Caetano Veloso

Verdad tropical


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De Warhol”– la que se me impuso como una figura con cierto valor estético e interés cultural porque fue la reconsideración de los íconos de gran consumo popular, la tendencia creciente a tomarlos como información nueva, como imágenes brutas que comentaban el mundo si nosotros no las comentábamos, y empecé a intuir –y a captar en charlas frívolas con amigos y en artículos frívolos de periódicos al final de la década de los 50 y comienzo de la de los 60, época que coincidió con mi mudanza de Santo Amaro hacia Salvador. Pero yo no tenía ni el menor conocimiento de lo que pasaba en el mundo de las artes en Nueva York en la aurora de la década loca. En otras palabras: el que realizó el gesto que le dio sentido nítido a esas tendencias –el que realizó la serie de retratos de Marilyn (y Elvis)– fue Andy Warhol, por eso le doy crédito por un tipo de percepción que desarrollé (y desarrollé muy poco, porque cuando aquello llegó, tarde, algunos amigos míos ya habían ido mucho más lejos) antes siquiera de aprender su nombre. Es como si Marilyn hubiese existido solo para ser un personaje del mundo de Warhol y como si pudiéramos decir, parafraseando a Oscar Wilde sobre Balzac, que el siglo xx, tal como lo conocemos, es una creación de Andy Warhol. Aunque está claro que, a partir de cierto punto, incluso sin conocer sus nombres, ya eran influencias indirectas de los artistas pop americanos que llegaban a mí a través de lo que veía y leía –o escuchaba en conversaciones– de artistas y escritores brasileños más informados o mejor formados que yo. Eso, sin embargo, solo sucedió efectivamente en la segunda mitad de los años 60. Por ahora, basta decir que el tipo de sensibilidad que instauraría un imaginario emparentado con el imaginario pop todavía era, en ese comienzo de década, demasiado embrionario para determinar mis elecciones y mis juicios. Más bien valdría enfatizar cuán sometido estaba a otros movimientos del espíritu que recibían estímulos irresistibles. De hecho, había otras razones para que la mitología americana de los años 50 no causase un impacto considerable en mí ni en los otros muchachos brasileños de mi edad (porque no solo en Santo Amaro los fans del rock eran minoría).

      A comienzos de los años 80, Roberto Dávila, un periodista de la televisión que sería más tarde viceprefecto de Río, me pidió que fuera a Nueva York con él para ayudarlo a entrevistar a Mick Jagger para una nueva serie de programas de largas entrevistas llamado Conexão Internacional. Me dijo que me invitaba porque yo sabía lo que pasaba en el mundo del rock’n’roll y hablaba inglés: él le haría preguntas periodísticas a Mick Jagger en francés y yo intervendría con una conversación más relajada en inglés sobre los puntos que tuviéramos en común (Jagger y yo). Decir que yo entendía de rock y hablaba inglés era verdad solo puesto en contexto: mi amigo periodista no entendía nada de rock ni hablaba inglés en absoluto. Pero, supuestamente, mi presencia iba a aumentar la curiosidad que provocaría el programa, teniendo en cuenta que en la prensa solían llamar a los tipos como yo “el Bob Dylan brasileño”, “el John Lennon brasileño” o –cosa que convenía callar en este caso– “el Mick Jagger brasileño”. De cualquier forma, como nunca les tuve demasiada antipatía a esas calificaciones imbéciles, acepté la invitación. También, claro, por curiosidad y admiración por Mick Jagger. Admiración que creció con ese contacto personal casi impersonal, aunque la entrevista, como programa de televisión, no haya resultado muy interesante (sobre todo porque las respuestas de Mick estaban tapadas por una voz que leía en primer plano la traducción al portugués). Lo que me resulta interesante referir es que, cuando le pregunté cómo fue que el rock lo había conquistado, le conté de mi desprecio inicial por Elvis y, basándome en que él y yo éramos de la misma generación y habíamos llegado a la universidad, le dije que el inicio del rock me había resultado primario y poco estimulante y que tanto a mí como a muchos otros brasileños la bossa nova nos había atraído muy fuertemente y nos había orientado en otra dirección. Me interrumpió y dijo: “Eso es bueno. Sería muy aburrido si no hubiese estilos diferentes en los diferentes lugares y la música estuviese mundialmente uniformizada”. No me lo dijo como una gentileza sino más bien como una leve reprimenda. Aparentemente él creyó que yo me estaba culpando por no haberme interesado lo suficientemente temprano por el rock’n’roll. Sin embargo, esa única observación me sonaba natural y absolutamente correcta. Viví y vivo como un acontecimiento auspicioso el hecho de que la bossa nova haya surgido entre nosotros justamente cuando mis compañeros y yo estábamos empezando a aprender a pensar y a sentir.

      Tenía diecisiete años cuando escuché por primera vez a João Gilberto. Todavía vivía en Santo Amaro y un compañero del colegio me mostró la novedad que le había parecido extraña y por eso mismo juzgó que me interesaría: “Caetano, a ti que te gustan las cosas locas, tienes que escuchar el disco del tipo este que canta totalmente desafinado; la orquesta va para un lado y él para el otro”. Exageraba la extrañeza que le producía escuchar a João Gilberto, probablemente alentado por el título de la canción Desafinado, una pista falsa para los primeros oyentes de una composición que, con sus intervalos melódicos inusitados, exigía intérpretes afinadísimos y terminaba, con la delicada ironía de sus palabras, pidiendo tolerancia para los que no lo eran.

      Se você disser que eu desafino amor

      Saiba que isso em mim provoca imensa dor

      Só privilegiados têm ouvido igual ao seu

      Eu possuo apenas o que Deus me deu

      Se você insiste em classificar

      Meu comportamento de antimusical

      Eu, mesmo mentindo devo argumentar

      Que isto é bossa nova

      Que isto é muito natural

      O que você não sabe, nem sequer pressente

      É que os desafinados também têm um coração

      Fotografei você na minha Rolleiflex

      Revelou-se a sua enorme ingratidão

      Só não poderá falar assim do meu amor

      Este é o maior que você pode encontrar, viu

      Você com a sua música esqueceu o principal

      Que no peito dos desafinados

      No fundo do peito bate calado

      Que no peito dos desafinados

      La bossa nova nos arrebató. Aquello que yo acompañé como una sucesión de delicias para mi inteligencia fue el desarrollo de un proceso radical de cambio en una fase cultural que nos llevó a rever nuestro gusto, nuestro acervo y –lo que es más importante– nuestras posibilidades. La interpretación de João Gilberto, tan personal y penetrante, del espíritu del samba se manifestaba en un rasgueo de guitarra mecánicamente simple pero musicalmente difícil ya que sugería una infinidad de maneras sutiles de hacer que las frases melódicas se balancearan sobre la armonía de voces que caminaban con fluidez y equilibrio. De este modo, catalizó los elementos disparadores de una revolución que no solo fue condición de posibilidad del desarrollo pleno del trabajo de Antônio Carlos Jobim, Carlos Lyra, Newton Mendonça, João Donato, Ronaldo Bôscoli, Sérgio Ricardo –sus compañeros de generación– sino que abrió un camino para los más jóvenes que venían llegando –Roberto Menescal, Sérgio Mendes, Nara Leão, Baden Powell, Leny Andrade– y otorgó sentido a las búsquedas de otros músicos talentosos que, desde los años 40, procuraban una modernización a través de la imitación de la música americana –Dick Farney, Lúcio Alves, Johnny Alf, el conjunto vocal Os Cariocas. Así, revalorizó la calidad de sus creaciones y la legitimidad de sus pretensiones (pero también engañó a todos al demostrar un dominio de los procedimientos del cool jazz, en ese momento en la cresta de la ola de la invención de los Estados Unidos, lo que le permitió reestablecer mejor un vínculo con lo más grande de la tradición brasileña: el canto de Orlando Silva y Ciro Monteiro, la composición de Ary Barroso y Dorival Caymmi, de Wilson Batista y Geraldo Pereira, las iluminaciones de Assis Valente, en suma, todo un mundo del que aquellos modernizadores se querían desligar en su apego por los estilos americanos ya un poco envejecidos). Marcó así una posición para la ejecución y usufructo de la música popular en Brasil que sugería un programa para el futuro y miraba el pasado con otra perspectiva, cosa que llamó la atención de