la nueva publicidad de Exquisita?
–No –respondió Renata.
–Bueno, mírala y después la comentamos.
Una semana después, la vio en la televisión: un grupo de gente cocinaba una torta gigante y la paseaba por todo el barrio. “Me empecé a reír tanto que no podía parar y al otro día, mientras iba manejando por la Panamericana, la llamé al celular y le dije:
–Tengo que contarte algo: me estoy yendo a la casa de mi pareja, que se llama Laura. ¡Y muy buena la propaganda de Exquisita!”.
No fue la única de sus amigas que la empujó a salir del armario. Para otra, la excusa fue su cumpleaños. Renata hacía una fiesta y, luego de pensarlo mucho, no se había animado a invitarla, porque iban a estar su pareja y todas sus amigas del ambiente. Nunca se había animado a contarle a su amiga, pero, si la invitaba a la fiesta, iba a darse cuenta.
Uno de los invitados, cuando llegó, le dijo:
–Tu regalo está en el auto, vení a buscarlo.
“Salí a la calle y en el auto estaba mi amiga, a la que yo no había invitado, disfrazada de regalo de cumpleaños. Me saludó y me dio un sobre con una carta. La leí en el momento y me puse a llorar de la emoción, hasta que ella me dijo:
–Dale, pará de llorar, entremos y presentame a tu novia”.
Mariano y Javier no habían ido nunca juntos a bailar. En realidad, no se llaman así, pero no quieren que revele su identidad. Pese a ser hermanos y a que los dos solían salir cada fin de semana, cada uno lo hacía con sus amigos y nunca se habían cruzado. Mariano tenía ganas de salir con su hermano menor, pero había un problema: no le había contado que era gay. No podía llevarlo a los boliches que frecuentaba, ni presentarle a nadie. Por eso, vivía poniendo excusas, y eso lo hacía sentir mal. “Javier no debe entender por qué nunca lo invito a salir conmigo y va a pensar que no me siento bien con él”, pensaba.
Una noche, su hermano lo dejó sin opción. Cuando se estaba preparando para salir, Javier se acercó y le dijo:
–Esta noche quiero ir con vos, a donde vayas. Sos mi hermano y nunca salimos juntos, así que ya les dije a mis amigos que hoy salgo con vos. –Estaba decidido y si le decía que no, se iba a ofender.
–No hay problema –respondió Mariano, asustado, e, improvisando, le aclaró–: Pero mirá que justo esta noche arreglé con unos amigos que los iba a acompañar a un boliche gay. ¿Estás seguro de que querés venir?
–Sí, vamos –respondió Javier, entusiasmado.
Desde que llegaron, Mariano se moría de miedo. En ese lugar lo conocía mucha gente y su hermano se iba a dar cuenta. Luego de un rato, buscó la forma de perderlo de vista. Un par de horas después, mientras conversaba con un flaco en la barra, lo vio.
Javier estaba en el medio de la pista dándose un beso con otro chico.
“No lo podía creer”, cuenta Mariano, que nunca había sospechado que su hermano menor también era gay. Javier se dio cuenta de que Mariano lo había visto. Volvieron a casa sin decir nada, pero, unos días después, terminaron conversando sobre todo lo que nunca habían hablado. Desde entonces, empezaron a salir juntos cada fin de semana.
El armario interior: Jang era gay y no lo sabía
Hace veinte años, en pleno invierno, Jang Yeong-jin atravesó nadando un río helado y llegó a China, donde pasó más de un año tratando de conseguir una forma de entrar legalmente a Corea del Sur. En el consulado de ese país en Beijing se negaban a atenderlo, le decían que se fuera, que se callara, que no iban a escucharlo, que terminaría siendo arrestado. En Shanghái fue lo mismo, no había salida. Cuando servía en el ejército, en Corea del Norte, Jang había estado cerca de la frontera y escuchaba las transmisiones de radio que llamaban a sus compatriotas a desertar y disfrutar de la libertad que el vecino del sur les prometía, y ahora se sentía traicionado y perdido. Pero no se iba a rendir: cuando vio que sería imposible llegar por las buenas, volvió a Corea del Norte y decidió seguir el camino más difícil: cruzar la frontera hacia el sur de la península, atravesando un bosque y un campo minado y extremamente vigilado de ambos lados. Fue uno de los pocos que consiguió llegar vivo, por lo que su caso salió en los diarios y provocó que el gobierno de Corea del Norte mandara a sus familiares a campos de trabajos forzados, donde al menos siete de ellos murieron, incluyendo a su madre y su hermana.
Desde que llegó a Corea del Sur, la policía lo interrogó durante cinco meses, hasta que lo liberaron a pesar de no haber conseguido que Jang respondiera una pregunta que parecía sencilla: ¿Por qué había arriesgado su vida para cruzar la frontera entre ambos países, enfrentados desde la guerra de Corea? ¿Cuál era ese secreto que no podía contar?
Él mismo no lo sabía; no entendía por qué había tenido que escaparse. No era un perseguido político, ni un activista, pero vivir bajo el régimen fundado por el “líder supremo” y “presidente eterno” Kim Il-sung –el abuelo del actual dictador Kim Jong-un– le resultaba insoportable por otra razón más íntima que no terminaba de comprender: “Me daba mucha vergüenza confesar que había venido hasta acá porque no sentía ningún tipo de atracción sexual por mi esposa”, recordó Jang en una entrevista publicada en 2015 por el New York Times, que contó su historia, también narrada en su novela autobiográfica A Mark of Red Honor (“Una marca de honor rojo”), aún no publicada en español.
Yeong-jin no sabía que era gay. Mejor dicho: Yeong-jin no sabía qué era ser gay. O mejor dicho aún: Yeong-jin nunca había escuchado la palabra “homosexual”. Y tardaría un año más, después de su llegada a Corea del Sur, en conocerla –no escucharla, sino leerla por primera vez– y comenzar a entender por qué de niño sentía esa fascinación por el cuerpo de su maestro Choe Yong-ho, a quien recordaba recostado en la arena de la playa bajo un cielo azul, después de bañarse, con aquel rostro color de bronce, aquella nariz perfecta, los cabellos mojados, el pecho musculoso y masculino, las nalgas firmes. Ese deseo de convertirse en adulto, esa sensación desconocida que lo desconcertaba y hacía temblar el mundo bajo sus pies. La misma atracción que sentiría en la adolescencia por su amigo del alma Seon-chel, de quien tuvo que separarse a los diecisiete cuando ambos entraron al servicio militar obligatorio, que en Corea del Norte dura nada menos que diez años.
Durante ese período, en el que viven encerrados en un ambiente exclusivamente masculino, sin cualquier relación con el sexo opuesto, algunos jóvenes norcoreanos experimentan situaciones de homoerotismo, pasan la noche juntos y se confortan con abrazos o contacto físico, tal vez un beso, desarrollando una forma de afecto especial, sin que eso los lleve a pensar en su sexualidad, cuenta Jang. Él mismo sintió desde el primer día que el trato que le daban algunos superiores y compañeros de armas era especial. El comandante del pelotón, que era soltero, le decía que era lindo y lo besaba en la mejilla. El “comisario político” se metía bajo su manta y lo abrazaba mientras dormía. Algunos soldados le ofrecían una manzana a cambio de que pasara la noche con ellos, apenas abrazados, porque hacía frío. Pero de eso no se hablaba. No existía. No tenía nombre, era apenas “camaradería revolucionaria”. No significaba nada más; nada que pudiera explicarse.
De acuerdo con el periodista norcoreano Joo Sung-ha, que estudió en la Universidad Kim Il-sung en Pyongyang y ahora trabaja en el diario Dong-A Ilbo, en Corea del Sur, en su país ninguna persona corriente comprende conceptualmente qué es la homosexualidad. “En mi universidad, sólo la mitad de los estudiantes quizá haya oído la palabra. Pero inclusive para ellos, siempre fue tratada como una extraña y vaga enfermedad mental que afligía a subhumanos, y sólo se encontraba en el depravado Occidente”, declaró Sung-ha al New York Times. En Corea del Norte no hay leyes que penalicen las relaciones homosexuales, como en otros países, porque no hace falta. Simplemente se las reprime en silencio, de forma implícita, haciendo de cuenta que no existen. Y eso es posible porque, en esa sociedad hermética, aislada del resto del mundo, el gobierno decide lo que está bien y lo que está mal y hasta lo que tiene existencia o puede ser nombrado, en todos los órdenes de la vida. La homosexualidad simplemente no existe, salvo cuando,