Ben Aaronovitch

Susurros subterráneos


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que lo había delatado había sido su pelo despeinado y su abrigo: una chupa de cuero agrietada que provenía, obviamente, de una época anterior y a la que había tenido que recurrir por la nieve.

      —Es mucho mejor trabajar en un edificio que ha evolucionado de forma orgánica —dijo—. De esa forma puedes aportar algo.

      Nos habíamos encontrado en la recepción y me condujo hacia dentro. La universidad se localizaba en un par de edificios de ladrillo que se habían construido como fábricas a finales del siglo xix. Huber me contó con orgullo que se había utilizado para fabricar munición durante la Primera Guerra Mundial y, por ese motivo, tenía unos muros gruesos y un techo ligero. El espacio destinado a los estudiantes había sido una vez una planta diáfana de la fábrica, pero la universidad la había dividido con unos paneles blancos que iban del suelo al techo.

      —Se dará cuenta de que no hay estancias cerradas —dijo Huber mientras me conducía a través del laberinto de tabiques—. Queremos que todos puedan ver el trabajo de todos. No tiene sentido venir a la universidad y después encerrarte en una habitación.

      Por extraño que parezca, era como volver al aula de plástica del colegio. Las mismas manchas de pintura, rollos de papel, tarros de cristal medio llenos de agua sucia y pinceles. Bocetos sin acabar en las paredes y el ligero olor rancio a aceite de linaza. Claro que a mayor escala. Había cientos de pólipos hechos con papel de colores minuciosamente doblado dispuestos en uno de los tabiques. Lo que pensaba que era un exhibidor con viejos vídeos y televisores almacenados resultó ser una obra a medio terminar.

      La mayoría de las cosas que dejábamos atrás, o al menos las que pude identificar, eran abstractas, estaban medio esculpidas o eran obras hechas de objetos encontrados.* De manera que fue una sorpresa llegar al rincón del estudio de James Gallagher y descubrirlo lleno de pinturas. Pinturas bonitas. Los cuadros que había en su habitación de Notting Hill eran obras suyas.

      —Estas son un pelín distintas —comenté.

      —En contra de lo que se espera de nosotros —dijo Huber—, no rehuimos lo figurativo.

      Las pinturas eran de las calles de Londres, de sitios como Camden Lock, St. Paul, The Mall o Well Walk, en Hampstead; todas mostraban días soleados con gente feliz vestida de colores. No entiendo sobre pinturas figurativas, pero se parecían sospechosamente a la clase de cosas que se vendían en las tiendas de antigüedades cutres junto a los cuadros de payasos o de perros con sombrero.

      Le pregunté si no eran un poco turísticos.

      —Le seré sincero. Cuando hizo su solicitud, pensamos que su trabajo era… ingenuo, pero uno tiene que mirar más allá del contenido y ver lo hermosa que es su técnica —dijo Huber.

      Y tampoco debió de hacer daño que fuera un estudiante extranjero que pagaba el precio íntegro, y mucho más, por dicho privilegio.

      —Por cierto, ¿qué le ha ocurrido a James? —preguntó Huber. Su tono de voz se había vuelto indeciso, cauteloso.

      —Todo lo que puedo decir es que hallamos su cadáver esta mañana y que estamos tratando su muerte como sospechosa. —Aquella era la fórmula estándar para estos casos, aunque un «cadáver hallado en la estación de Baker Street» saldría en las noticias del mediodía después de «indignación ciudadana por la gran nevada que ha bloqueado Londres». Suponiendo que los medios no diesen con alguna forma de conectar las dos historias.

      —¿Se ha suicidado?

      Interesante.

      —¿Tiene alguna razón para pensar que pudo hacerlo? —pregunté.

      —El estilo de sus obras había empezado a progresar —dijo Huber—. Desafiaba más la conceptualización. —Se dirigió a la esquina, donde había un portafolio de piel grande y plano apoyado contra la pared. Lo abrió de golpe, hojeó rápidamente el contenido y eligió una pintura. Me di cuenta de que era distinta antes de que terminara de sacarla del portafolio. Los colores eran oscuros, agresivos. Huber se volvió y la sostuvo a la altura del pecho para que yo pudiera verla bien.

      Unas ondas de color morado y azul insinuaban el techo arqueado de un túnel mientras una figura alargada inhumana, esbozada con pinceladas largas e intensas de color negro y gris, emergía como de entre las sombras. A diferencia de las caras que aparecían en sus obras anteriores, el rostro de esta figura estaba lleno de personalidad, tenía una boca grande y retorcida que se convertía en una ingente mirada lasciva y unos ojos como platos situados bajo la lustrosa cúpula sin pelo que era su cabeza.

      —Como puede ver —dijo Huber—, su trabajo ha mejorado mucho últimamente.

      Volví a mirar el cuadro del alféizar de una ventana moteado por la luz del sol…, solo le faltaba un gato.

      —¿Cuándo cambió su estilo? —pregunté.

      —Oh, su estilo no cambió —contestó Huber—. La técnica se parece extraordinariamente a la de sus trabajos anteriores. Lo que vemos aquí es mucho más profundo. Es un cambio interno radical, me gustaría decir que de los temas que trata, pero creo que va mucho más allá. Solo hay que mirarlo: hay una emoción en el cuadro, una pasión incluso, que no se aprecia en sus pinturas anteriores. Y no es solo que fuera más allá de su zona de confort en cuanto a la técnica…

      Huber se detuvo.

      —Ya ha ocurrido antes —dijo—. Escogemos a estos jóvenes y pensamos que nos están mostrando algo. Después se suicidan y te das cuenta de que lo que pensabas que era un progreso en realidad era todo lo contrario.

      No soy un completo insensible, así que le dije que no pensábamos en el suicidio como causa probable. Se sintió tan aliviado que no me preguntó qué había ocurrido, y eso supone de por sí una de las casillas que hay en el cartón del bingo de «comportamientos sospechosos».

      —Acaba de decir que se estaba aventurando más allá de su zona de confort —dije—, ¿a qué se refería?

      —Preguntaba por materiales nuevos —dijo Huber—. Se interesó por la cerámica, lo que fue un poco desafortunado.

      Le pregunté por qué y Huber me explicó que habían tenido que dejar de utilizar su propio horno.

      —Encenderlo es muy caro. Tienes que hacer bastantes piezas para justificar el encendido —dijo, visiblemente avergonzado de que la realidad económica se hubiera colado en la universidad.

      Me quedé pensando en el fragmento de cerámica que se había utilizado como arma homicida. Le pregunté si tenían un horno en el campus nuevo y si James Gallagher podría haberlo usado.

      —No —dijo Huber—. Yo mismo lo habría organizado si me lo hubiera pedido, pero no lo hizo.

      Frunció el ceño y cogió una de las últimas pinturas: el rostro de una mujer, pálida, con ojos grandes, rodeada de sombras moradas y negras. Huber la examinó, suspiró y volvió a ponerla en su sitio con las demás.

      —Eso sí —empezó Huber—, no cabe duda de que pasaba tiempo en otro sitio…

      Volvió a quedarse callado. Esperé unos segundos para ver si añadía algo más, pero no fue así, y le pregunté si James Gallagher tenía una taquilla.

      —Sígame —dijo Huber—. Está al fondo.

      Una de las numerosas taquillas metálicas grises estaba cerrada con un candado barato que quité con un cincel que había tomado prestado de uno de los estudios cercanos. Huber hizo una mueca cuando el candando cayó al suelo, pero creo que estaba más preocupado por el candado que por la taquilla. Me puse los guantes de látex y eché un vistazo en el interior. Encontré dos estuches con lapiceros, otro con pinceles en el que faltaban la mitad, un libro de bolsillo con una etiqueta de Oxfam titulado The Eye in the Pyramid [«El ojo de la pirámide»] y un callejero. Dentro de este último había un panfleto de la exhibición de un artista llamado Ryan Carroll en la Tate Modern. Como era de esperar, el panfleto estaba en la página adecuada del callejero y había