Caetano Veloso

Verdad tropical


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el mundo en el colegio, usaba a menudo una media de cada color, dejaba que mi pelo creciera mucho más allá de la tolerancia de mi madre para después raparlo del todo, no me intimidaba cuando tenía que cantar delante del público en el escenario del auditorio en los días de fiesta (imitaba muy convincentemente el acento portugués y los arabescos vocales de las cantoras de fado, habilidad que hacía que las plateas olvidaran cuán ridícula era considerada convencionalmente la música portuguesa y se dejaran conmover por ella, ovacionándome). En suma, el personaje que yo veía delinearse como posible para mí tenía poco o nada que ver con el del joven participante de uno de aquellos concursos de rock’n’roll que eran una manía en Río y en Salvador: sus participantes solo demostraban el deseo de identificarse con los estudiantes de high school que en las películas jugaban al football americano alentados por chicas que agitaban porras. Su eventual rebeldía no era más que otro adorno más de la imagen envidiada.

      Pero la influencia americana en la cultura brasilera no empezó con el rock’n’roll. Todos los mayores de mi familia y de las familias amigas habían tenido una educación formal y una cultura literaria afrancesada. A partir de los años 40, el cine y la canción popular americanos –que en los años 20 ya tenían una marcada presencia en la vida brasileña– pasaron a dominar la escena. Si bien era cierto que la música americana siempre había tenido que competir con la rumba cubana, el tango argentino y el fado portugués, la música brasileña fue siempre –lo es todavía– la música popular más consistente en Brasil. Sin embargo, el cine de Hollywood no encontró resistencia nacional y convivió con las producciones europeas y mexicanas sin grandes motivos para sentirse amenazado. Yo aprendía un poco de inglés en el colegio y el único uso que le daba a ese aprendizaje era cantar trozos de canciones americanas. Todos sabíamos que, en el mundo entero, Frank Sinatra había sido –y seguía siendo– la estrella indiscutible y Nat King Cole llegó a parecer, por un tiempo, una estrella aún mayor que el propio Sinatra. Más allá de eso, paralelamente a carreras exitosas de artistas que presentaban estilizaciones (a veces extraordinariamente bien concebidas) de música característica de las diferentes regiones de Brasil (como es el caso de Luiz Gonzaga, de Jackson do Pandeiro y de Pedro Raimundo), había lugar para el éxito de un tipo como Bob Nelson que, vestido de vaquero, cantaba, ostentando una gran habilidad en el yodle (que en Brasil era conocido como “tir’o leite”, en una adaptación ingeniosa que daba cuenta de la reproducción del efecto sonoro ­–“tir’o leite” significa, en portugués, saco la leche– y aludía al mismo tiempo a la actividad tan típicamente rural del ordeñe), versiones en portugués de canciones del Oeste americano, o imitaciones compuestas aquí mismo. Santo Amaro no era una excepción en aquel mundo en el que el vaquero americano era una especie de héroe mítico incontestable. Pero sobre todo nos extasiaban los grandes musicales de la Metro: volvíamos a casa a la salida del cine imitando los pasos de Gene Kelly y Cyd Charisse. De modo que cuando aparecieron los fans de Elvis Presley parecían solo los representantes de un mero movimiento de actualización del seguimiento que nosotros veníamos haciendo de la cultura de masas americana. Pero decididamente ellos no formaron parte, en principio, de los que compartían conmigo las mismas preocupaciones o el mismo tipo de sensibilidad.

      Puede ser que los grandes estudios de Hollywood tuviesen razones de sobra –y de hecho las tenían– para no temer la competencia de los europeos en el mercado de distribución de películas de Brasil, pero ni para mí ni para mis amigos era evidente esa indiscutible realidad de mercado. Recuerdo claramente una broma curiosa muy en boga en Santo Amaro a fines de los años 40 que consistía en señalar en el interlocutor una basurita (inexistente) en el cuello de su ropa, forzándolo así a torcer la cara de manera algo incómoda hacia el hombro y acercar el mentón a la clavícula con los párpados superiores caídos; esto llevaba al que inició la broma a cambiar inmediatamente de tono y decir, como si sorprendiese al interlocutor en un intento por imitar un tic seductor de Rita Hayworth: “Mirada de Gilda...”. Si era un hombre, naturalmente el efecto cómico se intensificaba. También era posible oír a veces a Minha Daia –a quien en casa llamábamos Bette Davis– repitiendo, como si solo estuviese pensando en voz alta: “Nunca hubo mujer como Gilda”. Con todo, si bien hoy sé que, durante el tiempo en el que Marilyn Monroe crecía como figura mítica, era casi imposible encontrar un americano que supiese quiénes eran Françoise Arnou o Martine Carol, en esa época nos era inimaginable que alguien, en cualquier parte del mundo, no las conociera.

      Las películas francesas e italianas se veían regularmente en Santo Amaro. Las mexicanas también. A pesar de la extraordinaria belleza de María Félix percibíamos una suerte de inferioridad del Olimpo de la Pelmex (Películas Mexicanas, el mayor estudio mexicano), pero no había para nosotros ninguna diferencia de calidad –ni nos parecía concebible que la hubiera para nadie– entre las estrellas americanas y las europeas. Lo que nos atraía de las películas francesas al principio de nuestra adolescencia era la exposición de intimidades eróticas: un seno de mujer, una pareja recostada en una cama de hierro, indicación indudable de que los personajes tenían vida sexual. Las películas francesas ofrecían con naturalidad todo lo que no podía ser visto en las americanas. (Y a esa altura teníamos la suerte de no lidiar con ningún tipo de fiscalización de la edad de los espectadores ya que no había representantes del Tribunal de Menores en Santo Amaro). A medida que pasaba el tiempo y crecíamos, lo que nosotros llamábamos la “seriedad” del cine italiano nos interesaba cada vez más: el neorrealismo y sus desdoblamientos ya tenían distribución comercial y nosotros reaccionábamos con la emoción de quien reconoce los trazos de lo cotidiano en las imágenes gigantescas y brillantes de las salas de proyección. Uno de los acontecimientos más relevantes de toda mi formación personal fue la exhibición de La strada de Fellini un domingo a la mañana en el cine Subaé (había funciones matinales los domingos en ese, que era el mejor de los tres cines de Santo Amaro, el único que llegó a tener cinemascope). Lloré el resto del día y no logré almorzar, y pasamos a llamar Giulietta Masina a Minha Daia. Un día, a la salida de Los inútiles –también de Fellini– Chico Motta, Dasinho y yo sorprendimos al señor Agnelo Rato Grosso, un mulato retacón e ignorante que era carnicero y tocaba el trombón en la Lira dos Artistas (una de las dos bandas de música de la ciudad), llorando. Un poco avergonzado, y como justificación, dijo, limpiándose la nariz en el cuello de la camisa: “¡Esa película es nuestra propia vida!”. Recuerdo que Nicinha, mi hermana mayor, comentaba que, mientras que en los films estadounidenses los actores apenas cruzaban algunas palabras frente al plato y el corte llegaba antes de que los viésemos llevándose la comida a la boca y masticando, en los films italianos las personas comían y a veces incluso hablaban al mismo tiempo.

      Así fue que llegaron a nosotros de primera mano grandes beldades que después fueron contratadas por Hollywood y difundidas para el público americano, como Sophia Loren o Gina Lollobrigida. Mientras que otras como Silvana Pampanini, Silvana Mangano o Rossana Podestà, a las que venerábamos como diosas, pasaron inadvertidas por los Estados Unidos. Lo cierto es que encontramos más motivos para deplorar que para festejar la ida de las italianas a Hollywood: las chicas deslumbrantes que parecían salidas de las callecitas de Nápoles se habían vuelto provincianas que, una vez en la gran ciudad, habían desvalijado las boutiques y no les quedaba nada bien. En la provincia, cuando se hace alguna crítica al provincianismo, esta es mucho más severa que la que puede hacerse en la metrópoli. De cualquier modo, nada nos indicaba que Brigitte Bardot fuese ni mínimamente inferior a Marilyn en cantidad de admiradores, en cachet o en representatividad del espíritu del momento. No solamente en las canciones que escribía en la década de los 60 –que, siguiendo la estética pop, ostentaban nombres de celebridades– elegía nombres de estrellas europeas (Claudia Cardinale, Brigitte Bardot, Alain Delon, Jean-Paul Belmondo); a fines de la década de los 50, interrumpí los esbozos abstractos y pinté un retrato de Sophia Loren a partir de una fotografía de una escena del film La donna del fiume. En cuanto a Marilyn, como su papel de diosa de la belleza no nos parecía convincente y no teníamos conciencia de que el hecho de que fuera americana era una condición necesaria para que se convirtiese en una verdadera celebridad mundial, no veíamos en ella más que una vulgar imposición comercial. Por eso, si queríamos renovar nuestro elenco de divas y encontrar substitutas para Ava Gardner o Elizabeth Taylor, Jane Russell o Ingrid Bergman, estábamos mucho más naturalmente inclinados a buscar entre las actrices italianas. Cuando, ya en los años 60, la imagen de Marilyn obtuvo más importancia