Caetano Veloso

Verdad tropical


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todo para los no brasileños– si se tuviese en cuenta no solo el peso histórico y sociológico que representa necesariamente la aparición de una música ultrasofisticada en un contexto como el brasileño, sino sobre todo algunos aspectos propiamente estéticos de gran sutileza y complejidad. En su base, la bossa nova, incluso en la incorporación de las raíces más profundas del samba de Brasil y la frescura del cool jazz americano, fue esencialmente brasileña y, por lo tanto, cargó con un tremendo valor histórico. Dicho de otro modo, la bossa nova no representó el injerto de una rama extranjera en un tronco de raíces indígenas sino más bien una continuación del proceso de innovación que siempre ha sido integral en la historia del samba, constantemente cambiante. A menudo se lee en artículos extranjeros que el primer gesto de la bossa nova fue sacar el samba de las calles, alejarlo de su característica de música para bailar y transformarlo en un género pop para consumo de jóvenes urbanos de clase media. Una vez en que João iba a dar un recital en Nueva York, en 1988, el periodista Julian Dibell, que sabe mucho de música popular brasileña –y tiene una mirada muchas veces original y siempre inteligente sobre el tema–, publicó en el Village Voice un artículo en el que intentaba dar al lector americano una idea de la dimensión revolucionaria de la bossa nova en el ambiente musical y social brasileño caracterizando a João Gilberto como el Elvis de Brasil. Esa comparación, hecha casi como un juego, es muy rica en estímulos para una mente brasileña ya que pone en evidencia, antes que nada, los orígenes casi diametralmente opuestos de la bossa nova y el rock. La renovación del samba por parte de la bossa nova provino de un refinamiento de gustos musicales que fueron influenciados por las canciones americanas de alta calidad de los 30 y el cool jazz de los 50; el rock, por el contrario, fue en esencia un rechazo de cualquier sofisticación y comprueba ese origen cada vez que pretende reafirmarse como el estilo de música ampliamente comercial y regresivo que fue desde el comienzo. Mientras que el rock era simplista y rechazaba la elegancia o la elaboración de Porter o Gershwin, con sus orquestaciones sinfónicas, de Miles Davis o Bill Evans, en João Gilberto era posible reconocer un impulso casi antitético, una continuación más que una supresión de la historia de la música: con él salió a la luz esa larga tradición de estilizaciones sofisticadas que era el samba, una forma que, desde los primeros años del siglo xx, se había distanciado del ritmo de los tambores del candomblé terreiro bahiano y luego del partido-alto de Río, donde los bloques de carnaval se parecían cada vez más a la versión callejera del Folies Bergère en que se habían convertido las escolas do samba. (Esto no pretende de ningún modo menospreciar los conjuntos de percusión –baterías– que constituyen la manifestación más impresionante de originalidad y competencia musical de la cultura popular brasileña).

      El inicio de la transformación del samba en género pop elaborado fue anterior a aquellos modernizadores americanizados de fines de los años 40 y 50. Primero el teatro –comedias musicales, vaudevilles­– y luego la radio y el disco dieron nacimiento a generaciones sucesivas de arregladores, cantantes, compositores e instrumentistas que crearon un samba domado y refinado, sobre todo a partir de los años treinta. Cuando João Gilberto inventó el rasgueo que fue el núcleo de lo que se llamaría la bossa nova, predominaba la forma samba-canção. El samba-canção –que recibió, un poco peyorativamente, el apodo de sambolero– es una especie de balada lenta en la que el ritmo del samba solo es perceptible para un oído brasileño entrenado para reconocerlo en todas sus variaciones de tempo y acentuación. Esa modalidad de samba se venía desarrollando desde Noel Rosa –inclusive con interpretaciones notablemente cool de Mário Reis, un cantor de voz pequeña y estilo desdramatizado– y llegó a ser la parte predominante de una fase de la producción de Ary Barroso y Herivelto Martins, más allá del Caymmi de los años 40. Basta con escuchar las grabaciones de Sílvio Caldas de Maria o Tu, de Ary Barroso, o Carinhoso de Pixinguinha por Orlando Silva –todas de los años 30– para saber que el samba domado y refinado de los estudios y las partituras se había vuelto, desde hacía mucho, el género dominante; los registros de samba callejero o de terreiro, con un tratamiento bien percusivo, eran más la excepción que la regla.

      En los años 50, las carreras de cantantes como Ângela Maria, Carmen Costa, Nora Ney, Nelson Gonçalves, Cauby Peixoto y Dóris Monteiro (por citar solo algunos) estaban centradas en el samba-canção “de mitad de año”, en oposición a los sambas bailables del Carnaval. Nora Ney, en particular, con su voz grave y su dicción límpida, fundó un estilo urbano y nocturno, marcado por una densidad que podríamos llamar literaria, con un repertorio de magníficos sambas-canções de Antônio Maria, Fernando Lobo y Pernambuco. (Curiosamente fue esa misma mujer la primera en cantar un rock en Brasil –Rock Around the Clock– en un programa en el Auditorio de la Radio Nacional de Río de Janeiro). El samba-canção también predominaba en la producción comercial de baja calidad. Pero incluso aquellos sambas de tempo rápido –y las grabaciones pensadas para ser bailadas en Carnaval– tenían tratamientos orquestales e interpretaciones vocales que los alejaban de la batucada primitiva. En suma: el samba ha sido un género pop para consumo de poblaciones urbanas desde su consolidación estilística en Río de Janeiro, para la que el teatro, la radio y el disco fueron una contribución decisiva. Recién en las últimas décadas del siglo xx empezaron a ser comercializadas grabaciones de sambas de escola, con la percusión exuberante de las baterías. El LP anual de los sambas-enredos de las grandes escolas do samba de Río fue pensado en un primer momento como un producto para turistas, pero se transformó rápidamente en un ítem ineludible en la agenda de todas las compañías discográficas de Brasil y una previsión también obligatoria en el presupuesto de la amplia faja de consumidores brasileños.

      Es evidente para mí que esa elasticidad del mercado, que extendió sus tentáculos hacia todas las formas brutas de manifestación musical –no solo los sambas callejeros de Bahía o Río sino toda una variada gama de estilos abordados de un modo más documental–, también se debe, en última instancia, a la bossa nova. Y no tanto por la acción directa de algunos de los participantes que fueron a buscar las raíces de todo en el morro y el sertão –y trajeron de allí a Cartola y a João do Vale, a Zé Kéti y a Clementina de Jesus– sino por el grado de elaboración de la estilización lograda: sin esa seguridad que nos dio la bossa nova en cuanto a nuestra capacidad de crear productos acabados, todavía estaríamos dejando fuera de los estudios a los tamboriles de la Juventud Independiente del Padre Miguel y los armónicos de la voz de Nelson Cavaquinho.

      La aparición de la cantante Maysa –una bella mujer de dieciocho años y ojos verdes salvajes que, con su voz ronca, pasó, de la noche a la mañana, de joven señora de la alta sociedad paulista a fetiche del mundo bohemio–, justo antes de la eclosión de la bossa nova, fue una coronación de esa tendencia hacia el samba-canção interiorizado e intimista que ella misma, como compositora que también era, enriqueció con algunas pocas e inolvidables canciones simples y ejemplares. Entre las melodías más bellas que grabó, hay una composición de Tom Jobim, Caminhos cruzados, que João Gilberto también grabó años más tarde. Es útil comparar las dos grabaciones para entender el significado del gesto fundamental de la invención de la bossa nova. La interpretación de João es más introspectiva que la de Maysa, y al mismo tiempo violentamente menos dramática; pero, así como en la versión de Maysa los elementos esenciales del ritmo original del samba están casi totalmente olvidados en la concepción del arreglo y, sobre todo, en las inflexiones del fraseo, en la de João se llega a oír –con el oído interior– el surdo de un samba callejero batiendo descansada y regularmente de punta a punta de la canción. Es una clase de cómo el samba puede estar íntegro incluso en las formas aparentemente más disfrazadas; un modo de reencontrar la mano del primer negro golpeando el cuero del primer tambor en el lugar de nacimiento del samba. (Y aquí suena un arreglo de cuerdas del alemán Claus Ogerman). Personalmente, me parece que esa versión de Caminhos cruzados de João es uno de los mejores ejemplos de música para bailar –y esto no es una opinión excéntrica y rebuscada: de hecho, me gusta sambar al son de esa grabación, y cada vez que lo hago siento lo maravilloso que es sambar y saber que João Gilberto me está mostrando el samba-samba que estaba escondido en un samba-canção que, si no hubiese sido por él, habría fingido siempre ser una simple balada.

      En ocasión de un recital de João Gilberto en Nueva York en 1988, el periodista Julian Dibell, que sabe mucho sobre música popular brasileña –y tiene una visión muchas veces original y siempre inteligente