Caetano Veloso

Verdad tropical


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aquello que yo prefiero llamar neo-rock’n’roll inglés, el de los Beatles y los Rolling Stones.

      Más allá de los que, habiéndose formado en el gusto suburbano del rock, se volvieron profesionales de estilos ingenuos copiados a veces de copias italianas del pop americano más intrascendente de inicios de los años 60 (como Cely Campelo, Carlos Gonzaga, etcétera) o los que, con talento inventivo, crearon soluciones nuevas fusionando rhythm&blues con samba (Jorge Ben), soul com baião (Tim Maia) o pop-rock con bossa nova y canción italiana (Roberto Carlos), algunos nombres quedaron ligados para siempre –por la autenticidad de sus relaciones con el rock y/o por la adecuación de sus temperamentos a él– al verdadero rock’n’roll. Creo que ningún fan del rock en Brasil, ningún conocedor de su historia, nadie que se interese por todo lo que pasó aquí desde el surgimiento del fenómeno en Estados Unidos, estaría en desacuerdo con elegir, para ejemplificar esta última caracterización, dos nombres: Erasmo Carlos y Raul Seixas.

      Erasmo Carlos era un típico muchacho del suburbio carioca. En realidad, Tijuca, donde nació y creció, es un barrio de clase media pegado al centro de la ciudad de Río de Janeiro. Pero, a pesar de estar más alejados del centro, los barrios de la Zona Sur que bordean el mar ganaron de tal modo la hegemonía del gusto y el estatus de privilegio y a tal punto pasaron a representar la esencia de Río para sus habitantes como para los visitantes extranjeros y aquellos otros brasileños que crecieron admirándolos a la distancia, que incluso una zona central como Tijuca es vista y vivida como un suburbio lejano. Pero el grupo de aficionados al rock del que él formaba parte junto con Tim Maia y Roberto Carlos se reunía en la puerta de un cine del Méier, el “Imperator”. El Méier sí es un suburbio de verdad, aunque el más concurrido de los muchos otros suburbios ligados al centro de la ciudad por una línea de trenes populares. La personalidad artística de Erasmo Carlos adquirió una forma definida y reconocimiento público a partir de la primera mitad de los años sesenta, cuando pasó a ser el segundo hombre de la Jovem Guarda, un programa de televisión cuyo líder era Roberto Carlos, un gran talento con un carisma admirable. En plena madurez de la bossa nova fue un fenómeno de ventas con su casi rock Quero que vá tudo pro inferno [Quiero que todo se vaya al diablo], recibió severos reproches de las autoridades eclesiásticas (y compuso entonces Eu te darei o céu [Yo te daré el cielo]) y fue llamado “el Rey”, título que ostenta hasta nuestros días, sin que nadie lo discuta, aunque cante baladas sentimentales para un público de mediana edad. Pero Roberto, a pesar de contactarse con los amantes del rock de la puerta del “Imperator”, fue, como tantos otros de nuestra generación en sus comienzos como profesionales, un seguidor de João Gilberto, llegó a grabar un compacto con pastiches de canciones de bossa nova (y su sensibilidad estaba muy lejos de una formación de rock puro). Erasmo, en cambio, que no solo fue vicelíder de la Guarda de Roberto sino su colaborador en todas las composiciones, nunca pareció atraído sinceramente por nada que estuviese fuera del mundo del rock y tanto el despojo de su escenario como la energía sexual de su presencia escénica (alto, pesado, firme, con el aspecto antiintelectual y antisentimental del que vive los temas esenciales de la vida con todo el cuerpo; esa combinación de hombre postindustrial y prehistórico a la que el rock se dirigió con tanta insistencia en todo el mundo) hicieron de él una figura con una entereza tan imponente que ni las oscilaciones del mercado, ni las eventuales ingratitudes de los jóvenes rockeros, ni el desprestigio del rock como acontecimiento cultural interesante pudieron hacerlo trastabillar.

      Pero en los años 50 yo no sabía de la existencia de Erasmo y sus amigos. Cuando me mudé a Salvador, el primer año de la década siguiente, el culto a João Gilberto me había llevado no solo a Ella Fitzgerald, Sarah Vaughan y Billie Holiday sino también al Modern Jazz Quartet, a Miles Davis, a Jimmy Giuffre, a Thelonious Monk y, sobre todo, a Chet Baker cuyo modo de cantar sin vibrato y con un timbre andrógino ejercían sobre mí, mucho más que las bellas y discretas improvisaciones en la trompeta, una fascinación inefable. Escuchar a Elvis, por contraste, era como escuchar las canciones de Rock Around the Clock cantadas con un vozarrón masculino y lleno de vibrato, mientras su figura (tan frecuente en la prensa y en las puertas de las tiendas de discos) me sugería a la actriz Katy Jurado travestida. Pero una vez me atrajo: cuando vi en el cine, por casualidad, el avance de King Creole, sentí una excitación muy íntimamente sincera que tenía algo difusamente sexual, provocada sobre todo por su manera de bailar (nunca antes lo había visto en movimiento). Pero me atrajo, no me conquistó: recién vi la película entera a fines de los 70, en televisión, y se confirmó la primera impresión (y el film en sí me pareció maravilloso), pero en ese momento el rock ya tenía un lugar asegurado en mi vida.

      Mientras Erasmo conversaba en Río con Tim Maia y Jorge Ben sobre Bill Haley y sus Cometas, en Salvador Raul Seixas, un chico de la burguesía bahiana, estudiaba inglés y planeaba armar un conjunto de rock’n’roll. Al final de la primera mitad de la década de los 60, Gilberto Gil, Gal Costa, Maria Bethânia, Alcivando Luz, Djalma Correia, Tom Zé y yo ensayábamos una antología de clásicos de la música popular brasileña de los años 30 a los 50, óperas primas de la bossa nova y algunas canciones inéditas compuestas por nosotros mismos para presentar en la inauguración del Teatro Vila Velha, una pequeña casa de espectáculos construida por encargo en una alameda del Passeio Público. Raul Seixas ensayaba covers (como se dice hoy, incluso en Brasil) de rocks americanos para cantar, en inglés, en el Cine Teatro Roma, una sala grande y popular, situada en el Largo de Roma, un área de baja clase media y de situación urbana periférica. A diferencia de Erasmo, Raul tenía ambiciones intelectuales y estéticas que no facilitaban la predisposición de las discográficas: recién fue conocido en todo el país como cantante y compositor después de la moda del neo-rock’n’roll inglés y, sobre todo, después del tropicalismo. Es más, el hecho de que la música de Raul fuera aceptada en la estela del tropicalismo nos acercó mucho más de lo que habríamos podido imaginar en los viejos tiempos de Salvador cuando, si bien estaba al tanto de la existencia de su banda, Raulzito e Os Panteras, nunca me había inspirado ir a verlos. Tampoco creo que él haya venido a ver nuestros shows en el Vila Velha. Mucho más tarde, en nuestras frecuentes (y fascinantes) conversaciones de los años 70, él hablaría de sí mismo como del “pobre rockero” que había sido rechazado por los fans de la bossa nova, epíteto que por supuesto estaba teñido de ironía sobre todo si tenemos en cuenta que todos sabíamos que de niño había sido más rico –y mucho menos pobre– que nosotros.

      En esos encuentros de los años 70, sentíamos el sabor de convivir con un par de generación y compañero de profesión que había crecido y que había empezado a trabajar en la misma ciudad que nosotros sin que en principio nada nos haya juntado o atraído. Nuestros shows en el Vila Velha –que son el hito de ese primer momento– tuvieron mucho éxito entre un público predominantemente universitario y gozaron de prestigio en la prensa local. Los shows de Raul llenaban grandes plateas de adolescentes suburbanos y, aunque la prensa los trataba sin antipatía, no lograban suscitar el respeto que nuestro grupo de compositores, músicos y cantantes de música popular brasileña moderna encontraba entre los llamados formadores de opinión. Raul sabía de nosotros tanto como nosotros de él. Posiblemente más. Y, si bien sus quejas en cuanto a nuestra actitud esnob eran fundadas y justificadas, reaparecía en aquellas reminiscencias el tono agresivo e irreverente con el que él y su gente se referían al “grupo de la bossa nova”. Eso nos acercaba aún más. Después de todo éramos los inventores del tropicalismo y, si bien hacíamos referencia al rock en nuestras canciones, el efecto buscado era invitar a los rockeros brasileños y fans de rock a unirse a los creadores y consumidores de música de calidad. Raul estaba agradecido por eso y, cuando mostraba la violencia que le producían la poesía rala y la música dulcemente presuntuosa cultivada por los que en ese entonces se agrupaban bajo la sigla MPB, contaba con nuestra adhesión entusiasta. Él sabía que ya habíamos apuntado nuestros cañones en contra de lo que había de esa estética en nosotros mismos.

      Un dato curioso, que me parece cada vez más revelador, quedó profundamente marcado en mí desde aquellos encuentros. En esa época, Raul, que estuvo casado algunos años con una muchacha americana, casi conversaba más en inglés que en portugués, incluso cuando todos los presentes eran brasileños. Su inglés era fluido y natural y, a nuestros oídos, sonaba perfectamente americano. Cuando volvía al portugués, parecía exagerar a propósito las marcas bahianas de su acento: las os y las es breves escandalosamente