protegidos y cómodos”55. Claude Lévi-Strauss recogió, en este sentido, que con los motivos ornamentales se articula una relación primigenia entre los cuerpos, las imágenes y la sociabilidad. Según este antropólogo, en el hecho de pintarse la cara o bien cubrirla con una máscara es donde se encuentran los primeros indicios históricos de que el cuerpo se ha convertido en un medio social56.
Otro ejemplo que aporta Gell son las alfombras con motivos orientales, de las cuales el placer de poseerlas se encuentra en la misma imposibilidad de estar uno nunca seguro de haber comprendido del todo cómo se ha formado su patrón. Aunque las relaciones que se establecen entre los distintos motivos de una alfombra pueden ser comprendidas racional o matemáticamente (simetrías entre motivos, rotaciones de un motivo, etcétera), las composiciones resultantes consiguen desafiar una y otra vez el desciframiento visual. De este modo, “el poseedor de una alfombra oriental de intrincado diseño […] ve en su trenzado una imagen de su propia existencia inconclusa”57, lo cual tendría según el antropólogo un cierto valor tecnológico, ya que el “intrincado diseño” incidiría directamente sobre la articulación de relaciones sociales de temporalidad duradera.
Aun así, por lo que a la ornamentación se refiere, algunos de los ejemplos más brillantes están relacionados con la decoración de armas. No es anodino que estos instrumentos hayan sido tan propensos a acogerla. Thomas Golsenne sostiene que “la ornamentación aumenta la eficacia de un arma”. Lo explica a partir de la consideración de Gilles Deleuze del ornamento en tanto que estética de la diferencia: según este filósofo, el ornamento constituye “un proceso dinámico de crecimiento [de un motivo] constituido por zonas de intensidad variable”. Golsenne entiende así que el ornamento no es parte del “embellecimiento externo y accesorio de un cuerpo o de un soporte, sino que es la expresión de una fuerza interior de diferenciación”. El ornamento constituye “la vitalidad misma de la cosa a la que confiere su potencia”58.
Por todas estas razones pienso que se debe otorgar parte de razón a Adolf Loos cuando, en los albores del siglo XX, reparó en su polémico Ornamento y delito (1908) en que el ornamento es una epidemia que tiene a los humanos esclavizados. Ciertamente, el ornamento funciona como una trampa para los humanos. Sin embargo, lo que resulta inaceptable de su ensayo es que el arquitecto vienés de fachadas austeras condenara el ornamento en tanto que “signo de degeneración estética y moral”, como un artilugio engendrado por delincuentes y como, en definitiva, “un delito, puesto que perjudica enormemente a los hombres atentando contra la salud, el patrimonio nacional y, por ello, la evolución cultural”59.
Loos, uno de los críticos de su tiempo que más se empecinó contra la voluptuosidad del Art Nouveau, con su práctica arquitectónica empezó un concienzudo proceso de depuración formal que resultó decisivo para la definición de los parámetros del arte y la arquitectura modernos: “La evolución cultural equivale a la eliminación del ornamento”, pensaba Loos. Y así, refiriéndose a la modernidad, añadió: “Lo que constituye la grandeza de nuestra época es que esta es incapaz de realizar un ornamento nuevo”60.
Ahora bien ¿se puede considerar la modernidad como un momento de la humanidad realmente carente de ornamentos? El Diktat de la funcionalidad, que aconteció como el mantra de la modernidad, ¿remite realmente a la esencia de las cosas? ¿O bien este consistió, sencillamente, en la producción de otro tipo de ornamentos?
Loos definitivamente erró en este punto: aunque es cierto que el ornamento nos tiene atrapados, vamos a considerar también que no hay manera de eludir el apego hacia las cosas. No hay emancipación posible de las mediaciones con que los objetos capturan la consciencia humana y proceden a generar relaciones sociales por su cuenta. Inversamente, acertaremos si consideramos la apariencia ornamental como un aspecto más esencial de la relación entre los humanos y los objetos, y no como el inaudito impulso antidecorativista moderno que llevó a su depuración. Una vez que nos desenganchamos de la droga del discurso emancipatorio de la modernidad, tal impulso antidecorativista no comparece sino como un ornamento más.
LA FISURA DE LA INMEDIACIÓN
La mediación fue el gran invento que el Idealismo alemán afianzó durante los primeros decenios del siglo XIX. Sin embargo, la mediación apareció como tal justo en el momento en que sus artífices habían salido a la búsqueda de su contrario exacto: lo no-mediado. Lo que desde Johann Fichte se ha llamado la inmediación.
Un requerimiento de la ideología moderna fue que el arte se separase de la contingencia del mundo para constituirse como tal. Es decir, que deviniera autónomo –auto / nomous, del griego, literalmente “gobernado según la propia ley”–. En lo sucesivo ya no iba a ser posible aceptar el arte en tanto que agente que toma parte activa en el trenzado de las redes de actividad que conforman el mundo, tal y como se ha sugerido aquí con el análisis de la mímesis y del ornamento. El arte, para funcionar en tanto que arte –y no hacerlo ni como artefacto ni como fetiche, ni siquiera como artes aplicadas– debería dejar de dar forma al mundo para proceder a dársela tan solo a sí mismo. Así se requirió que el arte dejara de mediar, al mismo tiempo que dejara de ser mediado.
En efecto, el corte que el ideal de autonomía practicó en el arte al quererlo no-mediado, sirvió a los románticos para tomar conciencia de la mediación. Sin embargo, a diferencia del resplandor que estos confirieron al arte, la mediación fue interpretada desde el comienzo como un resto escindido de considerable ambigüedad. La mediación se juzgó por consiguiente como un residuo a eliminar –y así se tendieron a posicionar filósofos como Johann Fichte y Friedrich Schelling–, o bien como una suerte de reverso negativo del arte; esto es, el otro del arte, lo cual puede ser amenazante pero a la vez es constitutivo de la presencia inmediata que este adopta –y así se posicionan George Hegel o Friedrich Schlegel–. En los albores de la modernidad, por lo tanto, se atisbó por vez primera la mediación, aunque esto propiciara que a continuación fuera abandonada por un largo periodo en una zona de penumbra61.
Hasta aquel momento la mediación había sido reconocida como poco más que una cuestión relativa a los sentidos y a la percepción. Friedrich Kittler sostiene que desde la Antigüedad se le había negado a la mediación disponer de su propia ontología, habiéndose descrito como un fenómeno meramente relativo a la percepción. Aristóteles fue quien abordó por vez primera la cuestión del “medio” –tò metaxú–, que identificó con el agua y con el aire. Es decir, el filósofo dedujo que, entre las entidades que conforman el mundo se abren unos “entornos” invisibles, que funcionan como medios puesto que mantienen las entidades separadas a la vez que las ponen en relación.
El aire es lo que, según Aristóteles, relaciona el ojo con el objeto visto, y lleva también el sonido hasta las orejas. Por lo que, emplazado en este espacio intersticial, el medio se reconoció como un efecto de la percepción, si bien no se le atribuyó ninguna entidad que se le reconociera como propia. Por paradójico que parezca, el medio se descubrió solo indirectamente, como una suerte de no-ser que se abre paso entre los seres; a la vez que la mediación se dedujo como nada más que un missing link. Unos siglos después, un discípulo anónimo de Tomás de Aquino fue quien vinculó la noción aristotélica del tò metaxú con el término latín medium, cuando en el seno de la Escolástica se manifestó: “Omnis actio fit per contactum, quo fit ut nihil agit in distans nisi per aliquid medium”. Es decir: “Toda acción sucede por contacto, por lo que no hay nada que pueda actuar a distancia si no es por algún medio”62.
En 1829 se recogió por primera vez el término mediación en un diccionario, el Allgemeines Handwörterbuch der philosophischen Wissenschaften (Diccionario general de ciencias filosóficas). Wilhelm Krug expone en él como primer significado de vermittlung –mediación, en alemán– el arbitraje de dos partes en conflicto63. Habiendo sido estudiante de la Universidad de Jena y sucesor de Immanuel Kant en la cátedra de lógica de la Universidad de Königsberg, Krug entendió la mediación no solamente como una conexión –un contacto en la interpretación de la Escolástica–, sino sobre todo como un modo de evitar las posiciones extremas. Por lo que, con el Idealismo alemán, la mediación pasó a ser explicada ya no solo como aquel antiguo y pobre missing link desprovisto de ontología, sino que se identificó con la posibilidad de