Ben Aaronovitch

Susurros subterráneos


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sé, he visto algunas de ellas: la cabeza inerte de Larry el Alondra y del resto de los moradores del club de striptease del doctor Moreau, y Nightingale había visto más, pero no hablaba de ello.

      Sabemos por las declaraciones de los testigos que hacía uso de la magia para ocultar sus rasgos. Daba la impresión de que se había mantenido inactivo a finales de los setenta y, hasta donde podíamos asegurar, nadie había ocupado su sitio hasta que en algún momento de los últimos tres o cuatro años apareció en escena la persona a la que llamamos el Hombre Sin Rostro. Estuvo a punto de volarme la cabeza el pasado octubre, y no tenía ninguna prisa por volver a encontrármelo. Al menos, no sin refuerzos.

      No obstante, tener a un mago con una ética discutible correteando por nuestro vecindario no estaba bien. De manera que nos decantamos por una estrategia de inteligencia para esta detención. En la policía, una estrategia de inteligencia es cuando piensas en lo que vas a hacer antes de echar abajo una puerta y que te vuelen la cabeza. De ahí que trabajáramos con la lista de posibles cómplices y que buscáramos desenmascarar la verdadera identidad de Sin Rostro, puesto que, si no era un punto débil, ¿por qué querría mantenerla oculta?

      La Torre Shakespeare es uno de los tres bloques residenciales que forman parte del complejo Barbican y que se encuentran en la City de Londres. Diseñada por los seguidores de la misma escuela de arquitectura que construyó mi colegio y que se fijó en los emplazamientos militares de Guernsey, era otra torre brutalista* de hormigón escarpado que había conseguido un nivel 1 de protección, porque o la incluían en la lista o tendrían que confesar lo jodidamente fea que era. Sin embargo, a pesar de mis gustos estéticos, la Torre Shakespeare tenía algo que era prácticamente único en Londres, algo por lo que me sentí agradecido mientras deslizaba el Asbo por las calles cubiertas de nieve: su propio parking subterráneo.

      Llegamos, enseñamos nuestras placas al tío que estaba en la garita de cristal y aparcamos en la plaza que nos asignó. Nos dio algunas indicaciones, pero, aun así, terminamos dando vueltas durante cinco minutos hasta que Lesley se fijó en un discreto cartel oculto entre las tuberías y los contrafuertes de hormigón. Entonces el conserje nos abrió pulsando un sonoro timbre y nos condujo hasta la zona de recepción.

      —Venimos a entrevistarnos con Albert Woodville-Gentle —dije.

      —Y preferiríamos que no le dijera que estamos aquí —añadió Lesley mientras nos metíamos en el ascensor.

      —Solo vamos a hablar —le dije a Lesley mientras la puerta se cerraba.

      —Somos policías, Peter —respondió—. Siempre es mejor presentarse en un sitio por sorpresa, hace que resulte más difícil guardarse los secretos.

      —Vale, tiene sentido —admití.

      Lesley suspiró.

      Todos los rellanos de los pisos tenían la misma forma de un triángulo incompleto, unas paredes de hormigón desnudas, moquetas grises y salidas de emergencia del tamaño y forma de las puertas herméticas de un submarino. Albert Woodville-Gentle vivía en el segundo tercio de la torre, en el piso treinta. Todo estaba impoluto. Me pone de los nervios que tanto hormigón institucional esté limpio.

      Llamé al timbre.

      En la práctica, el objetivo de ser policía es no reunir información de forma encubierta. Se supone que tienes que plantarte ante la puerta de la gente, aterrorizarlos con el simple esplendor de tu autoridad y hacerles preguntas hasta que te cuenten lo que quieres saber. Por desgracia, a los de La Locura nos ordenaban mantener la existencia de lo sobrenatural, si bien no en secreto del todo, desde luego sí a un nivel discreto. Al parecer, todo formaba parte del acuerdo. Esto quería decir que empezar cualquier interrogatorio con la pregunta: «Eh, ¿estudiaste magia en la universidad?» estaba fuera de toda cuestión y teníamos que elaborar un plan ingenioso en su lugar.

      La puerta se abrió enseguida, lo que nos indicó que el conserje había llamado para prevenir a los residentes. Una mujer de mediana edad con el rostro ajado, los ojos azules y el cabello del color de la paja sucia apareció en el umbral. Se fijó en la máscara de Lesley y retrocedió un paso involuntariamente —siempre funciona—.

      Me presenté y le mostré la placa. Inspeccionó primero la placa y después a mí —tenía unos ojos estrechos y desconfiados—. A pesar de la sencilla falda marrón, una blusa a juego y una rebeca, me fijé en que del bolsillo del pecho, bocabajo, le colgaba un reloj analógico. ¿Sería una enfermera privada?

      —Venimos a ver al señor Woodville-Gentle —anuncié—. ¿Está en casa?

      —Se supone que a esta hora tiene que descansar —respondió la mujer. Tenía acento eslavo. «Ruso o ucraniano», pensé.

      —Podemos esperar —dijo Lesley. La mujer se la quedó mirando y frunció el ceño.

      —¿Podría saber quién es usted? —pregunté.

      —Soy Varenka —contestó—. Soy la enfermera del señor Woodville-Gentle.

      —¿Podemos pasar? —preguntó Lesley.

      —No lo sé —dijo Varenka.

      Yo ya tenía mi libreta preparada.

      —¿Puede decirme su apellido, por favor?

      —Es una investigación oficial —dijo Lesley.

      Varenka titubeó y entonces, me pareció que de mala gana, se apartó de la puerta.

      —Pasen, por favor —dijo—. Iré a ver si el señor Woodville-Gentle se ha despertado ya.

      «Qué curioso…», pensé. Prefería dejarnos entrar a decirnos su apellido.

      El piso era lisa y llanamente un largo rectángulo con el salón y una cocina pequeña a la izquierda y los dormitorios y lo que supuse que serían los baños, a la derecha. Había estanterías en todas las paredes y, como las cortinas estaban echadas, el aire se había concentrado y desprendía un tufillo a desinfectante y moho. Me fijé en los libros mientras Varenka, la enfermera, nos conducía al salón y nos pedía que esperásemos. Era como si la mayoría de los libros hubieran salido de una tienda de segunda mano: los de tapa dura tenían las sobrecubiertas deterioradas y los de tapa blanda tenían los lomos arrugados y las cubiertas descoloridas por la luz del sol. Daba igual donde los hubiera comprado, los tenía organizados meticulosamente por temas, hasta donde alcancé a ver, y después por autor. Había dos estantes llenos de lo que parecían ser todos los libros de Patrick O’Brian, hasta Almirante en tierra, y otro con una pila de libros de tapa blanda de Penguin de la década de los cincuenta.

      Mi padre mata por esos libros de Penguin, dice que tenían tanta clase que todo lo que tenías que hacer era sentarte en la cafetería adecuada del Soho, fingir que estabas leyendo uno y estarías tan en la onda que impresionarías a las jovencitas antes de pedirte otro café.

      Lesley me agarró del brazo disimuladamente para recordarme que debía parecer duro y profesional mientras Varenka nos conducía al salón antes de ir a despertar a Albert Woodville-Gentle.

      —Va en silla de ruedas —murmuró Lesley.

      A juzgar por el espacio que había entre los muebles y la situación de la mesa, el piso se había dispuesto para una silla de ruedas. Lesley perfiló con el zapato las zonas de la alfombra en las que las finas ruedas habían dejado marcas sobre el tejido burdeos.

      Escuchamos unas voces apagadas que provenían del otro lado del piso. Varenka elevó la suya un par de veces, pero, como fue obvio unos minutos después, perdió la discusión porque apareció por el pasillo empujando la silla de su paciente en dirección al salón para recibirnos.

      Uno siempre espera que la gente que va en silla de ruedas parezca anquilosada, así que me impresionó que Woodville-Gentle estuviera rollizo, sonrosado y sonriente. O, al menos, la mayor parte de su cara sonreía. Tenía una evidente inclinación hacia el lado derecho. Parecían las consecuencias de un derrame cerebral, pero vi que mantenía la movilidad completa