Caetano Veloso

Verdad tropical


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Me informó que no era así. Que tenía que tomar el remedio durante tres semanas como mínimo para ver si daba resultado y que de lo contrario lo suspenderíamos y él pondría en práctica algún procedimiento de emergencia para sacarme de lo que fuera que él imaginara que podía pasarme. Me eché atrás inmediatamente. El análisis me fue ayudando a convivir con la infelicidad día a día, haciendo ejercicios físicos y comiendo lentamente, independientemente de la ausencia de hambre. Fui viviendo mal y admitiendo que no me iba a morir (además de los pensamientos de suicidio, estaba la hipótesis, gestada por mí y corroborada por mi clínico, de que tal vez estuviera con un cáncer violento y mi cuerpo estuviese reaccionando así). Ya cuando fui un poco más capaz de aguantar cada día (en las primeras semanas no dormía nada. Después de la conversación con el médico, que me llevó a volver a análisis, descubrí que, si no me acostaba del todo, si solo me recostaba en una almohada alta en la cabecera de la cama, conseguía algún tiempo de sueño raso), me dijo que había un medicamento que estaba teniendo éxito en Estados Unidos en casos de ataques de pánico. Le parecía que lo que yo tenía no se definía como tal, pero que había algunos aspectos similares. El remedio se llamaba Rivotril y me recetó 0,5 mg antes de ir a la cama. Así me convenció de tomar algo. Fui a la farmacia a comprar. Era de Roche, como el Lexotanil y el Valium. ¡Pero costaba un real con cincuenta centavos! Cuando llegué a casa, abrí la caja y leí el prospecto. Nunca había visto uno tan lacónico: la única indicación era “epilepsia”. Entendí (y después me lo confirmaron) que esa era la razón por la cual resultaba tan barato. El Ministerio de Salud exigía que los remedios obligatorios para enfermedades crónicas costaran poco. Además, estaba dirigido a un público limitado. Hoy es mucho más caro; y el prospecto tiene muchas más cosas escritas. Lo tomé y me sentí bien. Dormí más y, conjugándolo con el psicoanálisis, mejoré. A lo largo de los años, aumenté la dosis de 0,5 mg a 1 mg que es lo que tomo, todavía, al acostarme. Pero no sin parar nunca: algunas veces lo sustituyo por antihistamínicos (que tienen los antialérgicos y algunos sleep aid medicines americanos, que se venden sin receta). Es que los soporíferos no me ayudan a dormir. Y dormir siempre fue un problema para mí. Una neuróloga me recetó una serie que empieza con melatonina, pasa por valeriana y llega al Stilnox, para intentar dejar el Rivotril. Pero el Stilnox, un soporífero, me hace sentir mal. Vuelvo al Rivotril y a los antihistamínicos. Sin aumentar la dosis. Y nunca necesité tomar nada en “el día” (la vigilia).

      Durante la crisis me pregunté si mis experiencias de pérdida de la razón, con las drogas o con los dos meses en la cárcel, no tendrían algo que ver con aquella historia que siempre había oído, de que mi padre había tenido un “colapso nervioso” que lo dejó sin voz por un tiempo. Eso sucedió antes de mi nacimiento. Él estaba conversando con unos amigos en el Rotary Club de Santo Amaro cuando no pudo articular más las palabras. Estuvo de licencia por meses. Mi padre era el hombre más sereno y firme que se pueda imaginar. Razonable y lúcido. Que le hubiera pasado una cosa así era extraño. Tal vez que hubiese sido algo genético explicara lo que me había pasado a mí. Mis hermanos y mi hijo tuvieron una reacción similar a la mía cuando probaron marihuana. Pero yo también pensaba en las visiones pesimistas sobre la vida moderna. Era muy posible que la falta de autenticidad de nuestro conocimiento, los desequilibrios de nuestra economía, de nuestra técnica, de nuestra alimentación, de nuestras lenguas generaran reacciones así en algunas personas. Las noticias de una especie de epidemia de depresión en varios países de Occidente parecían confirmar esa hipótesis. Hoy todavía los textos de Adorno y Heidegger me hacen pensar en algo así. El impacto de las miradas de Lévi-Strauss y Eduardo Viveiros de Castro habría sido menor sobre mí si yo no hubiese pasado por lo que pasé. Sea como sea, fui saliendo y volviendo a ser quien soy. Casi puedo decir que no cambió nada. Pero les perdí el miedo a los aviones.

      Estaba de gira con Fina estampa y la crisis se dio cuando ya había pasado el primero de, supongo, tres shows en el Teatro Castro Alves. Hice los dos siguientes sin entender cómo los estaba haciendo. Solo hablaba de esto con Paulinha que, muy a su estilo, me retaba como tratando de desmitificar lo que yo trataba de describir, y después estaba, alternada y estratégicamente, ausente y preocupada. La idea de que tal vez todo fuera un efecto paradojal del Lexotanil la irritaba: ¿por qué no tomaba uno para ver? Yo no lo podía admitir. Ella me recetaba ejercicios físicos: “Haz gimnasia y sube la endorfina”. Y me convenció de tomar un Valium. Ahí sí tuvo un efecto paradojal: era como si hubiese tomado un (aún inexistente) Viagra combinado con un verdadero afrodisíaco. Todo eso precedió mi vuelta a Río, mi ida al médico, la vuelta al análisis y el Rivotril. Yo quería y necesitaba sexo, pero la felicidad no acompañaba el placer. Nunca había imaginado que eso fuera posible (soy muy –era mucho más– alienado de la realidad de la vida). Tal vez el hecho de haber aprendido que es posible ser infeliz teniendo sexo (cosa que veía en películas, leía en libros, oía en conversaciones, pero en lo que no creía) y perder el miedo de volar hayan sido las dos (grandes) transformaciones causadas por ese período. Las oscilaciones entre celebrar los avances de la modernidad y desconfiar de la funcionalidad de la vida real que la modernidad creó se intensificaron con esa experiencia dolorosa, pero ya eran un tema corriente en mi mente intranquila.

      Fina estampa es tal vez el único disco mío que me gusta oír. Nunca lo pongo en el tocadiscos, pero si alguien lo hace, me sorprendo con Recuerdos de Ypacaraí y María Bonita. Y me gusta casi todo lo que oigo. Los arreglos de Jaques Morelenbaum son inspiradísimos. Pero en la canción que le da título al disco, el deslumbrante vals de Chabuca Granda (uno de mis más grandes amores latinoamericanos), me equivoco la letra. Y Jaquinho, que aprendió la canción en la grabación de María Dolores Pradera, repitió la introducción de esta, pensando que se trataba de una grabación de la autora. Por lo demás, Fina estampa me resulta casi pura belleza.

      Mientras escribía este libro, pensé en llamarlo Boleros y civilización, un viejo juego de palabras mío de 1968 (que iba a estar en la contratapa de un disco que no hice porque la cárcel interrumpió mis planes de composición), como broma en relación con el famosísimo título Eros y civilización, de Marcuse. Pero el editor americano me dijo que en Estados Unidos nadie pensaba en Marcuse. Pensé en llamarlo Mi tropo. Hace poco encontré, en Google, referencias de un libro de epistemología titulado Tropical Truth(s). Es un estudio sobre tropos, las figuras de lenguaje, y su relación con la verdad. Pues bien, mi libro, finalmente llamado a partir del bolero Vereda tropical, es mi tropo, mi metáfora monstruosa (¿o metonimia?), para adjetivar su propia verdad. A Antônio Cícero le había gustado el título Verdad tropical justamente porque se podía pensar en “verdad meridiana” o “verdad solar”. Veinte años después, VT me parece menos respetable como libro entre libros de lo que puede parecerle a Roberto Schwartz, aunque me parezcan graciosos muchos aspectos de mi prosa y reconozca en él más verdad de la que supone el crítico. Está la verdad de mi tropo, o la tropicalidad de la verdad de mi vereda. Cuando salió, saqué un disco que me gusta de manera más crítica que Fina estampa, aunque me parezca mucho menos agradable de oír: lo llamé Livro.