horas, las fechas y los nombres antes de embolsar y etiquetar el contenido de la taquilla. Después cogí cinta de carrocero para cerrar la taquilla, le di mi tarjeta al señor Huber y me marché a casa.
Tuve que limpiar tres centímetros de nieve del parabrisas antes de poder realizar el viaje de veinte minutos de vuelta a La Locura y poner el Asbo a buen recaudo en el garaje. Me aventuré a subir las heladas escaleras exteriores hasta el piso de arriba de las cocheras, donde mantenía mi televisión, mi equipo de música bueno, el portátil y demás accesorios del siglo xxi que dependen de una conexión con el mundo exterior. Aquello se debía a que La Locura estaba imbuida de unas defensas místicas (la terminología no es lo mío) que, al parecer, se debilitarían si metíamos un cable desde el exterior. No se me ocurrió sugerir una conexión por wifi porque tengo mis propios problemas con la seguridad de la señal y, además, me gusta tener un sitio que sea mío en su mayor parte.
Encendí la estufa de parafina que había encontrado en el sótano de La Locura después de que mi estufa eléctrica fundiera, por tercera vez, los viejos plomos de las cocheras. A continuación, asalté el armario de los snacks de emergencia y me dije a mí mismo que tenía que comprar comida para reponerlo y hacer una de estas dos cosas: limpiar mi pequeña nevera o declararla un peligro biológico. Aún quedaba café y medio paquete de galletas que realmente sabían a galleta de Marks & Spencer, así que decidí terminar con el papeleo antes de visitar la cocina de Molly.
Me llevó un par de horas terminar con la declaración del señor Huber y con mis observaciones sobre el posible cambio ocurrido en la personalidad de James Gallagher, como indicaba el cambio abrupto que mostraba su trabajo. Para mitigar el aburrimiento, busqué en Google a Ryan Carroll por si había algo interesante en la curiosidad que sentía James Gallagher por él. Su biografía era bastante escueta: nacido y criado en Irlanda y, hasta hacía poco tiempo, radicado en Dublín. Era conocido sobre todo por la construcción con Legos de unas granjas pequeñas techadas con viejas ediciones de los clásicos de la literatura irlandesa sacadas de las bibliotecas y cubiertas con una capa de caca de caballo. No parecía lo suficientemente cursi para el primer James Gallagher ni lo bastante retorcido para su etapa más tardía. Había un par de reseñas en algunas revistas online, todas del último par de meses, que ensalzaban su nuevo trabajo y una entrevista en la que Carroll hablaba de la importancia de reconocer la Revolución Industrial como un punto de ruptura entre el hombre como ser espiritual y el hombre como consumidor. Al haberse criado en Irlanda, haber sido testigo de primera mano del crecimiento del Tigre Celta* y haber experimentado su quiebra, Carroll ofrecía una visión única sobre el aislamiento del hombre y la máquina, o al menos eso es lo que Carroll creía. Su nueva obra tenía como objetivo principal desafiar la forma en la que percibimos la interrelación existente entre la figura humana y la máquina.
«Somos máquinas —decía en una de sus citas—. Convertimos la comida en mierda y hemos creado otras máquinas que nos permiten ser más productivos y convertir más alimentos en más mierda». Me dio la impresión de que se lo consideraba un hombre que habría que tener en cuenta en el futuro, aunque probablemente no mientras comieras. Añadí estos detalles al informe. No sabía qué tenía de significativo que un estudiante de arte planeara ir a una galería, pero la regla de oro del trabajo policial moderno es que todo es importante. Seawoll o, lo que era más probable, Stephanopoulos lo revisarían y decidirían si querían que se investigara.
Llamé al Equipo de Investigación Interna de AB, que es el que se encarga de la introducción de los datos, y les pregunté si podían mandarme por e-mail la declaración. Me dijeron que no había problema si les entregaba el original tan pronto como me fuera posible y lo etiquetaba correctamente. También me recordaron que, a no ser que La Locura tuviera un almacén de pruebas seguro, tendría que entregarle a la policía científica todo lo que hubiera recogido de la taquilla de James Gallagher.
—No se preocupen. Aquí estamos completamente seguros —les aseguré.
Me llevó otra media hora terminar los formularios y enviarlos, momento en el que Lesley me llamó para recordarme que teníamos que interrogar a nuestro sospechoso, el Pequeño Cocodrilo, ya que Nightingale se había marchado a Henley esa mañana, cuando había quedado claro que yo no iba a estar disponible. Tanto esfuerzo para poder ver a Beverley este año. Lesley quiso saber si a Nightingale le daría tiempo a estar de vuelta esa tarde.
—Es demasiado sensato para conducir en estas condiciones —dije.
Nos encontramos en las escaleras traseras, que estaban escondidas en la parte delantera de La Locura, y me siguió hasta al almacén de seguridad que teníamos abajo y que también servía como nuestro armero. Tras mi emocionante encuentro con el Hombre Sin Rostro en una azotea del Soho, Nightingale y nuestro amigo Caffrey, el exparacaidista, se divirtieron durante una semana retirando las armas y las municiones que se habían estado pudriendo allí dentro durante los últimos sesenta años. Me resultó especialmente agradable el momento en que abrí por accidente una caja de granadas de fragmentación que había estado sobre un charco desde 1946 y Caffrey elevó la voz dos octavas para decirme que me apartara despacio. Tuvimos que llamar a un par de tíos de la Unidad de la Desactivación de Artefactos Explosivos para que vinieran y se las llevaran, procedimiento que Lesley y yo supervisamos desde la cafetería que hay en el parque de enfrente.
El equipamiento que Caffrey había considerado apto para el uso se había limpiado y almacenado en unas estanterías nuevas a un lado y se habían instalado otras de metal en el otro para guardar las pruebas. Registré los objetos en el portapapeles que había allí y después Lesley y yo nos piramos al Barbican.
Capítulo 5
El Barbican
Tras la Segunda Guerra Mundial, aparte de Nightingale, los muertos vivientes y varios practicantes demasiado viejos o que no habían conseguido que los mataran en aquella última batalla estremecedora en los bosques cercanos a Ettersberg, no quedaba mucho de la hechicería inglesa. No estoy seguro del todo del porqué de la batalla, pero tengo mis teorías —los nazis, los campos de concentración, las ciencias ocultas—, muchas teorías. Solo Nightingale y un par de magos experimentados, muertos desde hacía tiempo, se habían mantenido activos; el resto había muerto de las heridas, se habían vuelto locos o habían renunciado a su vocación y llevaban una vida ordinaria. «Rompieron sus bastones», fue lo que dijo Nightingale.
Nightingale se había mostrado satisfecho con encontrar una salida: se retiraba a La Locura y solo se ausentaba para tratar las dificultades sobrenaturales ocasionales de Scotland Yard y las fuerzas policiales locales. Era un mundo nuevo de autopistas, superpotencias globales y bombas atómicas. Él, como la mayoría de las personas en el ajo, daba por sentado que la magia se desvanecía, que la luz estaba desapareciendo del mundo y que nadie, salvo él, hacía magia.
Resultó que estaba equivocado en casi todos los aspectos, pero cuando lo descubrió era demasiado tarde…, otra persona se había dedicado a enseñar magia desde los cincuenta. No sé por qué Nightingale se mostró tan sorprendido; yo apenas conocía cuatro hechizos y medio y nadie habría conseguido que lo dejara a pesar de algunos encontronazos cercanos a la muerte con vampiros, ahorcamientos, espíritus malignos, revueltas, un hombre tigre y el ineludible riesgo de pasarse con la magia y conseguir un aneurisma cerebral.
Hasta donde pudimos averiguar, Geoffrey Wheatcroft, un mago mediocre, según se dice, se había retirado después de la guerra para enseñar teología en el Magdalen College, en Oxford. En algún momento a mitad de los cincuenta, había financiado a un grupo que se reunía para cenar llamado los Pequeños Cocodrilos. Los universitarios pijos en los cincuenta y los sesenta se unían a estos grupos cuando no mantenían romances condenados al fracaso, espiaban a los rusos o inventaban las sátiras modernas.
Para animar las veladas, Geoffrey Wheatcroft le enseñó a un número elegido de sus jóvenes amigos las bases de la magia newtoniana, lo que no debería haber hecho, y entrenó al menos a uno de ellos hasta lo que Nightingale llamaba «nivel de maestría» —lo que sí que realmente no debería haber hecho—. En algún