de banqueros y de los hijos de los banqueros. Todas las ventanas estaban oscuras, pero había varios BMW, Range Rover y Mercedes aparcados con torpeza en la calzada estrecha.

      —¿Creéis que deberíamos esperar a Stephanopoulos? —preguntó Carey.

      Lo pensamos detenidamente, pero no durante mucho tiempo, puesto que a los no devotos se nos estaban congelando las orejas. Había un portero automático gris soldado a la valla, así que pulsé el número de la casa de Gallagher. No respondió nadie. Lo intenté un par de veces más. Nada.

      —Puede que esté roto —dijo Guleed—. ¿Deberíamos intentarlo con los vecinos?

      —No me apetece tratar con los vecinos todavía —dijo Carey.

      Comprobé la valla. Tenía pinchos en lo alto muy espaciados y había un bolardo blanco situado lo bastante cerca para ofrecerme un sitio para pasar. El metal estaba dolorosamente frío bajo mis manos, pero me llevó menos de cinco segundos poner el pie en el barrote superior, pasar por encima y caer al otro lado. Los zapatos me patinaron sobre los adoquines, pero conseguí recuperar el equilibrio sin caerme.

      —¿Qué te parece? —preguntó Carey—. Yo le doy un nueve con cinco.

      —Un nueve con dos —dijo Guleed—. Ha perdido puntos por el aterrizaje.

      Había un botón de salida en el muro, fuera del alcance del brazo desde la valla. Lo apreté y entraron los demás.

      Puesto que los tres éramos londinenses, nos detuvimos un segundo para llevar a cabo el ritual de «tasar la propiedad». Supuse que valdría, por la zona, al menos un millón y pico.

      —Un millón y medio fácil —dijo Carey.

      —Más, si tiene pleno dominio de la propiedad —dijo Guleed.

      Había un farolillo antiguo ensamblado junto a la puerta principal que demostraba que el gusto no se compra con dinero. Llamé al timbre y escuchamos que sonaba en el piso de arriba. Dejé el dedo sobre él. Era una de las maravillas de ser policía: no tienes que ser considerado a las cinco de la mañana.

      Escuchamos unas pisadas torpes que bajaban por una escalera y una voz que gritaba: «Ya voy, vale ya con el jodido timbrecito…». Y entonces se abrió la puerta.

      Era un hombre alto, blanco, veinteañero, sin afeitar, con una mata de pelo castaño y desnudo salvo por los calzoncillos. Estaba delgado, aunque no de forma enfermiza. Se le marcaban las costillas, pero tenía un principio de abdominales y los hombros, brazos y piernas musculados. En su rostro delgado, una boca grande se quedó boquiabierta cuando nos vio.

      —Eh —dijo—, ¿quién coño sois vosotros?

      Le enseñamos nuestras placas y se las quedó mirando durante un buen rato.

      —¿Y si me dais cinco minutos de ventaja para esconder mi alijo? —preguntó por fin.

      Nos abalanzamos hacia dentro como un solo ser.

      No cabía duda de que la planta baja había sido un garaje que, hipotéticamente, se había dividido en dos: la zona de la cocina, de un falso estilo rústico, al fondo, y un «recibidor» diáfano en la entrada con una escalera con barandilla pegada a la pared de la izquierda. Las casas de concepto abierto están muy bien, pero, al no disponer del tradicional pasillo que sirva de cuello de botella, es ridículamente fácil que tres policías ansiosos pasen por encima de ti y tomen el control.

      Yo me puse entre las escaleras y él, Guleed pasó por delante de mí y subió las escaleras para comprobar que no había nadie más en la vivienda y Carey se quedó delante del hombre a propósito e invadió su espacio personal.

      —Somos policías que nos encargamos de mediar con las familias —dijo—. Así que en el desarrollo normal de los acontecimientos, no nos importa mucho el uso recreativo que hagas de las drogas. Claro que esta actitud dependerá por completo de si nos ofreces o no tu más sincera cooperación.

      —Y en si nos das café o no —dije.

      —¿Tienes café? —preguntó Carey.

      —Sí, sí que tenemos —dijo el hombre.

      —¿Está bueno? —gritó Guleed desde alguna parte del piso de arriba.

      —No está mal. Podéis hacerlo en la cafetière y eso. Está chupado.

      —¿Cómo te llamas? —preguntó Carey.

      —Zach —dijo el hombre—. Zachary Palmer.

      —¿Esta casa es tuya?

      —Vivo aquí, pero es de mi compañero, de mi amigo James Gallagher. Es estadounidense. En realidad, pertenece a una empresa, pero él puede usarla, y los dos vivimos aquí.

      —¿Tiene