Caetano Veloso

Verdad tropical


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se refiere al club del amigo de la Pequeña Lulú, de la historieta homónima estadounidense, donde no se admitían mujeres.

      INTRO

      En el año 2000, Brasil celebra, además del cambio de siglo y de milenio, los quinientos años de su descubrimiento. Si bien es cierto que, en rigor, el nuevo siglo comienza en 2001, los festejos –y las fantasías supersticiosas– sucederán durante la noche del 31 de diciembre de 1999 al 1° de enero de 2000. Ningún otro país del mundo comparte esa suma de significados para esta fecha. La sobrecarga de presagios desencadenada por semejante conjunción combina bien con la psicología de una nación fracasada que se avergüenza por haber sido llamada alguna vez “país del futuro”. En realidad, esas expectativas adquieren hoy la forma de una resignación previa a nuevas frustraciones, pero la magnitud de estas revela que –feliz y lamentablemente– estamos muy lejos de un realismo sensato.

      Aprendemos desde la infancia que Brasil fue descubierto por el navegante portugués Pedro Álvares Cabral el 22 de abril de 1500. Todos los demás países de América se consideran suficientemente descubiertos en conjunto por Cristóbal Colón en 1492. Brasil, en cambio, tuvo que ser descubierto después, individualmente. Cuando era chiquito, en Santo Amaro da Purificação, en Bahía, ya me preguntaba: “¿Por qué?”.

      Podrían decirnos, por ejemplo, que Colón no llegó más allá de las islas de América Central y que el continente propiamente dicho solo fue alcanzado por los portugueses ocho años después; o que Cabral descubrió la existencia de América del Sur, de la que los españoles no tenían ni la menor idea. Pero no: nos dicen que Brasil apareció como un continente independiente o una isla descomunal en medio del Atlántico Sur y sorprendió a los navegantes lusitanos que, queriendo costear África para llegar a las “Indias”, se alejaron demasiado hacia el Oeste. El hecho de que ese acontecimiento histórico tan mal definido esté situado con exactitud en la mitad del segundo milenio de nuestra era no hace más que estimular la producción de una autoconciencia nacional a la vez inconsistente y exagerada. Estados Unidos es un país sin nombre: América es el nombre del continente donde se unieron, entre otros, los estados de colonización inglesa y la mera designación de la unión de esos estados no constituye una nominación; Brasil es un nombre sin país. Los colonizadores ingleses parecen haber robado el nombre general del continente para el país que fundaron. Los portugueses no parecen haber llegado a fundar propiamente un país; consiguieron sugerir que no desembarcaron en una parte de América sino en una totalidad absolutamente otra que llamaron Brasil.

      El paralelo con los Estados Unidos es inevitable. Si todos los países del mundo tienen que medirse con “América”, posicionarse frente al Imperio Americano, si los otros países de América tienen que hacerlo de un modo más directo –cotejando sus historias respectivas con la de su hermano más poderoso y afortunado–, el caso de Brasil presenta el agravante de ser un reflejo más evidente y una alienación más radical. Brasil es el otro gigante de América, el otro melting pot de razas y culturas, el otro paraíso prometido a inmigrantes europeos y asiáticos, el Otro. El doble, la sombra, el negativo de la gran aventura del Nuevo Mundo. El epíteto “gigante dormido” que le atribuyó a los Estados Unidos el almirante Yamamoto, podría ser tomado por cualquier brasileño como referente de Brasil, y confundido con el agorero “recostado eternamente en una cuna espléndida” de la letra del himno nacional.

      La bula papal que creó el Tratado de Tordesillas y que estipulaba que las tierras a ser “descubiertas” al este de un meridiano convenido pertenecían a Portugal, y dejaba las que estuviesen al oeste de esa línea para España, explica la necesidad de un nuevo “descubrimiento” y de que ese descubrimiento fuese portugués. Pero resulta que en la escuela aprendemos –y la bella carta en la que Pero Vaz de Caminha le narra el viaje al rey de Portugal nos asegura– que el azar empujó a la flota cabralina hasta la costa brasileña. Así, tenemos esa inmensa isla flotante, homónima de la isla utópica de los europeos medievales, y tal vez más irreal que aquella, ese enorme no-lugar cuyo nombre arde. (Se presume que Brasil proviene de la palabra “brasa”).

      En 1995, el periódico Folha de São Paulo titulaba en la primera página: “Informe del Banco Mundial indica que Brasil es el país con mayor desigualdad social y de ingresos del mundo”. El artículo apunta que el 51,3 % de la renta brasileña está concentrada en el 10 % de la población. El 20 % más rico posee el 67,5 %, mientras que el 20 % más pobre solo el 2,1 %. Mi generación, al llegar a la adolescencia, soñó con revertir ese legado brutal.

      En 1964, en un gesto exigido por la necesidad de perpetuar esas desigualdades que han sido el único modo de que la economía brasileña funcionara (mal, naturalmente) –y, en el plano internacional, por la defensa de la libertad de mercado contra la amenaza del bloque comunista (Guerra Fría)–, los militares tomaron el poder. Los estudiantes o eran de izquierda o se callaban. En el ambiente familiar y entre los amigos nada parecía indicar la posibilidad de que alguien, en su sano juicio, estuviese en desacuerdo con el ideario socializador. La derecha existía solo por causa de intereses sospechosos e inconfesables. Así, las marchas “con Dios por la libertad”, organizadas por las “señoras católicas” en apoyo al golpe militar, nos resultaban gestos cínicos e hipócritas de gente mala.

      Sin embargo, la poeta americana Elizabeth Bishop, que vivió en Brasil entre 1952 y 1970, mostraba, en cartas a sus amigos de Estados Unidos, su entusiasmo por esas marchas que, según ella, habían sido “originalmente organizadas como desfiles anticomunistas”, pero que “se transformaron en marchas de la victoria, ¡más de un millón de personas bajo la lluvia! –Y concluía–: Era totalmente espontáneo, no podía ser que todos fueran ricos reaccionarios de derecha”. Hoy leo esas palabras con más asombro por la distorsión de mi perspectiva de aquella época que por la al menos equivalente que exhibía la autora. Me entero con malestar de su versión del golpe de Estado, pero, en estos tiempos en que las virtudes privadas deben ser tomadas como causas de los maleficios públicos, es una lección más constatar que alguien amable –¡y una mujer poeta!– en el Brasil de entonces pudiese resumir de ese modo el movimiento militar que encarceló a mis mejores colegas y profesores: “Unos pocos generales valientes y los gobernadores de los tres estados más importantes se juntaron y, después de unas difíciles cuarenta y ocho horas, todo había terminado. Las reacciones [favorables] han sido realmente populares, gracias a Dios”. Había, por lo tanto, buenas intenciones en la derecha.

      En 1964, la izquierda parecía estar compuesta por todos aquellos brasileños que mereciesen serlo e incluso por todos los seres humanos dignos de ese nombre. En su ensayo sobre Bahía en el período democrático pre 1964, Antônio Risério anota que el intelectual austriaco Otto Maria Carpeaux ya había constatado, al llegar a Brasil huyendo de Hitler, que aquí “casi todo el mundo” era de izquierda. En este libro se pretende contar e interpretar la aventura de un impulso creativo surgido en el seno de la música popular brasileña, en la segunda mitad de los años 60, en la que los protagonistas –entre ellos el narrador– querían moverse más allá de la vinculación automática con las izquierdas, dando cuenta al mismo tiempo del rechazo visceral de la aguda desigualdad que divide a un pueblo a pesar de todo reconociblemente uno y encantador, y de la participación fatal y alegre en la realidad cultural urbana universalizante e internacional. Todo esto como un desvelamiento del misterio de la isla Brasil.

      Después de la revolución de la bossa nova, y en gran medida por causa de ella, surgió ese movimiento que intentaba equilibrar las tensiones entre el Brasil-Universo Paralelo y el país periferia del Imperio Americano; país que estaba bajo una dictadura militar que se sabía fomentada en parte por las maniobras anticomunistas de la Agencia Central de Inteligencia de aquel imperio. Era un movimiento que quería presentarse como una imagen de superación del conflicto entre la conciencia de que la versión del proyecto de Occidente ofrecida por la cultura popular y masiva de los Estados Unidos era potencialmente liberadora –aun reconociendo síntomas de salud social en la más ingenua atracción por esa versión– y la horrible humillación que representa renunciar a intereses estrechos de grupos dominantes, tanto en casa como en las relaciones internacionales. Era también un intento por enfrentar la (¿mera?) coincidencia, en ese país tropical, de la movida de la contracultura con los regímenes totalitarios en boga.

      El