Ben Aaronovitch

Susurros subterráneos


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miré a los ojos.

      —Sí —respondí—, mis poderes místicos especiales.

      —Está bien —dijo Seawoll—. Así que a nuestra víctima la apuñalaron en el túnel con un pedazo de cerámica mágica, se tambaleó por las vías en busca de ayuda, subió al andén, se desplomó y se desangró.

      Sabíamos la hora exacta de la muerte: la una y diecisiete minutos de la mañana, porque conseguimos todo el material de las cámaras de vigilancia. A la una y catorce minutos, las imágenes mostraban el borrón de su cara pálida mientras subía al andén, los bandazos que dio mientras intentaba ponerse en pie y aquel terrible derrumbe final, aquel desplome lateral: la rendición.

      Cuando detectaron a la víctima en el andén, el jefe de la estación tardó menos de tres minutos en llegar hasta él, pero, como dijo el propio jefe de la estación, estaba completamente fiambre cuando lo encontró. No sabíamos cómo había entrado en el túnel ni tampoco cómo había salido su asesino, pero, al menos, cuando los forenses procesaron su cartera, supimos de quién se trataba.

      —Oh, mierda —dijo Seawoll—. Es estadounidense. —Me pasó una bolsa de pruebas con una tarjeta plastificada dentro. En lo alto se leía: «Estado de Nueva York», debajo ponía: «Carné de circulación», y después había un nombre, una dirección y la fecha de nacimiento. Se llamaba James Gallagher, venía de una ciudad llamada Albany, en Nueva York, y tenía veintitrés años.

      Tuvimos una pequeña discusión sobre qué hora exacta sería en Nueva York antes de que Seawoll enviara a uno de los agentes mediadores a contactar con la Jefatura de Policía de Albany. Esta ciudad es la capital del estado de Nueva York, cosa que yo no supe hasta que Stephanopoulos me lo dijo.

      —El alcance de tu ignorancia es realmente perturbador, Peter —dijo Seawoll.

      —Bueno, nuestra víctima estaba sedienta de conocimiento —dijo Stephanopoulos—. Estudiaba en St. Martin’s College.

      Había una tarjeta del Sindicato Nacional de Estudiantes en la cartera, un par de tarjetas de visita a nombre de James Gallagher y lo que esperamos que fuera su dirección en Londres: unas caballerizas antiguas convertidas en viviendas al lado de Portobello Road.

      —Me encanta cuando nos lo ponen fácil —dijo Seawoll.

      —¿Tú qué crees? —preguntó Stephanopoulos—. ¿La casa, su familia o sus amigos primero?

      Me había quedado callado hasta ese momento y, sinceramente, habría preferido escabullirme y marcharme a casa, pero no podía ignorar el hecho de que a James Gallagher lo habían matado con un arma mágica. Bueno, o con un fragmento de cerámica mágica al menos.

      —Me gustaría echarle un vistazo a su casa —dije—. Por si acaso era un practicante.

      —Practicante, ¿eh? —preguntó Seawoll—. ¿Así es como los llamáis?

      Volví a quedarme en silencio y Seawoll me dirigió una mirada de aprobación.

      —Está bien —dijo—. Primero la casa, reunid a cualquier familiar y a los amigos y haced una línea temporal. La Policía Británica de Transporte va a traer a varios agentes para que limpien los túneles.

      —Al Servicio de Transportes de Londres no le va a hacer gracia —dijo Stephanopoulos.

      —Mala suerte para ellos, ¿no?

      —Deberíamos decirles a los forenses que el arma homicida puede ser un resto arqueológico —dije.

      —¿Arqueológico? —preguntó Seawoll.

      —Podría serlo —respondí.

      —¿Es tu opinión profesional?

      —Sí.

      —Que, como es habitual —dijo Seawoll—, es tan útil como una chocolatera.

      —¿Quiere que llame a mi jefe para que venga? —pregunté.

      Seawoll frunció los labios y me asusté al darme cuenta de que realmente estaba considerando la posibilidad de traer a Nightingale. Aquello me molestó, porque significaba que no confiaba en mí para hacer el trabajo, y me inquietó, porque había habido algo reconfortante en la resistencia que sentía Seawoll hacia cualquier clase de «magia de mierda» que vulnerara sus investigaciones. Si empezaba a tomarme en serio, entonces la presión recaería sobre mí.

      —He oído que Lesley se ha unido a tu gente —dijo.

      Un cambio de noventa grados en el tema de conversación; un truco clásico de policía. No funcionó, porque yo había practicado la respuesta para esa pregunta desde que Nightingale y el comisario llegaron a otro «acuerdo».

      —No de forma oficial —dije—. Está de baja indefinida.

      —Menudo desperdicio —comentó Seawoll mientras sacudía la cabeza—. Es suficiente como para hacerle a uno llorar.

      —¿Cómo quiere hacerlo, señor? —pregunté—. ¿AB se encarga del asesinato y yo de… las… otras cosas? —AB eran las siglas de la comisaría de Belgravia, donde tenía base la Brigada de Homicidios de Seawoll (a los policías no nos gusta utilizar palabras de verdad cuando podemos optar por un poco de jerga incomprensible en su lugar).

      —¿Después de cómo funcionó la última vez? —preguntó Seawoll—. Ni de coña. Trabajarás fuera de nuestro centro de coordinación como miembro del equipo de investigación. De esa forma podré tenerte vigilado.

      Miré a Stephanopoulos.

      —Bienvenido al escuadrón de homicidios —dijo.

      Capítulo 3

      Ladbroke Grove

      Scotland Yard tiene un enfoque muy claro con respecto a las investigaciones por asesinato: el instinto del detective o las intrincadas deducciones lógicas del sabio investigador no están hechas para ellos. No. Lo que a Scotland Yard le gusta hacer es mandar a una burrada de efectivos adonde esté el problema y deteriorar todas las posibles pruebas hasta que estén exhaustos, se coja al asesino o el jefe de la investigación muera de viejo. Como resultado, las investigaciones de los asesinatos no las dirigen los inspectores con problemas de pareja, alcohol o mentales, sino un puñado de agentes aterradoramente ambiciosos que se encuentran en el primer arrebato de locura de sus carreras. Así que, como puedes ver, encajo a la perfección.

      Hacia las cinco y veinte de la mañana, al menos treinta de los nuestros se habían reunido en Baker Street, de modo que salimos hacia Ladbroke Grove en masa. Un par de agentes vinieron en el coche conmigo mientras Stephanopoulos nos seguía en un Fiat Punto de cinco años de antigüedad. Conocía a una de los detectives que iban en mi coche. Se llamaba Sahra Guleed y una vez estrechamos lazos en el Soho con un cuerpo al lado. También había sido una de los agentes que participaron en la redada del club de striptease del doctor Moreau, de manera que era una buena elección para cualquier cosa extraña.

      —Me encargo de mediar con la familia —dijo mientras se subía al asiento del copiloto.

      —Me alegro de no ser tú —dije.

      Un agente rollizo con el pelo rubio vestido con un traje arrugado se presentó cuando se montó detrás.

      —Soy David Carey —dijo—. También mediaré con la familia.

      —Por si acaso fuera una familia grande —dijo Guleed.

      Siempre es importante contactar deprisa con los familiares de la víctima, en parte porque es una buena costumbre darles la noticia antes de que la vean en televisión y en parte porque nos hace parecer eficientes, pero, sobre todo, porque queremos verles la cara cuando escuchan la noticia. Fingir auténtica sorpresa, un shock o pena puede resultar difícil.

      No me gustaría estar en el pellejo de Guleed y Carey.

      Notting