de bingo del comportamiento sospechoso.
—Dios bendito —dijo—, es la poli. —Se dio cuenta de que Lesley llevaba una máscara y volvió a mirarla de forma exagerada—. Joven, ¿no cree que se está tomando el trabajo de ir de incógnito demasiado en serio? ¿Puedo ofrecerles un té? Varenka hace un té muy bueno, siempre y cuando les guste con limón.
—Pues da la casualidad de que sí que me tomaría una taza, oiga —dije. Si él iba a comportarse como un libertino de clase alta, yo no me quedé muy atrás con mi vocabulario de policía cockney.
—Siéntense, siéntense —dijo, y nos señaló un par de sillas colocadas junto a la mesa del comedor. Empujó él solo la silla de ruedas, se colocó enfrente y juntó las manos para que dejaran de temblar—. Ahora tiene que contarme lo que los ha hecho irrumpir en mi domicilio.
—No sé si está usted al tanto de esto, pero David Faber desapareció recientemente y nos estamos encargando de localizar su paradero —dije.
—Creo que nunca he oído hablar de ningún David Faber —dijo Woodville-Gentle—. ¿Es alguien famoso?
Abrí visiblemente la libreta y hojeé las páginas.
—Los dos fueron al Magdalen College de Oxford durante los mismos años: de 1956 a 1959.
—Eso no es correcto del todo —dijo Woodville-Gentle—. Yo asistí a partir de 1957 y, aunque mi memoria no es lo que solía ser, estoy bastante seguro de que me acordaría de un nombre como Faber. ¿Tienen alguna fotografía?
Lesley sacó una imagen de su bolsillo interior, una versión claramente coloreada de una fotografía en blanco y negro. En ella aparecía un hombre de pie, vestido con una chaqueta de tweed y con un corte de pelo ondulado verdaderamente antiguo, que se apoyaba sobre una anodina pared de ladrillo con una hiedra.
—¿Le suena de algo ahora? —preguntó Lesley.
Woodville-Gentle miró de reojo la fotografía.
—Me temo que no —dijo.
Me habría sorprendido si lo hubiera hecho teniendo en cuenta que Lesley y yo nos la habíamos bajado de una página de Facebook sueca. David Faber era completamente imaginario. Habíamos escogido un sueco porque era prácticamente imposible que cualquiera de los Pequeños Cocodrilos hubiera llegado a reconocerlo. Era una mera excusa para meter las narices en sus vidas sin alertar a ningún practicante de que íbamos tras ellos, si es que había alguno más.
—Nos habían informado de que pertenecían al mismo club social en Cambridge. —Volví a hojear mi libreta—. Los Pequeños Cocodrilos.
—Clubs vespertinos —dijo Woodville-Gentle.
—¿Disculpe?
—Se llamaban clubs vespertinos —dijo—, no clubs sociales. Eran una excusa para ir a cenar y beber en exceso, aunque me atrevería a decir que también realizamos obras de caridad y cosas por el estilo.
Varenka entró con el té al estilo ruso: negro con limón, en vaso. Cuando nos hubo servido, se colocó detrás de Lesley y de mí en un sitio en el que no podíamos verla sin volvernos. Eso es una especie de truco policial, y no nos gusta cuando la gente nos lo hace a nosotros.
—Oh, me temo que no hay pastel ni galletas en casa —dijo Woodville-Gentle—. Los médicos no me dejan comerlas, y tengo mucha más agilidad e ingenio a la hora de averiguar las cosas que no son buenas para mí de lo que ustedes podrían pensar.
Me tomé el té mientras Lesley le hacía algunas preguntas rutinarias. Woodville-Gentle se acordaba de los nombres de algunos coetáneos que sabía que habían sido miembros de los Pequeños Cocodrilos y de otros que creía que podrían haberlo sido. La mayoría de los nombres ya estaban en nuestra lista, pero nunca está de más corroborar la información. Sí que nos dio los de algunas universitarias a las que describió como «afiliadas»; de todo hay que sacar provecho. Pasados cinco minutos, comenté que había oído que desde la terraza se tenían unas vistas maravillosas y pregunté si podía asomarme. Woodville-Gentle me dijo que adelante, de manera que me levanté y, después de que Varenka me enseñara cómo se abría la puerta corrediza, salí. Le había dado unas palmaditas distraídas al bolsillo de la chaqueta cuando me había levantado. Llevaba una caja de cerillas dentro para parecer creíble, así que estaba convencido de que pensaban que había salido a fumar. Todo formaba parte del astuto plan de Lesley.
Las vistas eran extraordinarias. Me apoyé en la barandilla del balcón y miré hacia la cúpula de San Pablo, al sur, y hacia Elephant and Castle, al otro lado del río, donde el edificio conocido cariñosamente como la «Maquinilla de Afeitar Eléctrica» competía en importancia con el infame poema de hormigón y carencias de Stromberg: la Torre Skygarden. Y, a pesar de las nubes bajas, pude distinguir detrás de ellas las luces de Londres que se dispersaban sobre las colinas North Downs. Al darme la vuelta, pude ver directamente el caos del centro de Londres, donde, por un efecto de la perspectiva, se confundían la circunferencia del London Eye y la silueta picuda y gótica del palacio de Westminster. En todas las calles principales las luces de Navidad brillaban y se reflejaban en la nieve recién caída. Podría haberme quedado allí durante horas si no hubiera sido porque hacía tanto frío que se me estaban congelando las bolas y porque se suponía que debía ponerme a husmear.
La terraza tenía forma de ele: una parte ancha junto al salón, me imaginé que para tomar el té de la tarde bajo el sol, y después otro tramo mucho más estrecho y largo que recorría la longitud del piso. Gracias a los planos que nos había enviado un agente inmobiliario, sabíamos que todas las habitaciones, menos los baños y las cocinas, tenían puertas francesas que daban a la terraza y, como éramos policías, también sabíamos que la probabilidad de que estuvieran cerradas, a treinta pisos de altura, era remota. La terraza medía poco más de treinta centímetros y, aunque la barandilla me llegaba a la cintura, me mareaba si desviaba la mirada demasiado a la izquierda. Supuse que la enfermera dormía en el dormitorio más pequeño de los dos que había, así que seguí avanzando hasta el final de la terraza, que terminaba en una puerta de salida de emergencia. Me puse los guantes e intenté abrir las puertas francesas, que se abrieron con un silencio alentador. Entré.
La puerta del dormitorio estaba abierta, pero la luz del pasillo del fondo estaba apagada, así que la habitación estaba demasiado oscura para ver nada. Pero no estaba allí para usar los ojos. Había un olor rancio a enfermo mezclado con polvo de talco y, extrañamente, con Chanel número 5. Respiré profundamente e intenté percibir algún vestigium.
No había nada, o al menos nada que resultara evidente.
No tenía tanta experiencia como Nightingale, pero estaba dispuesto a apostar que no había ocurrido nada relacionado con la magia en ese piso desde que lo construyeron.
Decepcionado, me moví despacio hasta que pude ver la puerta, el pasillo entero y el salón en el que Lesley seguía haciendo sus preguntas. Era obvio que había conseguido captar la atención de Woodville-Gentle: el viejo estaba inclinado hacia delante en su silla y miraba, para mi sorpresa, a lo que me di cuenta que era el rostro descubierto de Lesley. Varenka también parecía fascinada; escuché que preguntaba algo y vi que la boca deforme de Lesley le contestaba. Como último recurso, Lesley había bromeado con que podría quitarse la máscara para crear una distracción, pero nunca pensé que llegaría a hacerlo. Woodville-Gentle alargó el brazo con un gesto vacilante y delicado, como si quisiera tocar la mejilla de Lesley, pero ella echó la cabeza hacia atrás y volvió a ponerse la máscara torpe y rápidamente.
De repente noté que Varenka, que había estado de pie a un lado observando, se había dado la vuelta para mirar por el pasillo y la habitación principal. Me quedé completamente quieto; estaba escondido en las sombras y estaba seguro de que, si no me movía, no podría verme.
Volvió la cabeza para decirle algo a Woodville-Gentle y se apartó unos pasos, de modo que desapareció de mi vista. Un tanto para el pequeño ninja de Kentish Town.
—Las cosas que tengo que hacer para que no te metas en líos… —dijo Lesley mientras íbamos en el