el carácter viral de las microagresiones y por qué, al decir de Mac Donald, constituyen una farsa67. Según los autores, «el poder de las microagresiones raciales reside en su invisibilidad para el perpetrador y, a menudo, para el receptor». La mayoría de los estadounidenses blancos, agregan, «se consideran a sí mismos seres humanos buenos, morales y decentes que creen en la igualdad y la democracia. Por lo tanto, les resulta difícil creer que poseen actitudes raciales sesgadas y pueden participar en comportamientos que son discriminatorios»68. Pero si eso es así, ¿cómo saber entonces cuando ha existido una microagresión? Simple: cuando la supuesta víctima, en este caso alguien perteneciente a la minoría étnica afroamericana, lo diga. No importa que el blanco sea tolerante y esté convencido profundamente de la igualdad de todos, su falsa conciencia racial lo llevará a actuar de una manera que le resulta invisible a él, aunque menos invisible a su víctima. Así, el concepto permite que literalmente cualquier cosa que la mera subjetividad de un individuo considere ofensiva pueda presentarse como una agresión que merece castigo para el que la realiza y reparo para el que la sufre, con lo cual regresamos al tipo de paranoia que se apoderó de Salem. El delirio de esta teoría llega a tal punto que, según los autores, incluso aspectos ambientales como exponer a una persona de color a una oficina con una decoración determinada puede ser considerada una microagresión. Dicho en sus palabras, «la identidad racial de una persona puede minimizarse o hacerse insignificante mediante la simple exclusión de las decoraciones o la literatura que representa a varios grupos raciales»69. Otros ejemplos de microagresión, según los autores, ocurrirían cuando un profesor blanco no nota que un alumno de color está en la clase —no si se ignora a un alumno blanco—, cuando un supervisor blanco conversa con un empleado de color y evita contacto visual y cuando un empleador blanco le dice a una persona afroamericana que «el más calificado debería obtener el trabajo independientemente de su raza»70. El listado de ofensas se vuelve todavía más increíble. Según los autores, si se le pregunta a un afroamericano inocentemente de qué país viene, se está asumiendo que no es estadounidense y por tanto agrediéndolo. Del mismo modo, si se le dice que Estados Unidos es un «melting pot» —una mezcla de todos los grupos— se le está atacando porque es una insinuación de que debe asimilarse a la «cultura dominante». En la misma lógica, si un taxi pasa sin detenerse frente a una persona de color y toma más adelante a una blanca, se está sugiriendo que «las personas de color son sirvientes de los blancos»; si un colegio o universidad tiene edificios que llevan el nombre de «hombres heterosexuales blancos de clase alta», se está diciendo a la gente de color que «no pertenecen ahí y que no pueden tener éxito», y si las películas o shows de televisión tienen predominantemente personas blancas, se les está señalando «tú no existes»71. En todos esos casos y muchos otros que los autores mencionan se producen «microasaltos», «microinsultos», «microinvalidaciones» o «microinequidades».
Como era previsible, el concepto de microagresiones se ha extendido, abarcando todo tipo de minorías étnicas y sexuales que rápidamente declaran sentirse ofendidas por cualquier expresión calificada de homofóbica, transfóbica, islamofóbica y así sucesivamente, creando un ambiente tóxico en el que resulta imposible convivir sin miedo de ser denunciado en cualquier momento por cualquier cosa por grupos que autoproclaman su calidad de víctimas. Esta ha sido la conclusión de los sociólogos Bradley Campbell y Jason Manning, quienes han sostenido que la teoría y práctica de las microagresiones ha conducido a un profundo cambio en la moral de los campus universitarios dando paso a lo que denominan «cultura del victimismo». Campbell y Manning explican que en sociedad los conflictos surgen cuando cierto tipo de conductas son consideradas injustas o inmorales y que al hacerlo requieren de una respuesta, es decir, de alguna forma de control social. Ahora bien, existen básicamente dos formas de respuesta, dependiendo de si se trata de culturas basadas en la dignidad o el honor, que son los dos tipos básicos de organización social. En las primeras hay tolerancia al insulto y las personas «pueden ser criticadas por ser demasiado sensibles y reaccionar demasiado a los desaires», y en los casos graves de agresión —robo, violencia, etc.— se recurre al sistema legal, ya que la justicia por mano propia es mal vista. En las culturas de honor, en cambio, los insultos exigen una respuesta seria, pues hay una baja tolerancia a la ofensa y la búsqueda de justicia suele tomar la forma de venganza violenta, pues «apelar a las autoridades es más estigmatizado que tomar los asuntos en sus propias manos»72.
El caso de las microagresiones, explican Campell y Manning, es otra forma de buscar control social por parte de quienes se sienten agraviados y que en nuestra cultura suelen utilizar las redes sociales y el internet de modo de obtener apoyo y causar el mayor daño posible a las personas que supuestamente los han afectado. Otra de las características de estos grupos de inquisidores es que se preocupan de ofensas contra «minorías o culturas menos poderosas», no de ofensas contra grupos étnicos «históricamente dominantes como los blancos o grupos religiosos históricamente dominantes como los cristianos»73. En este tipo de ambiente, agregan, el victimismo es considerado una «virtud», lo que crea incentivos sistémicos para que las personas pertenecientes a estos grupos no dominantes se presenten como tal:
Cuando las víctimas publican microagresiones […] se presentan a sí mismas como oprimidas por los poderosos, como dañadas, desfavorecidas y necesitadas […] Ciertamente, la distinción entre agresor y víctima siempre tiene un significado moral, lo que reduce el estatus moral del agresor. Pero en entornos como los que generan los catálogos de microagresión, donde los delincuentes son los opresores y las víctimas son los oprimidos, también se eleva el estatus moral de las víctimas. Esto solo aumenta el incentivo para dar a conocer las quejas, y significa que las partes agraviadas son especialmente propensas a resaltar su identidad como víctimas, enfatizando su propio sufrimiento e inocencia. Sus adversarios son privilegiados y culpables, pero ellos mismos son dignos de compasión e inocentes74.
A través de la publicación de supuestas microagresiones, se genera así una cultura que pretende conseguir control social presentando pequeños agravios como manifestaciones de un sistema social estructuralmente injusto75. Las redes sociales y la creación de burocracias universitarias —y gubernamentales— para lidiar con estas supuestas ofensas potencian y avalan la idea de que el estatus moral depende de lograr hacerse ver como oprimido, marginado o excluido al darles cabida institucional a esos reclamos76.
Para Cambpell y Manning, la «cultura del victimismo» se caracteriza precisamente por combinar el elemento ultrasensible de las culturas de honor tribal con la recurrencia a terceros típica de las culturas de la dignidad. Con ello, las autodeclaradas víctimas consiguen oprimir efectivamente a mayorías u otros grupos acumulando poder, estatus social e ingresos económicos inmerecidos. Pero la cultura del victimismo es aún más perversa, pues se refuerza a sí misma. Dado que en las sociedades humanas el estatus moral se encuentra correlacionado con el social y en vista de que la calidad de víctima no se puede conseguir por mérito o virtud propia, pues este siempre depende del trato ajeno, lo que se termina creando es un sistema donde se debe permanentemente denunciar a ese otro para conseguir el mayor estatus: «Si quiere ser estimado en una cultura de victimismo —escriben Campbel y Manning— puede presentarse como débil y con necesidad de ayuda, puede representar el comportamiento de los demás hacia usted como perjudicial y opresivo, e incluso puede mentir sobre ser víctima de violencia y otras ofensas». Como consecuencia, agregan, «la cultura de la víctima incentiva el mal comportamiento»77. Esto ya que no le convendría dejar de ser víctima, pues perdería el estatus social que dicha identidad le confiere. Los demás, en tanto, o se someten a la voluntad de las supuestas víctimas reconociendo su culpabilidad o serían identificados con la opresión. Ello es particularmente cierto en el contexto en que se plantea el victimismo actual, pues, como hemos visto, este no se refiere a la agresión de un individuo sobre otro, sino a la opresión sistemática de un grupo sobre otros grupos. En esta cosmovisión, los hombres blancos son opresores solo por ser blancos, y los demás son víctimas solo por ser de color. Los mismo ocurriría con latinos, mujeres, homosexuales, transexuales, etc. Como resultado, el nuevo ser despreciable, sospechoso permanente de inmoralidad es el hombre blanco heterosexual al que se puede discriminar porque ello es, según Cambpell y Manning, incluso «celebrado» en algunos casos78. Que un medio emblemático como The New York Times haya incluido en su comité editorial a Sarah Jeong prueba el punto anterior. Jeong había tratado a los blancos en Twitter como «idiotas» que «marcan el internet