Luis Diego Guillén

La alquimia de la Bestia


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su faz parecía indicar que había sido precipitadamente sacado de su agobiada mesa de trabajo. En su mano izquierda restregaba reiteradamente unos pequeños objetos, los cuales tras mucho esfuerzo y con gran curiosidad y extrañeza pude distinguir como dos percudidos y viejos dados de envite.

      Los dos hombres detrás de él parecían más jóvenes; eran altos y delgados, de tez aceitunada, cubiertos con raídos gabanes y con la descuidada cabellera peinada hacia atrás, trenzada a la manera de una cola de caballo a la altura de la base del cuello. Todos traían sombreros tricornios que se descubrieron al entrar y uno de ellos cubría, adicionalmente, su cabeza con una pañoleta descolorida. Detrás de ellos y de pie a la entrada quedó el religioso, hombre de unos sesenta y cinco o más años, vestido con el hábito café oscuro de los franciscanos recoletos, el célebre cordón blanco a la cintura, el proverbial rosario al costado y adornando su pecho, un pequeño pero valioso crucifijo de oro. Me pregunté entonces por qué un fraile mendicante se permitía un lujo tal a contrapelo de lo prescrito por su orden y en una aldea célebre por su pobreza. Bajo de estatura, delgado pero enhiesto, su rostro barbicano remataba en unos ojos del mismo color que su hábito, enmarcando una mirada recia y severa mezclada con una profunda resignación, no supe a qué en ese momento.

      El más anciano de los hombres procedió a tomar asiento, mientras el segundo se sentaba a su lado. Empezó a hablar con una voz farfullante y obstruida, la cual omitiré remedar para no agobiarles. Lento y reflexivo, ponderaba con su voz gangosa las palabras antes de proferirlas, cerrando los ojos cuando el esfuerzo de coordinar su lengua y la nuez de su garganta le consumía más fuerzas de lo habitual.

      —Mi nombre es Lorenzo Antonio de Granda y Balbín, y soy el gobernador de esta provincia de Costa Rica, por gracia de Dios Nuestro Señor y de Nuestra Católica Majestad. El caballero a mi izquierda es don Joaquín de Mestanza, mi teniente de gobernador, hombre de toda mi confianza, mano derecha mía y segundo al mando en el manejo de la provincia. Los caballeros de pie a mis espaldas son el teniente José Mier de Cevallos y el capitán José de Casasola, a cargo ambos de la defensa militar de la provincia –dijo mientras los señalaba vagamente con su descarnada mano–. Y el reverendo padre fray Anselmo de Noguera y Moragues es el guardián del Convento de Nuestro Señor San Francisco, del cual goza usted hospitalidad. –E hizo aquí una pausa para paladear bien las palabras, antes de continuar–. De parte del pueblo de Cartago le damos la más cordial bienvenida a su tierra natal, don Santiago de Sandoval y Ocampo. Aunque déjeme decirle que usted mismo se encargó muy bien de anunciar su llegada por todo lo alto. Hubiera sido muy difícil, por no decir imposible, no darse cuenta de su arribo. Definitivamente, don Santiago, a usted le gusta ser el centro de atención…

      Quedé inmóvil como la piedra. Aún me negaba a creer que en verdad estuviese allí. Sabía que me había delatado con Antonio. Pero cosa distinta y bien grave era oír mi verdadero nombre en boca de la máxima autoridad de la tierra en la que me esperaban culpas por purgar. Trastabillé monosilábicamente estupefacto, sabiéndome atrapado y desguarnecido.

      —Su Señoría, mi nombre… yo… yo… yo no…

      Alzando lentamente la mano, con los ojos cerrados en un acto de firme conmiseración, el Gobernador no me dejó continuar, interrumpiéndome suavemente:

      —No creo que jugar al desmemoriado le reporte beneficio alguno en este momento, señor don Santiago. Para los que aún lo recuerdan en Cartago, su cicatriz ha hablado elocuentemente por usted. Quizás se deba a las condiciones dramáticas de su retorno, ¡qué diré!, de su resurrección en este pueblo, don Santiago, lo cual quiero creer, probablemente, le tenga mal que bien muy confundidas sus ideas, señor mío.

      Por primera vez en muchos años, no fingí. Realmente, no salía de mi terror y este era genuino y honesto. No concebía el colmo de mi mala suerte. Pero fui desgraciadamente mal interpretado en mi torpe balbuceo. Tornando, lentamente, sus ojos hacia el hombre a su derecha, el Gobernador Granda y Balbín expresó solícito:

      —Don Joaquín, si fuera tan amable…

      Con mirada severa, censurando lo que consideraba una burda actuación, don Joaquín de Mestanza se inclinó hacia adelante con su vista fija en mí, mostrando su desaprobación en cada palabra que expresaba al crujir de los dados en la mano.

      —Su llegada ha sido todo un acontecimiento para este aburrido lugar. ¡Pero qué digo, don Santiago! No podría yo hablar de llegada en el caso suyo. Para los humildes moradores de la capital, ¡usted, literalmente, volvió de la tumba! Estas buenas gentes lo hacían muerto y enterrado desde hace treinta y cinco años. Su muerte y el desbande de su familia han estado en las tertulias familiares durante todo este tiempo. ¡Y de repente hace usted una entrada triunfal en Cartago, como si nunca hubiera partido de este mundo!

      —¿Qué pasó conmigo? ¿Cómo llegué a este lugar? –pregunté logrando articular al fin palabra. A pesar de su muro de desconfianza y aversión, debía yo generar simpatía y misericordia a como fuera posible. Todo podía esperar, todo menos eso…

      —Bien, comenzaremos desde el principio. ¿No tiene usted, realmente, ninguna idea de cómo llegó aquí? Mucho le agradecería si me pudiera ahorrar el desgastarnos en detalles innecesarios.

      Imploré con la mirada el más feroz y contumaz de los olvidos. Volteando los ojos hacia el cielo con un evidente gesto de fastidio, Mestanza respiró hondo y continuó:

      —Su barco fue emboscado por los zambos mosquitos en Matina. En lo que va del año esos truhanes han venido depredando en los cacaotales, quemando ranchos, llevándose la mercancía y los esclavos. Hace dos meses hicieron su última incursión. Pero logramos anticipar el golpe, nos esmeramos en los preparativos y pudimos emboscarlos. Sus capitanes portaban casacas rojas, venían con la bendición inglesa. Les destrozamos sus piraguas y acabamos con todos, salvo tres de esos miserables que lograron escapársenos a través de la jungla. Por el testimonio de tres pobres diablos presos de ellos que a su vez lograron huir, nos enteramos que los sobrevivientes llegaron a la Mosquitia con las noticias del desastre y furibundos juraron vengarse. Desde entonces, han hostigado constantemente la costa. Hemos venido esperando una gran arremetida por parte de esas alimañas, la cual esperábamos sería a más tardar para fines de este verano, pero ya las lluvias están a la vuelta de la esquina y no han desembarcado en masa. Es más que probable que los tengamos acá con la entrada del verano, a inicios del próximo año. Inclusive no me extrañaría que ya anden pandillas de zambos por la parte de la Talamanca que da al Caribe, haciendo correrías entre las tribus de la zona. Pues bien, don Santiago, sucede y resulta que ya todos saben por estos lares que no deben fondear desguarnecidos en Matina. Todos salvo usted y su barco, que se dedicaron a tirar anclas y armar una enorme alharaca en medio de la oscurana, despertando a media cristiandad, zambos incluidos, desde aquí hasta el Virreinato del Perú.

      En este punto, el Gobernador terció en la narración:

      —Su primo Antonio tiene a cargo la administración de los cacaotales de la Cofradía de los Ángeles y debe siempre ir para recoger la cosecha, tanto en julio como en Navidad. A pesar del peligro y de las prevenciones, insistió en ir a Matina para lograr la cosecha de San Juan, pues la cofradía está intervenida por el Obispo de Nicaragua y debe poner en orden sus cuentas. El muy desobediente intentó llegar a la costa para recoger sal y pescado, pero los negros les advirtieron que los zambos habían estado merodeando en tres piraguas, custodiados por una pequeña cañonera inglesa, remolcada a golpe de remo en las aguas bajas...

      Ante el ritmo vacilante del Gobernador y disimulando a duras penas su exasperación e impaciencia, Joaquín de Mestanza retomó en seco la palabra:

      —Dos noches acamparon los zambos en la playa, apagando sus hogueras para hacerse invisibles y evitarse una segunda emboscada. Antonio y su comitiva de sirvientes y esclavos esperaron jungla adentro con la esperanza de que se retiraran pronto, como suelen hacerlo cuando no tienen botín. Pues bien, recogieron la cosecha y se ocultaron. Justo en la segunda noche, el barco suyo aparcó en la rada de la playa. Los zambos la avistaron y cuando ustedes izaron el pendón naval español, esa caterva de pillos decidió que eran ustedes una presa viable. Con antorchas avisaron a la cañonera inglesa, que esperaba mar adentro y la remolcaron con botes y remos hasta distancia de tiro. De un