Bruno Bimbi

El fin del armario


Скачать книгу

la misma manera que los héteros, sin que eso sea un tema, sin que nadie piense que hay que elegir y que una “elección” es mejor que otra. La idea de “asumirse” o “salir del armario” será entonces un anacronismo.

      Del mismo modo que ahora los zurdos aprenden, desde chicos, a escribir con la mano izquierda y a ningún padre o maestro le parece que eso sea anormal. Cuando terminemos de enterrar los prejuicios, la mayoría de los textos de este libro serán incomprensibles, raros, como cuando nos cuentan que, hace no tanto tiempo, las mujeres no podían votar.

      En 1992, dos artículos de Associated Press desencadenaron titulares en diarios de todo el mundo anunciando un sorprendente descubrimiento: los científicos Steven Pinker, del MIT, y Myma Gopnik, de la Universidad McGill, habían descubierto el “gen de la gramática”. El primer artículo, de James J. Kilpatrick, aseguraba que Pinker y Gopnik habían logrado, al fin, encontrar al gen culpable por el bajo rendimiento de muchos alumnos en las clases de gramática de las escuelas y aventuraban que, si las investigaciones continuasen, pronto serían descubiertos el gen que nos hace tener buena o mala caligrafía y el que nos impulsa a leer libros. El segundo artículo, de Erma Bombeck, contaba que su marido había sido profesor de inglés en una escuela y proponía, como explicación para su sufrimiento, que sus alumnos debían ser “37 deficientes del gen de la gramática”, ya que no sabían ni usar las comas.

      Lo que vino después fue aún peor. La repercusión de la noticia en radio y televisión, dice Pinker en su libro El instinto del lenguaje, fue “una rápida lección de cómo los descubrimientos científicos son desvirtuados por periodistas que trabajan bajo presión”. Lo que realmente había pasado era que, en un evento académico, Gopnik –y no Pinker, que apenas moderaba la mesa y se encargó de presentarla– había expuesto las conclusiones de una investigación sobre el Trastorno Específico del Lenguaje, corroborando la vieja sospecha de que fuese hereditario. Esta lingüista y varios genetistas habían estudiado a una familia inglesa, identificada como los K., en la que el trastorno había pasado de un hombre a cuatro de sus cinco hijos y once de sus veintitrés nietos. Todos ellos tenían resultados normales en la parte no-verbal de los test de inteligencia, pero presentaban dificultades para hablar y lo hacían lentamente, buscando las palabras y cometiendo errores, por ejemplo, en el uso de pronombres, sufijos de plural y terminaciones de los verbos en tiempo pasado. La posibilidad más plausible, según los investigadores, era que el problema fuese causado por un único gen.

      Eso no significaba, como había sido publicado en los medios, que se hubiese descubierto el gen que “controla la gramática”, sino apenas que era probable que existiese uno capaz de perjudicar aspectos de su adquisición. Y, claro, no estamos hablando de la gramática que se enseña en la escuela, ni del análisis sintáctico de oraciones, la ortografía o la puntuación cuando se escribe, ni mucho menos de nociones normativas –y equivocadas– sobre “hablar correctamente”, sino de un término técnico de la lingüística que se refiere, dicho de manera simple, a la capacidad de conversar con otra persona en nuestra lengua materna. Nadie había entendido nada.

      Algo parecido sucedió a mediados de 2019, amplificado por las redes sociales, con la enorme confusión en torno del “gen gay”, a partir de un trabajo publicado en la revista Science. Todos los artículos y comentarios pusieron el acento en la hipótesis –que el estudio descartaba– de que exista un único gen responsable por la homosexualidad. Y, como si se tratara del trabajo de Myma Gopnik sobre el Trastorno Específico del Lenguaje, muchos parecían estar buscando la causa de un defecto o patología. Así, no solo se equivocaban algunas respuestas, sino principalmente las preguntas que quedaban subentendidas cuando la cuestión se planteaba de esa forma, que sería como preguntarse cuál es el defecto que lleva a los negros a ser negros, en vez de cuáles son las causas de la variación en la pigmentación de la piel en los seres humanos.

      Durante mucho tiempo, la homosexualidad fue investigada por la ciencia de ese modo, como algo que estaba mal, un desvío del camino considerado natural. Así, lo que se buscaba era la causa de la homosexualidad, mientras que nadie se preguntaba la causa de la heterosexualidad, que se tenía como algo dado. Las respuestas nacidas de esa perspectiva descartaban, en general, la biología: la psicología freudiana creía que la homosexualidad era causada por traumas infantiles nacidos de la relación con los padres, los psicólogos conductistas creían que era un mal comportamiento aprendido –y que por lo tanto podría desaprenderse y también evitarse– y las iglesias la consideraban una elección voluntaria, consciente y pecaminosa de los individuos, un estilo de vida inmoral, guiado por la maldad de Satanás, que debía ser condenado.

      El avance de la ciencia de la sexualidad humana ha descartado todas esas hipótesis contaminadas de prejuicios e ignorancia, sobre las que no existe ninguna evidencia empírica, pero también descartó la pregunta que las guiaba, así resumida por Simon LeVay, uno de los mayores especialistas en el tema: What’s wrong with gay people? Hoy, la ciencia no ve a la homosexualidad como algo que está mal, sino como una de las posibles orientaciones sexuales, y no se pregunta cuál es la causa de la homosexualidad, sino cómo llega cada persona –y también individuos de diferentes especies animales– a tener una orientación sexual, sea cual fuere.

      En su libro Gay, Straight and the Reason Why, LeVay resume las respuestas que podemos dar actualmente a esta nueva pregunta, citando para ello decenas de estudios publicados en las últimas décadas por científicos de diversas disciplinas, de universidades y centros de investigación de todo el mundo, cuyas conclusiones parecen apuntar en la misma dirección. No hay una única causa, un único gen, un único evento o característica biológica a la que podamos atribuir la orientación sexual de cada individuo –sea gay, hétero o bi– o por los que podemos preverla, pero la ciencia ya sabe que la orientación sexual es un aspecto del género –nos referimos aquí apenas a la noción biológica de género– que emerge durante nuestro desarrollo prenatal como consecuencia de la diferenciación sexual del cerebro. Si alguien será gay, hétero o bisexual depende en gran medida de ese proceso biológico que ocurre antes de nuestro nacimiento, aún en el útero materno, y en el que intervienen diversos genes, hormonas y el sistema cerebral en desarrollo, influenciado por ambos.

      Claro que el lenguaje, en este caso, puede jugarnos una mala pasada, porque cuando decimos que de esos procesos biológicos prenatales dependerá si ese futuro bebé será un adulto “gay, hétero o bi”, no nos referimos al significado social de esas palabras, es decir, a su identidad sexual como un aspecto constitutivo del self, ni a su salida del armario, ni siquiera a su comportamiento sexual efectivo, que dependen de muchos otros factores que no tienen que ver con la biología, sino con la cultura, las relaciones sociales, la religión o la política. Lo que la biología va a determinar es si a esa persona van a gustarle los hombres o las mujeres, si va a sentir atracción sexual y afectiva por personas del mismo o de diferente sexo –y si tendrá otras características de su biología y su personalidad asociadas a ello–, más allá de lo que luego haga con su vida.

      Nuestro comportamiento sexual, la vida que elegimos tener y la manera en que nos identificamos socialmente como gays o héteros –con los significados culturales, sociales y políticos que ello tiene– son cuestiones que no dependen de la biología y están condicionadas por nuestra personalidad y por el mundo en el que vivimos, en el que la orientación sexual no es algo trivial. Por eso es importante entender la diferencia entre atracción, deseo, comportamiento e identidad: si pensamos en un taxi boy que tiene relaciones sexuales con hombres por dinero, un preso que lo hace apenas mientras está en la cárcel aunque le gustan las mujeres, un hombre que se siente atraído por hombres pero se casa con una mujer por presión social y vive su homosexualidad a las escondidas u otro que se mete a cura y acepta el celibato –sin tener en cuenta a los que abusan de niños–, estamos ante situaciones que no tienen que ver con los genes, las hormonas ni nada de eso. Tampoco es biológica la rebelión política y social que nos llevó a los homosexuales a ser gays, ni el orgullo, ni la lucha por los derechos civiles, ni la forma en la que vivimos nuestra sexualidad en cada parte del mundo.

      Pero la biología sí está por detrás de nuestra atracción sexual y afectiva, que no elegimos ni podemos cambiar y que está presente desde nuestra infancia, pasando por distintas etapas de maduración a medida