Caetano Veloso

Verdad tropical


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hecha casi en broma, es extremadamente rica para una mente brasileña. Surge en el contexto apurado del periodismo y puede aparentar cierta irresponsabilidad, pero revela que el autor tocó un punto vivo de la cuestión. Está claro que no se puede identificar una renovación del samba, nacida de una sofisticación del gusto musical en gran parte desarrollado en el culto a la calidad de la canción americana de los años 30 y al tratamiento cool de los jazzistas de los años 50, con el rock, que es fundamentalmente un gesto de rechazo a toda sofisticación. ¿Qué pensar, sin embargo, si los dos desempeñaran funciones semejantes? En efecto, las reacciones contra el rock en los Estados Unidos y contra la bossa nova en Brasil se alimentaban de la inseguridad de los mediocres frente a cualquier cosa que fuera más allá de lo convencional. Y los que deseaban transgredir las convenciones y salir de la mediocridad se reunían en torno a esos movimientos.

      En Santo Amaro, aquellos que venerábamos a João Gilberto solíamos parar en una taberna modesta, el “bar de Bubu”, a la que llamábamos así por el nombre de su dueño, un negro gordo que había comprado el primer LP de João, Chega de saudade (disco inaugural del movimiento), y lo ponía a repetición. Lo hacía primero porque a él le gustaba y luego porque sabía que nosotros íbamos allí para escucharlo. Éramos un grupo pequeño: cuatro o cinco colegiales sin dinero para comprar el LP. La atmósfera de culto minoritario de esas escenas, opuesta a la explosión masiva del rock’n’roll en América del Norte, no debe conducirnos a una negación del carácter generacional subversivo común a los dos fenómenos y que constituye la médula de la argumentación de aquel periodista del Village Voice. Por un lado, casi todos los testimonios de americanos para quienes el rock’n’roll fue, en la adolescencia, fuente de inspiración de sus ambiciones intelectuales, políticas y existenciales mantienen el tono de culto cerrado, de cofradía esotérica, a pesar de la ostentosa inclinación comercial de los discos de Chuck Berry, Little Richard o Bill Haley. Por otro lado, el hecho de que a Bubu le gustase João era un primer signo de que Chico Motta, Dasinho, Bethânia y yo no estábamos solos en el entusiasmo de nuestro descubrimiento: en breve la bossa nova tendría un peso considerable incluso en el mercado de discos del país y –lo que es aún más revelador–, aun hoy, si cualquiera de nosotros cantara Chega de saudade, canción-himno del movimiento, en un espectáculo multitudinario en un estadio de cualquier ciudad de Brasil, sería sin dudas acompañado por un coro de decenas de miles de personas de todas las edades que cantaría cada sílaba y cada nota de la larga y rica melodía. Eso no sucedería si la canción elegida fuese Blue suede shoes, Roll over Beethoven o Rock Around the Clock.

      Uno de los elementos que contribuyeron con mi frialdad delante del espectáculo de la pantalla y la platea era la absoluta ausencia de novedad en el rock’n’roll como baile, un enigma que hoy me sigue resultando indescifrable. Tampoco el rock como música me sonaba del todo original. La única diferencia que podía escuchar entre Rock Around the Clock e In the Mood o cualquier arreglo de blues de doce compases era su estridencia y un intento poco elegante de alcanzar un ritmo mucho más salvaje que el que había tenido la música americana hasta entonces. Así y todo era mucho menos intenso rítmicamente de lo que siempre habían sido la música cubana o brasileña. Pero lo que era insoportablemente igual a todo lo que se podía ver en las películas americanas de los años 30 y 40 era el baile aquel en el que el muchacho hacía girar a la chica y después se tomaban las cuatro manos y él la pasaba por entre sus piernas, etcétera. La fuerza irracional que tardó tanto en poseerme ya había atrapado a muchos de los espectadores de cine.

      El Cine Guarany no estaba lleno. Apretado entre el sentimentalismo de burdel y la sofisticación creciente de los músicos que hicieron posible el surgimiento (y del público que hizo posible el éxito) de la bossa nova, el rock’n’roll no produjo en Brasil una minoría de masas (para usar el término de Décio Pignatari) que lo transformase en un fenómeno comercial o en una referencia cultural indeclinable; como el origen social de sus seguidores de la primera hora era indefinible, ya que se hubiese requerido al mismo tiempo un gusto suburbano y cierto poder económico que permitiera el acceso inmediato a informaciones sobre cultura americana –discos, películas, revistas–, muchas veces el gusto de un fan de rock’n’roll tenía esas características pero no contaba con medios para tomar, por ejemplo, clases particulares de inglés y, otras veces, el hijo de una familia pudiente tenía acceso a productos americanos pero mantenía una actitud elitista a la que el rock no se adaptaba, como un mero signo exterior de modernidad. Rara vez coincidían ambos requisitos en una misma persona o en un mismo grupo (o una persona o grupo se relacionaba con esas cuestiones de manera lo suficientemente libre y fuerte) como para formar una personalidad o un ambiente al que se pudiera llamar genuinamente roquero.

      En Brasil, en la actualidad, todavía se establecen algunas paradojas y confusiones que se alimentan de la falta de claridad con respecto a la génesis del culto del rock’n’roll entre nosotros: no es raro que los grupos que empezaron a surgir en los años 80 combinaran un encanto de periferia con cierto esnobismo de chicos de clase alta que conocen todo lo que pasa en la transvanguardia del post-neo-rock’n’roll inglés (no solo los discos sino también –y tal vez sobre todo– las publicaciones de la prensa sobre “estilo”, etcétera) o, más recientemente, en la criba de los grupos de Seattle. En cuanto a mí, no puede dejar de sonarme gracioso el uso de la expresión “de garage” para definir un rock salvaje, despojado y antiburgués, porque crecí sin auto y entre personas que tampoco tenían, y no estaban siquiera en posición de soñar con tener uno. La mera existencia de un garage en casa hubiera sido, para mí, un signo de vida lujosa. Sin dudas, esa reacción es mucho más comprensible en un chico que creció en Santo Amaro que en uno que creció en San Pablo. Sobre todo, es más comprensible en alguien que creció en el Brasil en los años 50, esto es, antes de las consecuencias de la implantación de la industria automotriz, que en alguien que esté creciendo ahora. Es cierto que a un americano le llamaría la atención nuestro asombro frente a la elección del garage como caverna de subversión, lo que habla mucho de nuestras diferencias económicas, pero también las amortiguaciones extrañas que encuentran los impactos culturales de fenómenos de masa del llamado primer mundo en países como Brasil, sobre todo dentro de Brasil mismo. De ese modo, a fines de los años 50, un joven brasileño talentoso que amara el rock y quisiera desarrollar un estilo propio dentro del género no solo enfrentaba la tradición ultramelódica de la música brasileña de base luso-africana y veleidades italianas –y la atmósfera católica de nuestra imaginación–, sino también la dificultad de decidir entre consolidarse como un paria o como un privilegiado.