Caetano Veloso

Verdad tropical


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ya que se refirió a “filósofos existencialistas” cuando quiso contarme (sin imaginar que yo nunca lo olvidaría) de aquellos que la tentaban mostrándole una vida más libre que la que le era posible llevar en Santo Amaro.

      La rebelión contra esa vida “tacaña” no parecía ser un rasgo del comportamiento de mis colegas que imitaban a los cantantes de rock americanos. Por el contrario, sus actitudes, que sugerían un intento torpe por ganar estatus dentro de una escala de valores establecidos y mal interpretados, eran, a mis ojos, una nítida muestra de conformismo. Personalmente, yo sabía que lo verdaderamente importante para mí no los sensibilizaba.

      Santo Amaro, donde nací en 1942, era una pequeña ciudad bastante homogénea desde el punto de vista urbanístico y arquitectónico –incluso hoy, algunas construcciones todavía en pie datan del siglo xviii y, muchas, del siglo xix– y, ya a mediados del siglo xx, no abrigaba heterogeneidades sociales estridentes la clase media baja que poblaba los grandes sobrados y las casitas pegadas unas a otras frente a caminos arbolados con Ficus Benjamina y calles con adoquines de granito (nuestra familia pertenecía a esa clase media: mi papá era funcionario de Correos y Telégrafos) estaba siempre muy cerca de la pobreza semirrural que rodeaba el centro del municipio (y proveía de mano de obra para trabajos domésticos), pero no tenía ningún contacto directo con la riqueza: el fausto que muchas familias locales conocieron desde el período colonial hasta fines del siglo xix dejó una herencia arquitectónica para funcionarios públicos, curas, médicos, dentistas, jueces, abogados y pequeños comerciantes, pero la tradicional fuente de ingresos de la región –el azúcar, con sus ingenios y usinas rodeados por vastos cañaverales– pasó poco a poco a integrar patrimonios mucho mayores, centrados en otras regiones del país, de modo que nada de lo que se ganaba con el producto de la tierra del municipio era gastado en Santo Amaro, y ninguno de los nuevos grandes terratenientes vivía o había nacido allí.

      Yo llevaba una vida pacífica, en medio de una familia grande y amorosa, en esa ciudad pequeña y bonita en su urbanismo acogedor.

      Aun así, la pobreza vista siempre tan de cerca no era lo único que me llevaba a querer cuestionar el mundo: los valores y hábitos consagrados estaban lejos de parecerme aceptables. Era impensable, por ejemplo, tener sexo con las muchachas que respetábamos y nos gustaban; las chicas negras de las familias que estaban en el límite de la clase media tenían que tener el pelo estirado para poder sentirse presentables; las mujeres y jóvenes “rectas” no debían fumar; un tipo con aspecto de canalla que se “comía” chicos (a pesar de que se repetía siempre en el colegio que “el que empieza poniéndola acaba entregando” y ese mismo tipo ya era considerado como en una especie de “fase de transición”) encontraba un ambiente de complicidad masculina en el bar en el que se insultaba a los maricones (o a cualquiera que le pareciese levemente afeminado al grupo de parroquianos; los hombres casados eran alentados a tener por lo menos una amante, mientras que las mujeres (amantes o esposas) tenían que ostentar una fidelidad inquebrantable, etcétera. Por supuesto que los principios que estaban detrás de esos hábitos no eran exclusividad de Santo Amaro, ni siquiera de las pequeñas ciudades del interior: en los años 50, con variaciones según la región, clase y cultura, sucedía más o menos lo mismo en todos lados. Y, si bien hoy aquellas costumbres parecen revolucionadas a tal punto que mucha gente alardea con la amenaza del caos, los presupuestos que las sustentaban y que existían desde hacía mucho tiempo permanecen, aunque muchas veces solo como tema de discusión.

      Era tímido y extravagante. Introspectivo, me entregaba a muchas horas solitarias en la rama del guayabo púrpura del jardín y al piano de la sala, en el que sacaba de oído canciones simples aprendidas de la radio y cuyas melodías eran masacradas