Bruno Bimbi

El fin del armario


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como la cantidad de testosterona y de otras hormonas que el feto recibe en el útero materno en determinadas semanas del embarazo, o con cuestiones vinculadas con el desarrollo del cerebro, como por ejemplo diferencias en la estructura de un determinado conjunto de células del hipotálamo. Inclusive el orden de nacimiento podría tener una influencia, es decir, el hecho de ser el primero, el segundo o el tercer hijo, por cambios que cada embarazo puede producir en la mujer. Fueron halladas evidencias estadísticamente relevantes del peso de diferentes factores como los anteriores en la definición de la orientación sexual, tanto en humanos como en otras especies, pero no parece que ninguno de ellos la determine por si solo en todos los individuos, sino que puede influenciarla, en interacción con otros, de formas que pueden tener diferente impacto en cada individuo, pero son significativas cuando se analiza una muestra estadística.

      Lo que está claro, como decíamos antes, es que la orientación sexual emerge durante el período prenatal, de modo que no depende de la relación con los padres, ni de la educación, ni de la influencia del entorno social, ni de ningún trauma infantil, ni de ninguna elección consciente. Y ser homosexual o heterosexual no significa ser más o menos normal o saludable, porque no hay una orientación sexual sana o correcta, como no hay un color de piel sano o correcto.

      No existe desvío, ni anomalía, ni patología, sino diversidad biológica, y lo que la ciencia estudia es por qué tenemos la orientación sexual que tenemos, del mismo modo que estudiamos por qué algunas personas tienen ojos castaños y otras, ojos verdes, o son diestras o zurdas, o por qué existen ciertas diferencias entre hombres y mujeres.

      Sabemos, al respecto, que la orientación sexual forma parte de un “paquete” mayor relacionado con el género. Es decir, que la intervención de un determinado gen o de una mayor o menor cantidad de determinada hormona durante el período prenatal no influencia apenas si nos van a gustar los hombres o las mujeres, sino también, por ejemplo, sutiles diferencias en nuestra anatomía, nuestro olfato, nuestra capacidad auditiva, ciertas habilidades específicas y aspectos de nuestra personalidad que no son necesariamente los que identificamos como parte de estereotipos culturales sobre gays y lesbianas.

      Las diferencias entre homos y héteros son mucho más amplias que la dirección del deseo sexual y muchas de ellas pueden identificarse –en términos estadísticos, no individuales– tanto en la edad adulta como en la temprana infancia. Todo adulto homosexual fue, antes, un niño o una niña diferente, en diversas cuestiones que pueden relacionarse con el género, pero que también incluyen sutiles aspectos de su anatomía y otras características que no solemos asociar al género. Lo mismo sucede con los adultos y es por ello que, a veces, percibimos que alguien es gay o hétero antes de tener cualquier evidencia de su comportamiento o sus deseos sexuales y sin que esta percepción tenga relación con las nociones populares sobre parecer gay.

      Por otra parte, si todo lo anterior no fuese suficiente para entender que no tiene sentido la búsqueda por un único gen de la homosexualidad o la heterosexualidad, aún nos queda otra razón, que LeVay explica en su libro: es muy probable que lo que la ciencia deba buscar –y los resultados de algunas investigaciones parecen confirmarlo– no sea la causa de la heterosexualidad o la homosexualidad, sino de nuestra atracción sexual por hombres o por mujeres. Es probable que, por ejemplo, determinado gen esté presente en mujeres heterosexuales y en hombres gays, u otro en mujeres lesbianas y hombres heterosexuales, porque está asociado no a la homosexualidad o la heterosexualidad, sino a la atracción sexual por hombres o por mujeres. Es decir, no sería un “gen gay”, o hétero, sino un gen ginefílico (de la atracción por mujeres) o androfílico (de la atracción por hombres). Pero es poco probable que sea el único gen responsable por eso, que ese sea su efecto primordial o exclusivo o que su sola presencia sea determinante.

      En otro de sus libros, La tabla rasa, Pinker explica que “genes individuales con consecuencias destacadas son los ejemplos más dramáticos de los efectos de los genes sobre la mente, pero no son los ejemplos más representativos. La mayoría de las características psicológicas son producto de muchos genes con efectos diminutos que son modulados por la presencia de otros genes, y no producto de un único gen con un efecto sustancial que se produce en cualquier caso. Es por ello que los estudios de gemelos idénticos (dos personas que tienen en común todos los genes) consistentemente revelan poderosos efectos sobre una característica, aun cuando la búsqueda de un único gen responsable por esa característica fracase”.

      Por ello, así como por los otros factores biológicos no genéticos que distintas investigaciones han descubierto, es improbable que exista un único gen heterosexual. Tampoco existe un único gen gay, como todos se preguntan si será posible, ya que, por puro prejuicio, a nadie se le ocurre indagar sobre la causa de la heterosexualidad.

      La primera vez que me enamoré fue en portugués.

      Yo no hablaba ni una palabra, pero fue en portugués.

      Nos habíamos conocido en un chat. Yo no frecuentaba los chats y había entrado sin saber por qué. Hacer cosas que no sabía por qué hacía era muy frecuente en esa época, en la que había muchas cosas que no quería saber. Hablamos mucho, largo rato, y me pasó su teléfono, su correo electrónico, su dirección y una foto. Se la habían sacado en su pueblo; estaba sobre un bote de madera en el puerto. Atrás se veía el mar, enorme. Pude ver y tocar ese bote con mis propias manos, pero eso fue más de tres años después. Ese día solamente salí del chat y me olvidé, o quise hacerlo. Quise olvidarme, sí, pero creo que no pude.

      Muchas veces me acerqué a esa foto para contemplar la imagen: el bote, el mar. Mis deseos se subieron y navegaron enfrentando una tormenta peligrosa, fuerte, difícil de atravesar. No pude; no quise. Sí quise; no pude. No sabía si quería o podía.

      Cuando nos vimos, después de casi un año, me pareció increíble. ¿Era o no era? Sí, no cabía duda, era: esa imagen, durante tanto tiempo pasando por mi cabeza como una brisa fría por la espalda, de esas que se van y no sabés bien qué fue. No podía. Más de una vez empecé a discar el número, llegué hasta los cinco dígitos y corté. Después me olvidaba. Hasta los seis. Volvía a olvidarme. Una vez los marqué todos y me atendió el contestador automático. En portugués, claro. Colgué, agarré la foto y la guardé en el armario con el resto de mis cosas; y me fui, lejos, donde la brisa fría no pudiera alcanzarme. Mi mundo no podía resistir esos vientos.

      Tiempo después vino todo lo que vino. Pasó lo que tenía que pasar, más temprano que tarde. Y la imagen, el bote, el mar y el puerto permanecieron guardados. Nadie les avisó, o quizá fue la inercia: el acostumbramiento, un cierto orden de las cosas que llevaba mucho tiempo funcionando y disponía que esa foto permaneciera ahí. No me había dado cuenta: la prohibición seguía vigente como esas leyes derogadas por la costumbre que nadie se acuerda de borrar del cuerpo jurídico.

      La señora fortuna me dio una mano. Esa noche había ido allí de casualidad; no lo tenía pensado. Era un sitio raro, bizarro, divertido pero un poco chocante. Ya estaba harto de aquella música mecánica, artificial, compuesta para ser escuchada por computadoras: el cambio de ambiente me aliviaba un poco los oídos. Esos ritmos venían bien; me estaba divirtiendo, pero aun así no terminaba de adaptarme a un sitio que me trataba como sapo de otro pozo. La casualidad –o no– me había llevado hasta allí.

      Había ya dejado atrás la idea de que esa noche pudiera sorprenderme, cuando la imagen se me apareció de carne y hueso, y me acordé del bote, el mar, el puerto. No era posible, pero sí: era, no cabía duda. “Le hablo o no le hablo? Ya pasó casi un año y nunca llegamos a vernos ¿se acordará? No, qué se va a acordar… fueron dos horas en un chat, un día cualquiera, y ahí quedó todo”, pensé.

      No perdía nada intentándolo.

      –Hola –le dije con una timidez que ya había olvidado.

      –…

      –No sé si te acordarás, pero… –Y le expliqué: le hablé del bote, del chat, de ese día cualquiera, de lo que no podía, de lo que ahora puedo. Por alguna razón nos habíamos vuelto a ver. No: nos habíamos visto por primera vez en persona. Ahora tendríamos que averiguar por qué, para que la historia tuviese