Oriol Fontdevila

El arte de la mediación


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      En todo caso, moviéndose los filósofos del círculo de Jena entre la apreciación de la mediación y el deseo de negarla, no deja de ser significativo que le faltara tiempo a Fichte para acuñar el término inmediación a principios de la década de 1790: con su pensamiento, Fichte prefiguró la posibilidad de un Yo Absoluto en tanto que identidad autónoma y no determinada, el cual tendría la capacidad de obtener un conocimiento inmediato de la realidad por el mero ejercicio de la consciencia. El no-Yo (la naturaleza) es, de hecho, una proyección del Yo, por lo que, según Fichte, el conocimiento no pasaría tanto por la mediación que efectúan los sentidos entre la realidad y la capacidad cognoscitiva del Yo, sino por un reconocimiento de la absolutidad del Yo. Algo a lo que, a su vez, se llega por intuición intelectual –la consciencia inmediata– y nunca por medio de lo que sería el engañoso conocimiento mediado por los sentidos.

      Fichte pone como ejemplo la relación entre la luz y la oscuridad. El crepúsculo aparece entre ambos como el tránsito de una entidad a la otra y, por lo tanto, como una suerte de “síntesis de la mediación”. Ahora bien, según el filósofo esta mediación es falsa puesto que “la luz y la oscuridad no son realmente opuestos […]. La oscuridad es simplemente la ausencia de luz”64. De esta manera, una vez superado el trampantojo de la mediación como crepúsculo, la inmediación es lo que permite a Fichte explicar la relación entre la luz y la oscuridad como partes del mismo fenómeno. Del mismo modo que la relación entre el Yo y el no-Yo son las partes constituyentes de un Yo Absoluto de acuerdo con su filosofía.

      La “síntesis de la mediación” a la que Fichte se refería eran las categorías del conocimiento tal y como las había establecido Immanuel Kant con su Crítica a la razón pura durante la década anterior65. Fichte y los demás Idealistas coincidieron en poner en tela de juicio el límite que el filósofo de Königsberg había interpuesto entre aquello cognoscible y la Cosa-en-sí (Das Ding as sich). Tal y como es conocido, Kant supuso un trasfondo de realidad que no es perceptible directamente (el llamado noumenon), el cual existe por detrás de los fenómenos que los humanos aprehendemos por medio del entendimiento. Por lo que, según Kant, si el conocimiento de la realidad es posible, esto siempre va a ser gracias a la mediación que ejercen las categorías del conocimiento, las cuales permiten organizar el material en bruto obtenido con las impresiones en representaciones mentales.

      Ahora bien, también es significativo el papel que Kant atribuyó al arte al respecto de todo esto y, más específicamente, a la noción de lo sublime. Kant definió lo sublime como un registro superior de la experiencia estética, el cual es a la vez placentero y abrumador en tanto que apunta hacia magnitudes infinitas, que superan los límites de la intuición sensible. Lo sublime es una experiencia de desborde, algo que “sobrepasa todo patrón de medida de los sentidos”66, tal y como este filósofo pensó que puede producirse estando frente a las pirámides de Egipto, bajo la cúpula de la basílica de San Pedro o bien en presencia de una tempestad. En casos como estos las mediaciones que los humanos interponemos para la comprensión de la realidad se ven rebosadas y abatidas. Y, aunque lo sublime no llega, ni siquiera así, a facilitar un acceso inmediato a la Cosa-en-sí, sí que confiere, en cambio, un “presentimiento de la verdadera dimensión de la Cosa”67; esto es, una intuición que permite pensar (aunque no percibir) la estructura nouménica que recorre por debajo el mundo de los fenómenos sensibles.

      Es conocida la asimilación que el arte de vanguardia del siglo XX hizo de la categoría de sublime. Jean-François Lyotard ha reconocido lo sublime como la misma condición del arte de vanguardia, el cual tiene como correlato el efecto de shock que este arte habría perseguido producir frente a los modos consensuados de aprehender la realidad68. Esta equiparación del shock de la vanguardia con lo sublime kantiano quedó nítidamente manifiesta con los pintores del Expresionismo norteamericano de la década de 1940, quienes atribuyeron a la pintura abstracta la posibilidad de desbordar los límites del mundo fenoménico y de “reconsiderar el deseo natural humano por lo elevado, por nuestra preocupación de relacionarnos con las emociones absolutas”. Así, el artista Barnett Newmann se preguntaba en 1948: “Si rechazamos vivir en la abstracción, ¿cómo podremos crear entonces un arte sublime?”69.

      En correspondencia, cuando el arte persigue lo sublime, se presume también un decrecimiento notable de la mediación, tanto a nivel cognitivo como –por analogía– a nivel institucional. Por un lado, el efecto de shock producido por el arte moderno implica que, con este, se lograría echar a perder las mediaciones cognoscitivas tal y como las efectúa habitualmente el espectador. Mientras que, por el lado de la institución museística, el mismo dispositivo de exposición ya se ha visto que procedió a acompañar tal expectativa ofreciendo lo que tal vez ha sido la mejor puesta en escena de la inmediación: el museo de arte moderno consiguió anticipar el efecto de lo sublime por medio del white cube, articulando un entorno inmersivo y depurado de cualquier traza de la mediación. Por medio del cubo blanco, el arte se presenta como una pura intuición de la Cosa-en-sí. Con su aparente suspensión de la mediación, el cubo blanco se debe reconocer como una de las más grandes piruetas de la mediación del siglo XX.

      Toda la estética de Kant se encuentra, de hecho, atravesada por un decrecimiento de la mediación. La suspensión de la mediación no solamente se atribuye a lo sublime, sino que la misma posibilidad de realizar un juicio estético requiere de la interrupción de las formas ordinarias de la experiencia sensible. Para que se produzca el juicio estético, la obra de arte debe aparecer frente al espectador como una “finalidad sin fin” y, por lo tanto, como algo incondicionado y orgánico, algo que es producto de una “necesidad interna”, como si fuera la obra de arte un fruto de la naturaleza. Ese desinterés es lo que facilita al arte posicionarse como un activador del “libre juego de las facultades” e incentivar para sí una relación meramente contemplativa. Por esta razón, el arte deviene un principio de disrupción superior, siempre que consiga situarse al margen de las mediaciones con que el mundo aparece articulado. De esta forma, en Kant encontramos una primera formulación del arte en tanto que agente autónomo y, asimismo, se fragua una primera asociación entre la autonomía del arte, la disrupción frente a lo establecido y el decrecimiento de la mediación.

      Los textos de corte más filosófico que Clement Greenberg escribió a principios de 1970 aún se hacen eco del planteamiento de Kant. Este crítico describió la estética como “una intuición” que, siendo “reflexiva e intransitiva”, inmediata, tiene la facultad de “registrar las propiedades de las cosas”. De este modo, según desarrolló Greenberg, la experiencia estética acarrea una experiencia de distanciamiento frente al mundo de las apariencias, estableciéndose esta “distancia estética” como un tipo de atención “por medio de la cual penetra una consciencia que es percibida y aceptada por su misma inmediatez”70.

      La concatenación entre autonomía del arte, inmediación y relación discordante con la realidad se extiende aún hasta nuestros días con el pensamiento de Jacques Rancière. Este filósofo compara el régimen de la estética que se inauguró con el Romanticismo con la abstracción musical –y lo contrapone a la mímesis en que se basaban las bellas artes– para definir la estética como “una relación sin mediaciones entre el cálculo de la obra y el puro afecto sensible, que es también la relación inmediata entre el aparato técnico y el canto de la interioridad”71.

      En todo caso, si se sigue el razonamiento de Kant y se cruza con el que se ha visto antes de Fichte, se encuentra la aportación de otro filósofo del círculo de Jena: Friedrich Schelling, quien identificó el arte con el absoluto mismo. Por un lado, Fichte ya había negado en menos de una década el supuesto kantiano de una Cosa-en-sí, la cual tan solo podía ser conocida indirectamente y a través de la mediación. Por lo que, a partir de Fichte, Schelling pudo desarrollar sucesivamente las implicaciones estéticas de la cuestión del Yo Absoluto, si bien tomando en consideración la idea kantiana de la autonomía del arte.

      De este modo, con su Sistema del Idealismo trascendental (1800), Schelling planteó que en el arte devenido autónomo es donde se cumple la experiencia del Yo Absoluto, en tanto que el artista –proyectado aquí como genio– es quien ostenta propiamente la capacidad para resolver la tensión fichteana entre el Yo y el no-Yo, entre el espíritu y la