Caetano Veloso

Verdad tropical


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me detenía a rever mi posición.

      Bethânia se puso contenta cuando supo que me había encontrado con aquel muchacho del que nosotros ya éramos amigos sin que él lo supiera. Y Duda se deslumbró con Bethânia. Nuestro trío se convertía a menudo en cuarteto y Duda empezó a venir de vez en cuando a casa. Al poco tiempo Bethânia y él conversaban también a solas, pero, de cualquier modo, Bethânia no salía de noche sin mí. A algunos amigos les resultaba increíble que un tipo de diecinueve años saliese siempre con su hermana de quince. Pero Bethânia y yo nos divertíamos mucho juntos y, en nuestros periplos por la vida cultural de Salvador en los primeros años de la década de los 60, descubrimos que éramos una dupla bastante insólita. Ella leía Carson McCullers y Clarice Lispector, escribía lindos textos de prosa poética y hacía pequeñas esculturas de cobre y madera. Se enamoró del color púrpura y empezó a coserse ropa de raso púrpura.

      Nunca olvidaré una escena que, contada hoy, parece salida de Los Locos Adams (de la que, por cierto, desconocíamos su existencia). Una vez, en la semana de Navidad, estábamos los dos en la parada del autobús rodeados de personas que venían de comprar regalos y entorpecían las calles. La Navidad no fue nunca nuestra fiesta favorita, pero en Santo Amaro nos gustaban los pesebres y, sobre todo, la costumbre de cubrir el piso de las casas con una capa fina de arena blanca de la playa y llenar los ambientes de ramos de pitangueira, la planta típica brasileña que da esa frutita roja llena de gajos y tiene hojas que despiden un aroma deliciosamente fresco (esa costumbre todavía existía en Salvador y hasta los ómnibus llevaban, en la semana de Navidad, ramitos de pitanga colgados adelante y al fondo). Puede que la blancura de la arena estuviese para ocupar el lugar de la nieve y la pitanga el del muérdago, pero el resultado daba la impresión de una costumbre arraigadamente tropical. La Navidad de pinitos cubiertos de nieve de algodón, de Papá Noel vestido de rojo con pieles blancas, la Navidad de Jingle Bells que se apoderaba de todo desde las grandes tiendas, esa Navidad nos parecía odiosamente vulgar. Empezamos a quejarnos en voz alta, cosa que escandalizó en silencio a las personas que esperaban el autobús con nosotros, cargados de regalos. Nuestros reclamos empezaron en un tono blando, casi analítico, pero fueron creciendo, alcanzaron nuestro gusto por el humor negro deliberado y terminaron con uno de nosotros diciendo (como una imitación de Maria Muniz, una actriz amiga que, para decir, por ejemplo, que no le gustaba el pepino, gritaba con énfasis: “¡Si pudiera, MATARÍA al pepino!”): “¡Si pudiera, MATARÍA a la Navidad!”.

      A pesar de serlo, Bethânia no parecía una adolescente sino una mujer con experiencia. Con su frente amplia y su nariz aguileña, siempre enfundada en vestidos rectos de raso violeta, solían creer que era mayor que yo. En ese entonces su belleza exótica era casi indescifrable. Es fácil imaginar la extrañeza que debía causar en los pacíficos habitantes de Bahía vernos juntos. Una vez, en un bar cercano al Teatro Castro Alves, le presenté al crítico de cine y futuro cineasta Orlando Senna y, cuando él preguntó si éramos hermanos, ella contestó, antes que yo, muy seria: “No. Somos amantes”. Y mantuvo esa farsa por larguísimos minutos.

      Éramos dulces y alegres y, como sucede siempre con todos nuestros hermanos, percibíamos que, al ingresar a un grupo, teníamos tendencia a despertar mucho cariño en las otras personas. Nos hicimos amigos actores, directores, músicos, bailarines y pintores y siempre alguien pedía enseguida que Bethânia cantase –en la sala de un departamento, en la mesa de un bar o en la carpa de alguna fiesta callejera– algún samba-canção de Noel Rosa o de Dolores Duran, solo para oír el timbre único de su voz de contralto. Al principio, la posibilidad de que se profesionalizara como cantante no estaba ni remotamente contemplada y esas exhibiciones vocales eran siempre sin acompañamiento. Pero le pedí a mi madre que me regalara una guitarra para intentar suplir la falta que nos hacía el piano que teníamos en la casa de Santo Amaro y había sido imposible llevar a Salvador. Lentamente fui logrando armar algunos acordes y muy pronto empecé a acompañar a Bethânia que, de todos modos, también aprendió a tocar un poco.

      No sería falso decir que Bethânia participó con nosotros del culto a João Gilberto y la bossa nova, pero tampoco daría una idea muy clara de cómo sucedieron las cosas. Ella estaba, por cierto, con Chico Motta, con Dasinho y conmigo frente al bar de Bubu en Santo Amaro en 1959 cuando íbamos a escuchar Chega de saudade. También estaba conmigo, con Gal y con Gil, algunos años más tarde, en Salvador, cuando nos sentábamos a cantar bajito o a oír las armonías de las grabaciones de João o de Carlos Lyra que Gil sacaba en la guitarra. Ella era más joven que nosotros y se podría decir que nació y creció junto con la bossa nova; no tuvo que pelear por ella. Pero fue sobre todo su temperamento el que la mantuvo apartada. Después de todo, Gal Costa es solo un año mayor que Bethânia y ella encontró su estilo en la bossa nova. Éramos amigos de la gente del Teatro dos Novos, un grupo disidente de la Escuela de Teatro, que el director João Augusto Azevedo había formado con brillantes ex alumnos (como Othon Bastos, que hacía de Corisco en Dios y el diablo en la tierra del sol). Nos prestaban discos, tanto de jazz como de canciones francesas y de Broadway. Y, mientras que yo prefería a Chet Baker, Bethânia prefería a Judy Garland. Rodeada de tantos bossanovistas, ella extrañaba la dramaticidad de los sambas antiguos y, mientras nosotros la impulsábamos a escuchar Ella o Miles, ella se inclinaba por Edith Piaf. De cualquier modo, ninguno de nosotros despreciaba el gusto del otro. Con el correr del tiempo, descubrimos que Billie Holiday satisfacía plenamente las ansias estéticas de las dos tendencias y que Amália Rodrigues, la extraordinaria cantante portuguesa de fados, sobrevolaba por encima de ellas.

      Un día un artículo de una revista americana citó a Ray Charles diciendo que la bossa nova era el “viejo ritmo latino” de siempre, pero más sincopado. Esa misma semana Carlos Coqueijo, un crítico y melómano apasionado, además de un amigo de João Gilberto, dijo que a João no le interesaba en absoluto Ray Charles y lo consideraba un cantante folk. No fue difícil para mí entender que un bluesman que vinculaba lo más tradicional con el pop y cuyo canto parecía ser el reverso del de Nat King Cole (el de Johnny Martins, por el contrario, era como el barniz de su superficie pulida) desdeñase la bossa nova, ni perdonarle la referencia displicente a un genérico “ritmo latino”. Tampoco me costó entender el desprecio del creador de la bossa nova (un estilo refinadamente contenido) por lo que le debe haber parecido una mezcla de lo “característico” con lo comercial. Lo más complicado para mí fue saber cómo juzgar el hecho de que me gustase tan profunda y sinceramente la música de ambos. La extraordinaria cantora de fados portuguesa Amália Rodrigues ya era conocida mucho antes de que surgiera la bossa nova y parecía eterna; ni Judy Garland ni Edith Piaf (además de ser y sonar como algo del pasado) llegaron a conmoverme tan profundamente como a Bethânia; Billie Holiday era una novedad que llegaba del pasado, pero era cool como los más cool. Ray Charles nos apasionaba y proporcionaba alimento para nuestra hambre de modernidad, con un estilo totalmente diferente del de João o Jimmy Giuffre o Chet Baker o Dave Brubeck. Recuerdo una tarde que pasé escuchando una y otra vez la grabación de Ray Charles de Georgia on my mind en nuestro departamento de Salvador, llorando porque extrañaba Santo Amaro. Era una nostalgia trascendental: la experiencia de la belleza del canto hizo que todo aquello que desde hacía tiempo era solo materia de la memoria volviese a estar presente, y más presente que nunca. Viví esa sensación con más verdad que la primera vez. Muchos años después, cuando leí ese efecto descripto por Proust y por Deleuze (en sus comentarios críticos sobre Proust), sentí el impulso de escribir la canción Jenipapo absoluto:

      Cantar é mais do que lembrar

      Mais do que ter tido aquilo então

      Mais do que viver, do que sonhar

      Pero mantuve mi jerarquía: João era la información principal, la primera referencia, más allá de ser la fuente central de disfrute estético. Además de Proust, en ese momento leí Guimarães Rosa, Stendhal, Lorca, Joyce; vi películas de Godard y Eisenstein; escuché Bach; miré el arte de Mondrian, Velázquez, Lygia Clark. Y llegó también el tiempo de Warhol, la vuelta a los films de Hitchcock que ya había visto, el tiempo de Dylan, Lennon, Jagger. Pero siempre, en todo momento, volvía a mi pasión por João Gilberto para encontrar una base y reestablecer la perspectiva.

      Posiblemente a Bethânia le gustara Ray Charles tanto como a mí, pero no se dedicaba