Caetano Veloso

Verdad tropical


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como para extranjeros, el sonido del descubrimiento soñado de Brasil (y aquí ya se vislumbra otro descubrimiento, mutuo, en el que el corazón se inclina más hacia el indio, que subió a la nave alienígena sin ningún miedo y allí se durmió, que hacia el gran Pedro Álvares, que solo apoyó sus pies en suelo americano). Es el arma más eficiente de afirmación de la lengua portuguesa en el mundo; ha conquistado, por medio de la magia sonora de la palabra cantada al estilo brasileño, un sinnúmero de amantes insospechados.

      El movimiento que en los años 60 dio vuelta la tradición de la música popular brasileña (y su más perfecta traducción, la bossa nova) se llamó tropicalismo. El nombre Tropicália (inventado por el artista plástico Hélio Oiticica y puesto como título de una canción mía por el hombre del Cinema Novo, Luiz Carlos Barreto) del que derivó no solo me parece más lindo, sino que lo prefiero para evitar la confusión con el “lusotropicalismo” de Gilberto Freyre (algo mucho más respetable) o con el mero estudio de las enfermedades tropicales. Además, está libre de ese sufijo “ismo” que, justamente por ser reductor, facilita la divulgación con estatus de movimiento del ideario y del repertorio creados. A pesar de ello, la palabra aparecerá más frecuentemente con esa cola en las páginas que siguen, ya que todo esto no es más que un esfuerzo de divulgación internacional del gesto. De cualquier forma, a pesar de alguna queja íntima, hace ya mucho que hemos aceptado la eficacia del término tropicalismo desde el punto de vista operativo.

      Soy brasileño y me convertí, más o menos involuntariamente, en cantante y compositor de canciones. Fui uno de los pensadores y ejecutores del proyecto de la Tropicália. Este libro es un intento por narrar e interpretar lo que pasó. João Gilberto, mi maestro supremo, dijo, hablando de mí (en una de sus rarísimas entrevistas), que yo aportaba “un acompañamiento de pensamiento” a la música brasileña, esto es, lo que él hace. Pues bien, este libro es la decisión de llevar hasta el final esa tarea. En cierta medida es retomar la actividad propiamente crítico-teórica que inicié junto con la composición y la interpretación de canciones y que interrumpí por causa de la intensidad con la que me introduje en la música. No es una autobiografía (aunque yo no me niegue a “contarme” con cierta prodigalidad). Es más bien un esfuerzo por entender cómo pasé por la Tropicália o cómo pasó ella por mí; porque fuimos, ella y yo, temporariamente útiles y tal vez necesarios el uno para el otro. El tono es francamente autocomplaciente (hacía falta, de cualquier modo, una gran dosis de autocomplacencia para aceptar la tarea). Me prometí a mí mismo que iba a planear mi vida como para poder quedarme en casa por lo menos un año para escribir. Incapaz de cumplir esa promesa, terminé teniendo que usar furtivamente los intervalos de las grabaciones, las madrugadas en hoteles después de los shows en las giras, las pausas de los ensayos y las (pocas) horas vacías de las vacaciones de verano en Salvador para hacerlo. Eso, naturalmente, magnificó la doble (y algo contradictoria) tendencia a la digresión y a la elipsis que confunde mi pensamiento, mi conversación y mi escritura. También tuve que permitirme transitar entre lo narrativo y lo ensayístico, entre lo técnico y lo confesional (y colocarme como médium del espíritu de la música popular brasileña y del propio Brasil) para abarcar un área considerable del mundo de ideas que sugiere el punto central.

      A pesar de todo eso, el lector seguramente encontrará en las páginas que siguen una prosa por lo general mucho más distendida que la de esta introducción. Una de las razones por las que durante tanto tiempo dudé en aceptar escribir este libro fue la desconfianza que me producía el hecho de que lo que yo pudiese decir en él –y el modo en que lo pudiese decir– fuese demasiado complicado para alguien que se aproxima a un libro sobre música popular, y demasiado cercano a la música popular para quien está dispuesto a leer libros complicados. Pero, incluso sin superar esa desconfianza –y preguntándome, a medida que escribía muy motivado, a quién podría interesarle un libro así–, decidí no prestar una atención desmedida al temor de parecer pretencioso o desproporcionado (o, quién sabe, excesivamente modesto y preciso) y atenerme a la constatación de que los libros deben ser escritos para aquellos a los que les gusta leer libros. Encontré en el mundo muchas personas inteligentes que se interesan por la música popular brasileña: tal vez las anécdotas, confidencias y análisis que presento aquí despierten su curiosidad y las aten a la lectura. Por otro lado, el relato de las experiencias de un “pop star intelectual” de un país del “tercer mundo” puede echar una que otra luz inesperada sobre la aventura de los años 60, ya que ese período –remoto y fechado solo para aquellos que temían los desafíos surgidos entonces y que, porque los saben muy presentes, todavía los temen– mantiene su temática abierta al pensamiento que se coloca sobre el descarte o la nostalgia habituales.

      Desde el fondo oscuro del corazón solar del hemisferio sur, desde la mezcla de razas que no asegura ni degradación ni utopía genética, desde las entrañas inmundas (y, sin embargo, sanadoras) de la internacionalizante industria del entretenimiento, desde la isla Brasil volando eternamente a medio milímetro del suelo real de América, desde el centro de la niebla de la lengua portuguesa, surgen estas palabras que, aunque se sepan de hecho sin pretensiones, son testimonio e interrogación sobre el sentido de las relaciones entre los grupos humanos, los individuos y las formas artísticas, y también de las transacciones comerciales y las fuerzas políticas, en suma, sobre el gusto de la vida en este fin de siglo.

      PARTE I

      ELVIS Y MARILYN

      Suelo decir que, si hubiese dependido de mí, Elvis Presley y Marilyn Monroe nunca se habrían convertido en estrellas. Sin embargo, fui el primero en mencionar –no sin que eso resultara escandaloso– la Coca Cola en una letra de canción en Brasil. En la segunda mitad de los años 50, en Santo Amaro, eran muy pocos los chicos y chicas que se sentían fascinados por la vida americana de la era del rock’n’roll y trataban de copiar sus apariencias. Los muchachos de jeans y botas, las muchachas con cola de caballo y chicle en la boca eran tipos que nosotros conocíamos bien. Pero no solo eran una minoría: me parecían un modelo poco atractivo porque, aun siendo exóticos, eran mediocres. No quiero decir que se tratase de un grupo al que yo no pertenecía y con el que mantenía una relación de hostilidad mutua. No. Era más una tendencia que se manifestaba de forma muchas veces encubierta en algunos pocos conocidos míos –y decididamente no se trataba de los más inteligentes o los de personalidad más interesante. Pero eso no me llevaba a nada, más allá de compartir con los santamarenses razonables una actitud crítica condescendiente con respecto a lo que parecía tan evidentemente inauténtico en esos muchachos. No era la inautenticidad cultural lo que les criticábamos, una alienación de las raíces regionales o nacionales –no manejábamos esas nociones, aunque una forma blanda e ingenua de nacionalismo no nos fuera del todo extraña–; lo que criticábamos era la inautenticidad psicológica visible de esos chicos que se esforzaban por copiar un estilo que los deslumbraba, pero cuyo desarrollo no sabían cómo acompañar. Nos reíamos de ellos, como si nos diéramos cuenta de que estaban actuando.

      De hecho, lo que más me alejaba de esa tendencia a la americanización era que hubiese llegado a mí sin ningún rastro de rebeldía.

      Cuando tenía seis o siete años, hacia fines de los años 40, una de las múltiples primas mayores que vivían en casa con nosotros (ya debía tener entonces más de treinta años) me dijo, entre divertida e irritada, con esa sinceridad negligente con la que nos desahogamos delante de los niños: “Hijito, me gustaría vivir en París y ser existencialista”. Me produjo curiosidad: “Minha Daia –así llamamos aún hoy, a pocos años del 2000, a esa criatura adorable–, ¿qué es existencialista?”. Y ella, con una creciente rabia deliberada en la voz: “Los existencialistas son filósofos que hacen solo lo que quieren, todo lo que tienen ganas de hacer. Yo querría vivir como ellos, lejos de esta vida tacaña de Santo Amaro”.

      Con una mirada retrospectiva, imagino que Minha Daia, en su definición del existencialismo –que sin dudas era un fenómeno pop en los años 40–, podía estar repitiendo simplemente los versos de una exitosa marchita carnavalesca llamada Chiquita Bacana, en la que se completa el retrato del personaje que le da título con la información de que es:

      existencialista

      com toda a razão

      só