Bruno Bimbi

El fin del armario


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vamos a tomar algo.

      Y yo, que ya estaba preparándome para el golpe, recuperé el aliento a la velocidad de la luz y fuimos, y tomamos algo, y hablamos, y nos conocimos otra vez, y me dijo que nunca había hablado de esa forma, tanto tiempo, con un desconocido por un chat, y por qué no me llamaste…

      El boliche cerró y nos fuimos caminando. Era la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Brasil; el consulado abría a las ocho y fuimos juntos. Votó por el candidato que yo quería y llegamos a la parada del colectivo. No me invitó a su casa en ese momento, como yo hubiese querido, pero dejó una puerta abierta:

      –Me liga, hein!

      Unos días después nos volvimos a ver. Había tenido sexo muchas veces en mi vida: ya había llegado al punto en que no tenés idea de cuántas. Parece una tontería, pero unos años atrás llevaba la cuenta, ¿lo harán todos al principio? Pero esa noche hice el amor por primera vez. Y cuando estábamos en la cama me cantó una canción de Caetano Veloso que todavía me eriza un poco la piel cuando la escucho, y lo hicimos varias veces más, en varias partes de la casa, y cuando le dije que era la cosa más linda que había visto en mi vida me dijo:

      –Quem, você?

      Y me enamoré en portugués, por primera vez.

      Lo que vino después no es parte de esta historia. Tuvo momentos muy lindos y otros muy tristes. Momentos que nunca olvidaré y otros que prefiero no recordar. Después del amor y el desamor, nos quedó una amistad que hasta el día de hoy sigue siendo muy fuerte. Y empecé a escuchar más canciones de Caetano, y de otros. Y un tiempo después fuimos juntos a su pueblo, ya como amigos, y pude tocar ese bote con mis manos, y estaba igual que en la foto: el mar, el puerto, nosotros bajo el sol de ese hermoso país, tomando coco helado y caminando con los pies descalzos.

      Volvimos a Buenos Aires y, poco tiempo después, empecé a estudiar portugués. Ahora sé que jamás podría explicar en español quanta saudade tenho desses dias.

      En mi curso de portugués de la Casa do Brasil había cuatro mujeres y tres varones, y enseguida me di cuenta de que uno de ellos era gay. Fui el único que lo notó. Debe ser un sexto sentido, no sé. “Gaydar”, le dicen, como aquella página de contactos que perdió terreno frente a las aplicaciones para celulares.

      Era una de las primeras clases y estábamos aprendiendo cómo saludar, presentarse y hacer las preguntas más simples: cómo te llamás, de dónde sos, de qué trabajás, qué estudiás, dónde vivís, casado o soltero, hijos, novi… Y ahí vino la parte confusa, graciosa.

      Muito engraçada.

      Ni se le iba a ocurrir que en su clase había uno. O dos.

      El profesor le preguntó a mi compañero:

      –Daniel, você tem namorada?

      El chico no notó el detalle: esa a final.

      –Sim, eu tenho namorado.

      Si no fuera porque en los cursos de idiomas se insiste con esa forma mecánica de repetir frases que nadie usa en la vida real, no habría pasado nada. Nadie respondería, en español: “Sí, yo tengo novio/a”, usando la oración completa. En una situación normal, el chico habría respondido apenas “sí”, o, en portugués, tenho. Todos se rieron, pensaron que era un problema fonético. Todos menos Daniel. Era una de las primeras clases y aún no nos acostumbrábamos a que la letra o al final de una palabra se pronunciara como u, y cosas así. La mayoría creyó que Daniel había pronunciado mal.

      El profesor, sin dejar de reírse, insistió:

      –Olha só… Daniel, presta atenção: você tem namorada?

      –Sim, eu tenho namorado.

      Daniel seguía sin entender en qué se había equivocado. Él también pensó que habría fallado en la fonética de alguna palabra, pero ¿cuál? No era un coming out, simplemente había respondido con naturalidad, sin pensarlo, porque el uso de un idioma extranjero al que aún no estaba habituado le había hecho bajar la guardia que le hubiera impuesto el armario ante esa pregunta en su lengua materna. Se había olvidado de mentir.

      Todos volvieron a reírse y el profesor insistió:

      –Daniel, você está falando errado, me escuta bem: vo-cê-tem-na-mo-ra-da?

      El énfasis en la última sílaba hizo que por fin Daniel entendiera.

      –Ah, sí… eh… eu tenho namorada –respondió en portuñol, sin convicción y un poco avergonzado.

      –Muito bem! –exclamó el profesor y, dirigiéndose a una de las chicas, preguntó:

      –E você, Aldana, tem namorado?… ou namorada?

      Todos rieron de nuevo.

      –Não.

      Después de mentir, Daniel no volvió a hablar. No parecía tener ganas de seguir ahí. Era evidente que no había querido decir que tenía novio, simplemente había respondido sin pensar, pero tampoco le había gustado tener que decir, al final, que tenía novia.

      Cuando el profesor me preguntó a mí, tuve que contestar la verdad:

      –Eu estou sozinho.

      Pero me quedé con ganas de mentir y decir que tenía namorado, como Daniel. La cosa quedó flotando y después, a solas, le pregunté:

      –Seu namorado é bonito?

      Recordé esta historia porque habla de algo que nos pasa cotidianamente. En un librito que leí hace mucho, el autor decía que ningún heterosexual podría entender el esfuerzo mental que demanda esconder lo que uno es, y proponía un ejercicio: que, durante un día entero, el lector heterosexual intentara no hacer ningún comentario, no decir nada, no responder ninguna pregunta, no demostrar nada que, directa o indirectamente, por acción u omisión, revelara su orientación sexual. Es imposible. Y sin embargo, para muchas personas gay y lesbianas es un esfuerzo de todos los días.

      Eso es el armario.

      Afortunadamente, poco a poco, cada vez menos gente vive ahí dentro.

      Quizá un día nadie lo necesite, ojalá.

      Daniel no volvió al mes siguiente y yo acabé viviendo diez años en Río de Janeiro. No nos volvimos a ver. El profesor, con el que nos hicimos amigos, me pidió que le recomendara libros de escritores argentinos y, entre otros, le propuse …y un día Nico se fue, de Osvaldo Bazán. Unos meses después de aquella clase hizo un asado en su casa –cada vez más argentinizado– y me invitó. Yo estaba de novio y fui con mi chico. La pasamos muy bien. Estoy seguro de que nunca más corrigió a un alumno por decir que tiene namorado.

      Laura pide turno con el ginecólogo. Llega temprano y, cuando la llaman por su apellido, entra al consultorio. Es su primera vez con ese médico, que pregunta:

      –¿Vos usás anticonceptivos o tu marido usa preservativo? Oh, no te pregunté si estás casada.

      Laura no está casada. Y en la época de la consulta, aunque hubiese tenido una pareja estable, aún no se habría podido casar, porque la ley no lo permitía. Tampoco tomaba anticonceptivos, pero su pareja no hubiera podido embarazarla. El doctor da por sobreentendido que Laura es heterosexual y, por lo tanto, no se le ocurre que pueda necesitar otra forma de cuidarse.

      Ella quiere preguntarle al ginecólogo cómo prevenir algunas infecciones de transmisión sexual, hablar sobre el contagio del VIH entre