Luis Diego Guillén

La alquimia de la Bestia


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había experimentado durante mis años de embuste y de estadía en el Averno. Muchos encopetados se habían arruinado por la fea posición geográfica del país, el desorden de la guerra en Europa y las restricciones mercantiles que ahogaban en infinitud de impuestos toda iniciativa comercial, encontrándose mis paisanos entre la disyuntiva de ser leales al Imperio y empobrecerse o sobrevivir y prosperar al margen de la ley.

      Tal era la angustia del momento, con el cacao como uno de los pocos oxígenos para la famélica sangre de la provincia, fruto precioso del cual mi primo los había privado, así como la suerte me había privado de mi amado opio. Pero eso ya no importaba, me dijo con una sonrisa que solo la inconsciencia puede propiciar. Estaba con ellos para protegerlos. Mi infortunado Antonio, a pesar del lamentable estado en que me encontró y me trajo en brazos a Cartago, me seguía considerando alguien por encima de los mortales, alguien con poder para repartir la vida y la muerte a granel. A fe de Dios que dispensaría ese poder en los sombrías entrañas del reino de Ará… Sonriente y lacrimoso, hizo un gesto a su espigado cholo, callado y sumiso con la mirada al suelo, quien se le acercó reverente. Tomándolo de la mano, Antonio me volteó a ver emocionado.

      —Él se llama Juan Manuel, es uno de mis criados. Él te va a cuidar en estos días mientras yo vuelvo.

      A mi gesto de extrañeza, no dudó en responder con un dejo nostálgico.

      —Tengo que volver a Matina, tengo que recoger el cacao y las cosas que se me quedaron tiradas…

      No dudé en reprenderlo débilmente. Era tiempo de volver al rol de hermano mayor. Necesitaba aliados, vinieran de donde vinieran. Y la gruñona ternura que le propiciaban los próceres de mi pueblo tenía que ser ganada para mi causa.

      —Antonio... Ya huele a que estamos en temporada de lluvias... Probablemente, los zambos se alzaron con todo, o los negros lo recogieron y lo mercaron con ellos… Irás… irás para que te digan que no queda nada. Y, probablemente, te me enfermes o te pase algo malo en el camino…

      —¡Tengo que volver! ¡Tata cura me dice que vaya! Voy a ir bien protegido, pero tengo que ir. Tengo que traer toda la mercancía y el cacao que no se vendió. De eso vive el Convento. Con eso comen en la Cofradía. No puedo perderlo. Pero eso no importa. Vas a ver que ahorita vuelvo. Si encuentro más cosas tuyas, sin falta te las traigo. Juan Manuel te va a cuidar todo este tiempo. Ya le dije –y me divirtió su pueril intento de parecer severo– que no te tiene que dejar solo, ni de noche ni de día. Él te va a cuidar y cuando ya estés bien, vamos a salir a caminar, ¡a caminar, Santiago! A caminar por los mismos potreros, por las callejas… ¡Podremos jugar escondido y buscar abejones bajo la boñiga y robar frutas, como antes! ¡Y ya nadie nos va a molestar, vas a ver qué bonito! Cartago no ha cambiado nada, es el mismo. Pero ya toda la gente fea se fue. No queda nada de ellos. Y vos estás aquí con nosotros. Dios quería que volvieras, Dios no quería que estuvieras fuera. Fueron muy malos, Santiago, ¡muy malos! Te llevaron a la fuerza, sin decir nada, te obligaron a mentir y te engañaron, engañaron a mi tía, a mi mamá, a abuelita, ¡a todos! Yo ya le dije a tata cura que vos no sos malo, nos defendías, te defendías y me defendías. Siempre nos trataron mal. ¿Qué querían que hicieras? Y vos estabas siempre con los soldados. Y eso que pasó no fue tu culpa. La misma gente esa lo dijo en el juicio. Vos intentaste defenderla. Pero fueron esos otros malnacidos. Fueron ellos y los balearon y no pudieron decir nada. Diosito hizo justicia. Vas a ver, todo va a salir bien. Yo se lo digo mucho a tata cura todo el tiempo. Vos sos inocente, sos bueno y vas a ver que él te va a defender, te va a ayudar, como me defendió a mí. Lo ves y se enoja rápidamente, siempre se pasa regañándome, pero es por mi bien. Él es mi papá, como vos mi hermano. ¡Al fin Diosito me dio toda mi familia completa!

      Y le brotaban abundosas las lágrimas. Tuve un no bienvenido acceso de piedad. Muy a mi pesar, me acongojaba el que volviese a Matina con el fragor de las lluvias y los zambos en lontananza. Debo aceptarlo, nuevamente me preocupaba por él. Aún hoy en día lo hago, cuando sé que ya no necesita nada de mí. Es la blandura de la senectud, supongo. Pero no dejo de reprocharme cómo lo arrancaron cruelmente de entre los vivos frente a mis ojos impotentes y yo no pude hacer nada para evitarlo. Dulce, tierno y roto muñeco de trapo mío, al alejarse de mi vida me enseñó que en el hueco que yo portaba al pecho, había estado alguna vez un corazón latiente, como el de todos los mortales… Pero en fin, intenté cambiar el giro de la conversación y con voz débil me dirigí a su criado, un cholo pelo pincho que ortigaba de solo verlo, con las greñas por los hombros y relucientes a punta de grasa. Siempre sumiso y viendo al enladrillado, enmarcaba todas sus palabras con una fina voz de llovizna.

      —¿Juan Manuel te llamas?

      —Juan Manuel, Juan Manuel Aguirra, usekara…

      —¿Juan Manuel Aguirra Usekara? –pregunté extrañado.

      —No, su mercé. Yo me llamo Juan Manuel Aguirra. Su mercé es el usekara…

      —¿Usekara?

      —Usekara, su mercé –repitió con un leve asentimiento de cabeza, siempre atornillado de los ojos al piso.

      —¡Usekara, primito! –sonrió Antonio–. Juan Manuel sabe que sos muy fuerte, yo le conté. Él cree que sos un gran hombre y me dijo que tenés muchos poderes. Que él los ha visto en la montaña y que sabe reconocerlos…

      Pero abandonando su sonrisa, se volvió con severidad de juguete hacia su criado:

      —Ya sabés que tata cura te prohibió hablar de esas cosas. Nos va a regañar y ve que te sentenció con mandarte a Tucurrique, lejos de acá, si seguías con esas tonteras. Ya te bautizaste, ya estás con Nuestro Señor, ya no tenés que hablar de esas cosas del Diablo. ¡Así que no hablés más de esas babosadas!– Y volviéndose hacia mí, incómodo en esa nueva posición de tener que dar órdenes, concluyó:

      —Hay que descansar primito, estás muy débil y no quiero que te me muerás ahora que Jesús y la Virgencita te trajeron con nosotros. ¡Dios no lo quiera! Vas a ver, ¡vamos a ser una familia!– Y enternecido me abrazó dándome la señal de la cruz para despedirme con un beso en la frente, pidiéndome que le deseara un muy buen viaje.

      III

       Duda razonable

      Si la misión de Juan Manuel era cuidarme, Antonio hubiera debido partir angustiado para Matina. Esa noche se hizo un puño en el suelo vuelto hacia la pared y más temprano que tarde empezó a roncar como un bendito, ajeno a lo que pudiera yo necesitar de él. No lo culpo; de igual forma no hubiera podido conciliar el sueño. Aún no digería este duro golpe del destino. ¡Treinta y cinco años después volvía exactamente al muladar del cual había salido! ¿Era esto una broma, un gigantesco, descomunal y estúpido sinsentido? ¿Había sufrido acaso el colmo de la mala suerte, el más colosal despiste que la fortuna había perpetrado desde que el mundo es mundo? ¿O acaso una mano invisible realmente me ceñía la cintura y me estaba llevando hacia donde no quería ir? Enfurecido y asustado comencé a lloriquear quedamente, maldiciendo y renegando de mi suerte, de mi estúpida mala suerte, golpeando con los puños de mis adoloridas manos el suelo del cual solo una estera me separaba. Un flato inofensivo por parte del cholo Juan Manuel me hizo recapacitar y detenerme en seco. Respiré entrecortadamente, mientras me obligaba con voz de capitán a ponerme en mi lugar y a pensar con claridad, tratando a mi miedo como se trata a un grumete díscolo e incompetente.

      Me enjugué las lágrimas y empecé a cavilar febrilmente mi plan. Lo primero que urgía era mi situación legal. Por lo pronto era un tipo altamente sospechoso, lleno de cicatrices y tatuajes, que fue dado por muerto en medio de un crimen en un inapetente pero jamás pacífico villorrio de enésima categoría. Y para peores, había entregado estúpidamente a manos enemigas un valioso cargamento de mineral, ansiosamente esperado por las autoridades del Virrey de Nueva España. Cuando hilasen todos esos cabos sueltos, razoné asustado, no tendrían muchas objeciones para cargarme de cadenas y mandarme a Guatemala para mi crucifixión. Tenía que serenarme, no debía pelear en tantos frentes a la vez. Respiré hondo e intenté escrutar las palabras del Gobernador. Granda me daba una pista. Primero quería resolver las circunstancias de mi huida. Pronto hasta los tribunales eclesiásticos en León y