derechos humanos en el país, de “desagradable viejo libertino con una carrera de más de cuarenta años de homosexualidad”. Pero la mayoría del pueblo no se entera de esas cosas.
Cuando terminó el servicio militar, en 1982, Jang se casó con una mujer, como hacen todos los varones del país, inclusive los homosexuales, la mayoría sin saber que lo son. Fue un matrimonio arreglado, con una profesora de matemáticas, y en la noche de bodas él no sabía qué hacer. Cuando se fueron los invitados y, por primera vez, quedaron a solas y vio su cuerpo desnudo, apagó la luz y comenzó a pensar en la figura de Seon-chel. “Él estaba sonriendo, era una sonrisa brillante”, y Jang no lograba sacársela de la cabeza. Pero al abrir los ojos, quien estaba a su lado era su esposa. Él había aceptado ese matrimonio porque todo hombre debía aceptarlo: la vida era así, como las fórmulas matemáticas que ella enseñaba en la escuela, implacable: un hombre más una mujer era igual a hijos e hijas. Era algo dado, natural, incuestionable; pero él se sentía desesperado. “No conseguía ponerle un dedo encima a mi esposa”, cuenta en su autobiografía.
Como el tiempo pasaba y no tenían hijos, sus familiares comenzaron a presionarlos para que vieran a un médico, tal vez uno de ellos fuese estéril, pero no. Claro que no, ese no era el problema, sino otro: en nueve años nunca habían tenido sexo. Jang pidió el divorcio, pero el gobierno se lo negó, y su esposa le pedía por favor que no la dejara, porque tenía miedo de perder su empleo de profesora si se separaba. Su vida se transformó en una prisión sin barrotes y Jang no entendía, no sabía por qué se sentía así. Cuando su amigo Seon-chel salió del ejército, se reencontraron y comenzaron a visitarse con frecuencia. Él también estaba casado, con una enfermera, y tenía dos hijos pequeños. A veces, cuando las familias se reunían, ellos dormían juntos, sólo dormían; sus esposas lo permitían porque creían que era una costumbre de la infancia. Él no sabía qué era, pero no soportaba más esa vida sin esperanzas para sí y quería librar a su esposa de un matrimonio sin amor.
Por eso escapó, cruzó el río, volvió, atravesó la frontera a pesar de las minas y la vigilancia y los peligros, y soportó cinco meses de interrogatorios de la policía surcoreana hasta que pudo empezar una nueva vida. Y ahora estaba ahí, pero todavía no sabía bien qué significaba todo eso. ¿Para qué estaba ahí? ¿Qué quería?
Todavía no acertaba a ponerle nombre.
Su vida era difícil, como la de cualquier inmigrante pobre: le costó conseguir trabajo y comenzó a ganarse la vida haciendo la limpieza de un edificio en Seúl, doce horas por día, cargando el estigma de los desertores del Norte; pero algo muy importante que no tenía que ver con sus problemas materiales estaba por cambiar. Un día de 1998, finalmente, en una Corea del Sur donde la discriminación contra los homosexuales también es fuerte pero aun así no viven aislados del mundo y rodeados de silencio y prohibiciones, Jang leyó un artículo sobre los derechos de los gays, esa palabra que no conocía. El texto venía con fotos de dos hombres besándose y otros dos desnudos en la cama y revelaba que existían bares gay en Seúl.
Así se llamaba eso que él siempre había sentido.
“Fue como si prendieran la luz –recuerda Jang, y agrega–: Muchos homosexuales viven una vida miserable en Corea del Norte sin entender por qué. ¡Qué tragedia es vivir la vida sin saber quién sos!”. Entonces dejó su trabajo de limpieza para dedicarse a la escritura. Conoció a alguien que lo traicionó y le robó, su nombre terminó en los diarios de nuevo, en una especie de coming out involuntario –pasó a ser conocido como ese desertor gay de Corea del Norte–, escribió su novela autobiográfica y está terminando otra sobre mujeres como su madre y su hermana.
Y finalmente sabe lo que quiere: ser feliz.
El deporte es cosa de machos
Vestido apenas con unas bermudas celestes y llevando una pelota bajo el brazo, el futbolista inglés Matt Jarvis, centrocampista del West Ham United, fue el chico de portada de la edición de febrero de 2013 de la revista gay Attitude, la más vendida del Reino Unido. Jarvis fue el tercer futbolista que aceptó la invitación en diecinueve años, después de David Beckham, en 2002, y de Freddie Ljungberg, en 2006. A los 26, y pese a ser heterosexual y casado, Matt no tuvo problemas en sacarse provocativas fotos para el público gay y animó a sus colegas homosexuales a salir del armario. “Entiendo que puede haber algún alboroto, pero es ridículo, ¿no? Puedo trabajar en el mundo del fútbol, pero vivo en el mismo mundo que los demás, donde todos nos mezclamos. Es simplemente normal”, dijo.
La entrevista, como era de esperar, tuvo como tema principal la homofobia en el fútbol. Jarvis aseguró que, pese a haber jugado en cuatro equipos y tener toda una red de relaciones en ese deporte, no conoce personalmente a ningún jugador que se reconozca gay, o bien que a él le haya parecido que lo sea. “Es simple: de eso no se habla. Nadie pregunta y nadie lo dice”. Don’t ask, don’t tell. Sin embargo, él no tiene dudas: “Estoy seguro de que hay muchos futbolistas gay. Que se decidan a salir del armario y decirlo es otra historia. Seguro que lo han pensado, pero es difícil”, explicó.
–¿Creés que ya es hora? –preguntó el periodista.
–Sí, por supuesto. Es la vida cotidiana. No va a ser un shock.
Tal vez no haya otra profesión con los armarios más cerrados, inclusive más que en la política, sobre cuyos clósets hablé en mi libro Matrimonio igualitario.2 Es obvio que, en el fútbol, como en la medicina, el derecho, el periodismo o el comercio minorista, hay tantos gays como en cualquier otra actividad. Todos conocemos historias de jugadores de primera división, entre ellos, algunos de los más conocidos e idolatrados. Pero “puto” o “maricón”, en la cancha, son los peores insultos de la hinchada. Por eso, son contados los futbolistas que han salido del armario: el estadounidense David Testo, el sueco Anton Hysén, el australiano Jason Ball, el uruguayo Wilson Oliver, el norteamericano Robbie Rogers (del que hablaremos después) y otros menos conocidos. La mayoría, retirados o en clubes de menor importancia.
En 2012, un futbolista gay alemán –que sí juega en un equipo de primera división– aceptó dar una entrevista anónima a la revista Fluter. Dijo que, aunque no se hable del tema en el equipo, todos sus compañeros saben que es gay, y que nunca tuvo problemas con ellos, pero no sale del armario por temor a la reacción de la hinchada: “Si mi sexualidad se hiciera pública, ya no estaría seguro. Tengo que ser un actor día tras día y negarme a mí mismo”, aseguró. Dijo también que conocía a varios jugadores gay de la Bundesliga que ni siquiera se animarían a dar una entrevista anónima y explicó que él quiso hacerlo para dar el primer paso. La prensa es, justamente, otro de sus temores, porque cree que, si se hiciera pública su sexualidad, se hablaría más de lo que hace en la cama que en la cancha. Contó que se muestra con mujeres en público, como otros jugadores gay, pero espera que llegue el día en que pueda ir con su verdadera pareja a un restaurante.
La entrevista tuvo una gran repercusión y la canciller Angela Merkel hizo declaraciones animando a los jugadores gay a salir del armario. “Deben saber que viven en un país donde no tienen nada que temer”, aseguró, aunque su gobierno no hizo nada por los derechos civiles de los gays: Alemania fue uno de los países de Europa Occidental que más demoró en aprobar el matrimonio igualitario, recién a fines de 2017, y la oposición de la propia Merkel fue, en gran medida, responsable por ese atraso incomprensible. El presidente del Bayern Múnich, Uli Hoeness, dijo que los clubes están preparados para dar una buena respuesta si un jugador sale del clóset.
Pero no pasó nada.
En el Reino Unido, todos recuerdan a Justin Fashanu, “el primer jugador negro de un millón de libras”, que también fue el primero en declararse gay en una entrevista que le hizo el diario The Sun, en 1990. Muchos aún recuerdan su gol más famoso, en 1980, contra el Liverpool. La carrera de Fashanu se fue a pique desde que se supo que era gay. Y por eso es el primer y el último coming out del fútbol inglés. Fue despreciado en público y en privado por sus compañeros y su familia, y nada volvió a ser como antes. Ocho años después, tras ser acusado de agresión sexual por un joven de diecisiete años en Estados Unidos (acusación que la propia policía archivó por falta de pruebas), Fashanu se suicidó. “No quiero seguir siendo una vergüenza