Luis Diego Guillén

La alquimia de la Bestia


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el habla a mi mamá y ella también me la quitó a mí, pero yo me negué a seguir creyendo. Y el nombre tuyo lo repetí una y otra vez, hasta que se cansaron y me lo quitaron todo. Fray Anselmo me recogió y me defendió y se peleó con ellos cuando me lo quisieron quitar y no darme nada. Mamá tenía una deuda con la Cofradía y no podía irse de Cartago hasta pagarla. Fray Anselmo la obligó a dejarme mi parte de la herencia, a fin de perdonarla y que se fuera. Desde entonces estoy con ellos, estoy con ellos y son mi familia. No te preocupés por nada, Santiago. Ellos son mi familia y te van a cuidar y te van a defender, porque yo les dije a todos que vos siempre me defendías y que eras así porque tenías que defenderte, porque yo sabía que te habían hecho cosas muy malas, muy malas… ¡Volviste, volviste primito, y estás vivo! ¡Y ya nunca te vas a ir!

      Y diciendo esto se volvió a arrojar sobre mí con los brazos alrededor de mi cuello, llorando, mientras yo lo escuchaba estupefacto. Tenía que entrar en escena, algo debía hacer para reforzar mi posición. Traté de calmarlo lo mejor que pude para poner orden en su calamitoso discurso. Aún con dificultad para hilar palabra, intenté ponerme al día con todo lo acontecido en mi pueblo en esos treinta y cinco años de muerte fraudulenta, sonsacándole todos los hechos posteriores a mi huida, la imagen que había llegado a dejar en la gente y el legado con el cual lidiaría en adelante –justo es reconocerlo– de cara no solo al pueblucho sino también a la justicia local. No les cansaré ahora con su largo y detallado galimatías, en los que por momentos me costó inclusive notar sus pausas para poder respirar. Pero por lo pronto, no me costó comprender que en ese cuerpo frágil y delgado de hombre hecho a medias, habitaba el mismo niño que era para la época en que yo fui obligado a abandonar mi propia infancia por interpósita mano.

      Mi muerte había sido el inicio del Infierno para él. Como bien lo dejara ver el Teniente de Gobernador, mi tío nunca lo aceptó por su carácter esmirriado y por lo lento de su hombría, desdén que su sumisa esposa hizo propio, educada como estaba en la tradición de verlo todo a través del prisma masculino. Ese rechazo por parte de los suyos fue tomar nota para los mocetones de mi aldea de que toda exacción con el pobre Antonio era oficialmente permitida. Privado de su fiero y cruel defensor, con quien el chicuelo se daba el lujo de pavonearse, se inició un largo y despiadado ajuste de cuentas que no finalizó a medias sino hasta la llegada de una nueva generación de franciscanos recoletos a Cartago a finales de siglo, entre ellos el propio fray Anselmo de Noguera y los mártires de Talamanca –fray Pablo de Rebullida y fray Antonio de Zamora– quienes le tomaron profundo cariño y lo introdujeron en las actividades de la iglesia y de las poderosas cofradías de Cartago. Muy especialmente fray Anselmo lo llegaría a ver como a un hijo propio, siendo su ángel guardián contra los abusos de la gente de mi tierra. Amparado su hijo por el guardián del convento y sus carismáticos acólitos, mi tío tuvo que refrenarse en sus abusos, limitándose a hacer reír a los demás con pesadas bromas a costa del pobre Antonio, costumbre que no cesó hasta que, en justa retribución, su montura también se hartó del pelma y le dejó esparcidas las vértebras del cuello por las filosas piedras del suelo de su finca.

      Liberada de un marido intratable pero a medias de su hijo enclenque, mi tía –cuyo carácter de aristócrata de segunda categoría tampoco se avino con la mediocridad de la alta sociedad cartaginesa– no tardó en ligar a un refinado terrateniente de Guatemala que debía volver a Mérida para recibir el mayorazgo y quien sediento de mi tía –cincuentona de muy buen ver pues lo esmirriado el pobre Antonio lo heredó de su padre–, no dudó en casarla con él e irse de la paupérrima provincia, ya que el tipo no aceptaba a Antonio, algo en lo que los dos confluían. Intuyendo que se avecinaba un despojo con todas las de la ley y que la parte del patrimonio que le tocaría a Antonio como nieto de José de Sandoval terminaría dilapidado en la lejana Mérida, tierra de mis ancestros, sabiamente fray Anselmo frenó ante el tribunal eclesiástico la salida de mi tía con el fortuito expediente de tener altas deudas con la Cofradía de los Ángeles, al no pagarle su parte por alquiler de cacaotales en Matina. Viendo en peligro su vanidoso conato de nobleza, mi tía accedió y el fraile logró la condonación de la deuda, cosa fácil dada la solvencia de la Cofradía, a cambio de que la Mariana le heredase a Antonio con la Cofradía como albacea.

      A regañadientes y a sabiendas de que nunca abandonaría este agujero de otra forma, mi tía partió de caravana en la madrugada, para no despedirse de Antonio, que ya para entonces era el monaguillo predilecto de los franciscanos en las ceremonias del Convento. Administrando sabiamente el patrimonio de mi primo, fray Anselmo lo metió como capital a su nombre en la Cofradía y le dio el interés mensualmente. Con ello logró también consignarle una pequeña casa en los arrabales de Cartago, además de obtener que le dieran y renovaran año a año el contrato de canotaje sobre el río Reventado, para todas las recuas de mulas que traían y llevaban mercancías entre Cartago y Matina. Y como si fuera poco, heroicamente le fue entrenando –cosa ardua dada la insípida mollera de mi primo– para el cobro de tributos en las plantaciones del Caribe, asignándole para todos los veranillos de San Juan, a medio año, el recoger la cosecha de cacao en Matina y traer encargos de contrabando cuando los señorones de Cartago así se lo pedían. Justo en ese menester logró otear la llegada de zambos mosquitos a la costa, ver el conato de combate y, posteriormente, encontrarme tirado en la playa.

      Todo lo demás fue tal y como lo narró Mestanza: extasiado por mi encuentro, Antonio supo identificarme a primera vista por el enorme tasajo que desfiguraba el lado izquierdo de mi rostro. Los sirvientes esgrimieron sus dudas, pero la exacción del casco delantero, los documentos de identidad y el diario de viaje no dejaban dudas. Completamente transformado y fuera de sí, Antonio ordenó construir una enorme anda con palmas y flores y me atavió como un suntuoso emperador indígena, pues según sus palabras, no permitiría que me viesen llegar como náufrago, ni mucho menos como prófugo de la ley. Olvidando recoger el cacao por el cual se le había encargado el viaje y dejando las mercancías solicitadas en el abandono, no tuvo mi pobre muchacho, a quien aún lloro tras todos estos años, más mente que mantenerme con vida y lograr una triunfal entrada para mi desfalleciente majestad, en la desvencijada tierra de nuestros mayores.

      La venida fue un tortuoso calvario de más de dos semanas, ascendiendo hacia las tierras altas del centro de mi país. Pronto la brusca privación del opio, más mi debilitamiento extremo, se manifestaron en atroces convulsiones que obligaban a detener la caravana para esparcir mi vómito por el suelo. A punta de infusiones, frutas, cataplasmas y sahumerios con nopal, requerido en las iglesias por la falta de incienso, Antonio logró mantenerme con un hilo de vida atado a su corazón, hasta que mi salud mejoró un poco al respirar el aire fresco del altiplano, pasado el cañón de Turrialba. Para mi asombro, mi primo no dudó en reventar a látigo –con una crueldad inaudita en él y, probablemente, alimentada por la desesperación de no saber qué hacer para evitar que yo muriese en el camino– a valiosos esclavos que terminaron abandonados, carcomidos por el paludismo y la fatiga de cargarme a través del fragoso camino de Matina.

      De más está el decir que los ostentosos de Cartago, avergonzados por el decadente espectáculo de mi intrusión a la capital, ardían en deseos de triturarlo por la pérdida de la mercancía y de sus inapreciables morenos, el más ansiado símbolo de abolengo en esta tierra. Providencial como siempre, fray Anselmo fue el único que se interpuso entre su señorial ira y la enjuta humanidad de mi primo. Con el candor propio de quien nunca ha salido de los linderos de la infancia, Antonio me narró conmovido como me había abrazado, llorando una y otra vez a lo largo del trayecto, agradeciéndome el haber vuelto y pidiéndome a voz en cuello que no muriera, cuando me despedazaba la ausencia del opio.

      Pero vuelvo a mi familia. Mis tíos se devoraron unos a otros como coyotes en sequía cuando la repartición del legado familiar salió a relucir. La casona de mis abuelos, a escasas dos cuadras de la Plaza Mayor, fue el principal motivo de pleito entre el primogénito que juraba su herencia en exclusividad y los hermanos restantes que la querían para sí. Harto de un interminable litigio que minaba en papel sellado el patrimonio heredado, mi tío redujo a metálico toda su fortuna e intempestivamente se fue a vivir a Nicaragua. Su despedida no pudo ser más cruel: mandó a demoler la casona en la misma madrugada en la que se largó para siempre del pueblo maldito. Por lo visto, el arte de la fuga nocturna era la orla del blasón familiar. Los escasos primos que no huyeron de esta tierra se fueron obedientes con sus padres o se desperdigaron