Oriol Fontdevila

El arte de la mediación


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“las actitudes mágicas hacia las imágenes son tan poderosas en el mundo moderno como lo fueron durante la Edad Media [...]. No es algo de lo que nos desprendamos cuando crecemos, cuando devenimos modernos o cuando adquirimos consciencia crítica”50.

      La aseveración que hemos recogido de Anselm Frankle respecto al languidecer moderno del animismo puede ser rebatida si atendemos a otro pasaje que pone en juego la estructura de un museo: en el Museo de l’Almodí de Xàtiva cuelga hoy en día bocabajo el retrato con que en 1719 se personó el monarca Felipe V en el salón de la Casa de la Ciudad. La estrategia de consolidar el poder de un gobernante sobre el territorio gobernado por medio de la diseminación de su propia imagen se remonta al Imperio Persa, donde el grabado de la efigie de los sátrapas en las monedas recordaba a los recaudadores de impuestos a quiénes debían su lealtad. Asimismo, tal y como recoge Ignasi Prat en su proyecto Inventario del Retrato Político Oficial (desde 2013), en todo el Estado Español todavía sigue vigente el Real Decreto que regula disponer una imagen del jefe de Estado “en un lugar preferente” de los salones de plenos de todos los ayuntamientos. De este modo, la presencia del retrato de Felipe VI es lo que inviste actualmente de autoridad a estos espacios para el ejercicio del poder en cada plaza51.

      Ahora bien, no por extendida y prolongada en el tiempo esta estrategia es infalible, sino que, contrariamente, el poder de las imágenes nunca es soberano. Aunque se trate de la imagen del rey, ya se ha visto que el poder de las imágenes tiene que ver con una cuestión de agencia. Por lo que, tal y como demuestra el caso de Xàtiva, el mismo retrato colgado del revés sirve para articular el mensaje contrario, tratándose en este caso de prácticamente un conjuro antimonárquico: cuando en 1956 el retrato ingresó en el Museo de l’Almodí, el entonces párroco de la ciudad convenció al director de la institución para colgar el cuadro de este modo y dejarlo así hasta que los Borbones se disculparan por lo menos tres veces por la orden que dio su antecesor de devastar la ciudad durante la Guerra de Sucesión. A día de hoy, mientras que la pintura se ha convertido en una de las mayores atracciones turísticas de la ciudad, Xàtiva no ha recibido aún ninguna disculpa por parte de los monarcas. Sin embargo, desde que la imagen se dispuso a la inversa, también se dice que nadie de la familia de los Borbón ha vuelto a poner los pies allí. Por lo que se puede otorgar al montaje una cierta función antropopaica: la imagen así dispuesta tal vez estaría protegiendo a los setabenses de la monarquía española mientras no se haga efectivo su arrepentimiento.

      En todo caso, lo que quiero subrayar con este retrato real, así como con los retratos maternos y con el ejemplo de Cummings, es el papel central que en todos se confiere a la mímesis: si las imágenes adquieren agencia para consolidar el poder real, es porque los retratos remiten al aspecto físico de los gobernantes. Así también, en tanto que las figuras que aparecen en las fotos remiten a las madres, con su manipulación se puede ejercer una cierta influencia sobre estas y, asimismo, sobre el lazo filial.

      Tal y como lo ha desarrollado Alfred Gell, la mímesis es lo que confiere a los signos la posibilidad de absorber su referente. Es decir, mediante la estrategia de la mímesis, los signos dejan de ser meras abstracciones para pasar a funcionar como indicios, indicadores de cualidades que son inherentes a lo representado. La relación que la imagen guarda con su referente no tiene nada que ver con la relación que la palabra “mesa” establece con una mesa. Sino que, frente a las imágenes, los humanos tenemos por hábito comportarnos según una relación indicial, tal y como la que tiene el humo en relación con el fuego –ejemplo clásico de indicio donde los haya–. Si vemos humo, pensamos que hay fuego; del mismo modo que si vemos la imagen de nuestras madres con los ojos recortados pensamos que nada bueno querrá de ellas quien lo haya ejecutado.

      Gell propone el encantamiento vudú como un ejemplo paradigmático para comprender el funcionamiento de la mímesis: debido a la relación indicial, la copia no se puede a llegar a desvincular del todo de su referente, por lo que los muñecos que remiten a un sujeto determinado se pueden usar para conseguir ejercer una cierta influencia sobre este. Algunas teorías desarrolladas en torno al arte occidental también han comprendido la mímesis según este modo de proceder. La llamada “mímesis invertida” es, de hecho, un aspecto clave de la teoría de la performatividad de John Austin, así como de la teoría de la narratividad de Paul Ricoeur. Encontramos un ejemplo exacerbado en Oscar Wilde cuando, en la cúspide del idealismo estético, el escritor profirió que “la vida imita al arte mucho más que el arte imita a la vida”. Wilde se refería con sus palabras a la mímesis tal y como la había visto practicar a William Turner, a quien –como veremos en el siguiente capítulo– le fueron suficientes un manojo de pinceles y la distribución estratégica de las telas para dejar cubierto de niebla el Londres victoriano.

      La sospecha de que la vida imite al arte, y no al revés, fue lo que definitivamente desalentó a los estudiantes de Cummings para recortar los ojos de las imágenes. Y, por alguna razón similar, plataformas de todo el mundo recomiendan en la actualidad prudencia a los progenitores a la hora de colgar fotografías de sus bebés en las redes sociales. Una vez más se trata, aquí, de prevenirnos de la vulnerabilidad que reporta la distribución masiva de la imagen para los sujetos que aparecen representados. Si la imagen confiere poder –tal y como ya imaginaron los sátrapas hace algunos milenios–, esto siempre es a cambio de que las imágenes insertan a los sujetos en unas redes que, al fin y al cabo, también los mantienen atados. Por tanto, en la imagen mimética se encuentra un poder específico a la vez que también es portadora de vulnerabilidad.

      La eficacia del hechizo vudú no es algo que, sin embargo, tenga que ver con la trascendencia religiosa ni con alguna creencia supersticiosa determinada. Contrariamente, tal y como lo explica Gell, la psicología que sostiene este hechizo tiene que ver con la misma consciencia social que es inherente a los sujetos humanos: “Nosotros sufrimos, en tanto que receptores, las formas de agencia que están mediadas por nuestra propia imagen”, dice el antropólogo; lo cual se debe a que nos pensamos en tanto que “personas distribuidas”. Como seres sociales, “no estamos presentes solo en nuestros cuerpos en singular, sino también en todo aquello que nos rodea y que parece soportar el testimonio de nuestra existencia, nuestros atributos y nuestra propia agencia”. Así, el sujeto, una vez aparece representado, piensa: “Soy la causa de la forma que toma mi representación”52, por lo que se forma un vínculo íntimo entre el yo y la representación que lleva a cuidar de la propia imagen como si se tratara del cuidado de uno mismo.

      LAS TRAMPAS DEL ORNAMENTO

      Alfred Gell encuentra en los motivos ornamentales un segundo procedimiento de agencia artística. A diferencia de la mímesis, la agencia no se debe en este caso a la remisión de los motivos a alguna referencia externa. Al contrario, con el ornamento, la efectividad del arte guarda relación con una cierta tendencia hacia la autorreferencialidad. Esto es lo que posibilita que los ornamentos se resistan a ser descodificados en tanto que signos. Los ornamentos consiguen mantener en tensión la mente de los humanos pues la obstaculizan en términos cognitivos. Según el antropólogo, las superficies de un objeto se animan cuando los motivos decorativos proceden a articular “una intrincada danza a la que nuestros ojos se muestran dispuestos a abandonarse”53, resolviéndose aquí la agencia por vía de la relación interna que se establece entre los motivos que se disponen en la superficie de un objeto.

      El arte ornamental funciona, de esta manera, como una tecnología que también es capaz de capturar a los humanos, así como de generar lazos entre estos con objetos y “los proyectos sociales que las cosas entrañan”. Efectivamente, ya se trate de patrones simples o más complicados, los ornamentos no tienen otra razón de ser que la de captar la atención, algo que los vincula también a comportamientos sociales. En su texto “Technology of Enchantment and the Enchantment of Technology” (1992), la condición ornamental sirvió a Gell para plantear una hipótesis del arte como agente de mediación: “La obra de arte es inherentemente social en un sentido que no se remite meramente a la belleza o misterio del objeto: el arte es una entidad física que tiene como facultad mediar entre dos seres, por lo que crea una relación social entre ellos, la cual a su vez provee un canal para el desarrollo de otras relaciones sociales e influencias”54.

      De esta manera, “cuando se trata de ofrecer protección y confort al niño durante el sueño, unas