ese caso, señor Palmer, sugiero que nos dirijamos a la cocina para tomar café.
Me aparté mientras Carey azuzaba a Zachary, que tenía los ojos algo desorbitados, hacia la zona de la cocina. Carey buscaría sacarle nombres y direcciones de los amigos de James Gallagher y, si fuera posible, también de su familia, así como determinar el paradero de Zach a la hora del asesinato. Es mejor hacer esa clase de cosas rápido, antes de que la gente tenga tiempo de sincronizar sus historias. Guleed estaría en el piso de arriba localizando cualquier diario, agenda telefónica, portátil u otras cosas útiles que pudieran permitirle ampliar la red de contactos de James Gallagher y rellenar los huecos que había en la línea temporal de sus últimos movimientos.
Le eché una ojeada al salón. Supuse que la casa venía con los muebles, porque, por el estilo, daba la sensación de estar sacada de un catálogo, aunque, a juzgar por la solidez de los muebles y la falta de paneles de madera laminados, provenían de un catálogo más caro que el que habría usado mi madre. La televisión era grande y plana, pero tendría dos años de antigüedad. Había un Blu-ray y una Xbox, pero no televisión por cable o satélite. Inspeccioné las estanterías de roble de imitación que había junto a la tele; la colección era un tanto ostensiblemente extranjera: películas remasterizadas de Godard, Truffaut y Tarkovski. Yojimbo, de Kurosawa, yacía de forma sacrílega sobre la carcasa, sustituida por una de las películas de Saw, a juzgar por la carcasa que había en el suelo, junto al televisor.
La chimenea original, una rareza, dado que la planta baja habría sido una cochera, se había cubierto de ladrillo y yeso, pero la repisa se había mantenido. Sobre ella había un caro equipo de música de Sony, aunque sin ningún iPod conectado (otra cosa que tendríamos que localizar), una figurita sin pintar, una baraja de cartas, un paquete de papel para fumar y una taza sin lavar.
En la zona de la cocina, Carey había dejado a Zach junto a la mesa mientras él se entretenía preparando un café como Dios manda y hurgando en todos los armarios y estanterías, por si acaso.
Si eres un limpiador profesional, como mi madre, una de las formas de asegurarte de que les quitas el polvo a las esquinas es utilizar una fregona húmeda y arrastrarla a lo largo de los rodapiés. Toda la porquería se queda enrollada en unas pequeñas pelotillas mojadas, esperas un poco a que se sequen y después las aspiras. Esto deja un inconfundible dibujo en círculos en la alfombra, que es lo que encontré detrás de la televisión. Eso significaba que James y Zach no se encargaban de limpiar su propia casa y que iba a resultarme difícil encontrar algo útil en el salón. Me encaminé hacia las escaleras.
Alguna profesional había dejado el baño reluciente, pero yo esperaba que quienquiera que fuera la señora de la limpieza hubiera puesto límites con respecto a los dormitorios. A juzgar por la combinación de olores a calcetines viejos y marihuana que había en el dormitorio más pequeño, se había mantenido a raya. La habitación de Zach, supuse. La ropa esparcida por el suelo tenía etiquetas nacionales y había una cachimba de tecnología punta que habían improvisado con un soldador y un tubo de metacrilato oculta bajo la cama. No había mucho equipaje, solo encontré una bolsa de deporte grande con las asas desgastadas y manchas en la base. La olí con cuidado. No hacía mucho que la habían lavado, pero debajo del detergente se percibía el tufillo de algo rancio. Lo que mi padre habría llamado «olor a vagabundo».
Fuera lo que fuera, no tenía nada que ver con la magia, así que salí.
Guleed y yo nos encontramos en el descansillo.
—Ni tiene agenda ni libreta de direcciones, deben de estar en su teléfono —dijo—. Un par de cartas llegadas por avión, creo que de su madre, que tienen la misma dirección que su carné de conducir.
Dijo que iba a llamar a la policía estadounidense y que les pediría que contactaran con la madre. Le pregunté cómo iba a averiguar el número.
—Para eso sirve internet —dijo.
—La cosa no funciona así —dije, pero no me entendió—. Creo que el jefe va a querer investigar bien a Zach, sobre todo si no tiene una coartada.
—¿Y eso por qué?
—No creo que sea un estudiante —dije—. Incluso es posible que haya estado durmiendo en la calle.
Guleed me dedicó una sonrisa de medio lado.
—Debe de ser un malo, entonces.
—¿Has hecho ya alguna búsqueda en el sistema informático de la Policía Nacional?
—No te preocupes por mi trabajo, Peter. Se supone que deberías estar buscando cosas mágicas o lo que sea. —Sonrió para demostrarme que estaba medio bromeando, aunque no del todo. Dejé que continuara con su trabajo y entré en la habitación de James para ver si podía detectar alguna puta rareza.
Y daba la impresión de que escaseaban.
Me sorprendió que no hubiera pósteres en las paredes, pero James Gallagher tenía veintitrés años. A lo mejor se le había pasado la edad de los pósteres o quizás estaba reservando el espacio para obras más serias. Había un montón de lienzos apoyados en la pared. Sobre todo eran escenas urbanas, de la zona, pensé cuando reconocí el mercadillo de Portobello. No parecían las típicas porquerías de guiri, así que asumí que probablemente serían creaciones suyas…, aunque eran un poco retro para alguien que estudia en una escuela de bellas artes moderna.
La cama estaba arrugada, pero habían cambiado las sábanas hacía poco tiempo y el edredón estaba encima y doblado. Había una pila de libros en la mesilla: libros sobre arte, pero de los que son serios y académicos, no de los que suelen tenerse en la mesilla. Eran sobre el realismo socialista, carteles de propaganda de los años treinta, carteles clásicos del metro de Londres y un volumen titulado Right About Now – art theory since the 1990s [«Justamente ahora: arte teorías desde 1990»]. Los únicos libros que no trataban sobre arte eran la edición antológica de la trilogía de Londres de Colin MacInnes y un libro de consulta sobre salud mental que se titulaba 50 Signs of Mental Illness [«50 síntomas de las enfermedades mentales»]. Cogí el libro de medicina por el lomo y lo agité, pero no reveló ninguna pista en las partes que se habían leído con asiduidad.
¿Estaría buscando ideas?, me pregunté. ¿Le preocupaba otra persona o él mismo? El libro estaba reluciente y era relativamente nuevo. ¿Estaría, tal vez, preocupado por Zach?
Eché una ojeada alrededor de la habitación, pero no había ningún libro sobre esoterismo ni sobre nada místico y no digamos muestras de vestigia que fueran más allá de lo normal. Era un ejemplo típico de lo que yo había empezado a llamar la ley inversa del uso de la magia, es decir, la probabilidad de dar con fenómenos mágicos es inversamente proporcional a lo puñeteramente útil que sería encontrarlos.
Era completamente posible que cualquier rastro de magia en el asesinato proviniera del asesino y no de la víctima. Probablemente tendría que haberme quedado en los túneles con el sargento Kumar y el equipo de búsqueda.
De manera que, como era de esperar, encontré lo que estaba buscando cinco minutos después, en el piso de abajo, mientras le tomábamos declaración a Zach.
Este se había puesto unos pantalones de chándal y una camiseta mientras yo estaba arriba. Estaba medio sentado encorvado sobre la mesa mientras Carey le tomaba declaración. Guleed se apoyaba despreocupadamente en un módulo de la cocina de falso estilo rural, dentro del campo de visión de Zach. Lo miraba a la cara con detenimiento y tenía el ceño fruncido. Supuse que ella también había encontrado el libro sobre la salud mental.
Me esperaba una taza de café sobre la mesa. Me senté al lado de Carey, pero adopté una postura relajada, cogí la taza y me recliné ligeramente hacia atrás cuando me lo bebí. A Zach le temblaban las manos y se balanceaba adelante y atrás sin darse cuenta mientras repasábamos con él lo que había hecho en las últimas veinticuatro horas. Siempre resulta útil que el testigo esté un poco nervioso, pero todo en exceso es malo.
Encima de la mesa de la cocina había un cuenco de cerámica con dos manzanas, un plátano