Luis Diego Guillén

La alquimia de la Bestia


Скачать книгу

defendió su barco contra esos villanos. Los zambos saquearon el navío y felizmente se llevaron el azogue. Con ese valioso botín se dieron por satisfechos y se largaron una vez desmantelado el barco antes de que se hundiera. Deduzco que lo hicieron prontamente por el temor de que su embarcación no estuviera sola y otros veleros españoles aparecieran… Antonio y sus vigías observaron ocultos la asonada, pero no salieron a la playa hasta que amaneció y pudieron constatar que las piraguas se habían ido.

      —¿Pero cómo sabe que me llamo Santiago? ¿Cómo llegué hasta acá? –insistí balbuceando. Mi disciplina militar se trenzaba a mordiscos con mi pavor.

      —Sucede, don Santiago, que entre los destrozos del barco que llegaron a la playa estaba el casco frontal de su nave. Los zambos lo abandonaron con la certeza de que se hundiría totalmente, pero hay que reconocer que la goleta fue bien construida. Las anclas lo mantuvieron fijo en su posición hasta que el maderamen cedió y el oleaje lo fue triturando contra la playa. La porción posterior fue completamente destrozada; es decir, lo que el fuego no consumió. Pero la parte frontal del casco sobrevivió casi intacta y encalló en la playa, una vez que el oleaje la desprendió del maderamen que estaba unido a las anclas. En ella pudo nuestra gente recuperar la valija de la metrópoli, la bitácora con el itinerario del viaje y la razón de ser del mismo, así como los papeles de identificación y los salvoconductos de la marinería–. Hizo una pausa para tomar aire y continuó, en un tono aún más severo–. Al rayar el día nuestra gente salió a la playa para revisar lo que quedó del ataque. El mar devolvió los cuerpos enteros o a medias de su tripulación, los cuales fueron sepultados cristianamente. Había una gran cantidad de peces y tortugas muertas, producto del envenenamiento por el azogue que se derramó en el agua por culpa de la emboscada. Más muerto que vivo, usted era lo único que respiraba en esa playa. Y Antonio –dijo señalando a mi primo, que lo contemplaba sumiso mientras asentía dócilmente a cada palabra de la narración de Mestanza–, lo supo reconocer en el acto, por ese aire de familia quizás, pero ante todo por la gran cicatriz que marca todo el lado izquierdo de su rostro, don Santiago. Los sirvientes no saben leer, Antonio no sabe leer pero trajo todos los documentos, en los cuales pudimos constatar su identidad y su posición en el embarque, señor Sandoval.– E inclinándose aún más hacia mí, me miró con ojos ya indignados, para luego continuar en abierto tono de reproche.

      —El resto es difícil de creer y más difícil de contar, don Santiago. Para Antonio, usted fue arrojado desde el cielo. Tiene un impecable recuerdo suyo, lo ve como el ángel guardián de su infancia. Preparó una gigantesca anda de palmas y flores, con techo protegido, a la manera de los emperadores paganos de los cobrizos. Le hizo a usted una gran corona, lo amarró para que no se cayera y desde Matina, ¡desde Matina, a más de veinte leguas de viaje por la peor jungla que pueda usted hallar en esta parte de las Indias Occidentales!, lo trajo hasta acá, en andas, deteniéndose apenas para pasar la noche y cuando los embates del viaje lo hicieron perder la esperanza de que usted sobreviviera a la travesía... Antonio nos contó que usted vomitó y convulsionó, constantemente, a lo largo del viaje.

      Maldije ruidosamente en mi interior el impertinente estornudo de dignidad que me hizo estampar mi verdadero nombre en la bitácora de la goleta. Y en cuanto a las convulsiones, no eran ni más ni menos que el producto de la falta de opio, el cual había dejado de consumir abruptamente. Pero volví pronto a la narración de Mestanza.

      —Hasta allí, este viaje no sería más que uno de los tantos detalles anecdóticos a los cuales su primo ya nos tiene acostumbrados acá en Cartago. El punto es que Antonio dejó abandonada la carga de cacao que debía traer y la cual fue el objeto de su viaje. Tampoco trajo mercancías muy importantes que debía de entregar a los cofrades. Y eso no es lo peor de todo. Con una crueldad en él desconocida –dijo sonriendo a medias, como si viese en ello una tímida demostración de hombría–, trajo a punta de látigo a los esclavos que terminaron reventando, con su inmensa anda a cuestas, territorio arriba hasta llegar a Cartago. La mayoría quedaron tirados en el camino, moribundos de enfermedad y agonizantes de cansancio; buenos y valiosos esclavos, por los cuales las cofradías habían pagado sus valiosos maravedíes. Fueron los sirvientes y algunos indios hurtados al cura doctrinero de Tucurrique quienes terminaron cargando el anda a su entrada a Cartago. El inocente de Antonio, ¡bueno, se le perdona por conocer todos lo que sabemos de él!, se adelantó y entró bailando regocijado y fuera de sí, en paños menores, con los ojos desorbitados y risa de lunático. Se hizo un vestido de palmas y una corona de flores y proclamó, como si fuese pregón del Rey, que usted había resucitado y había vuelto para protegerlo a él y a todos nosotros. ¡Absolutamente todo Cartago salió en tropel a ver su llegada! Era día de feria y de oír misa, la ciudad estaba desusadamente poblada en domingo y para enojo del cura rector y de fray Anselmo, fue una llegada de dios pagano en toda la regla. Hubo que atender a viejas desmayadas y a beatas tiesas de pánico, mordiendo sus rosarios y sus rebozos. Juan Manuel, el morenito que usted acaba de tumbar en pago a sus cuidados, subió a la torre de la iglesia sin autorización ni conocimiento del cura y como gran gracia, el muy tunante tocó las campanas a rebato, hasta que lo hicieron bajado a cinchazos de la torre. Causó terror y conmoción, no lo crea. Y tardamos en reaccionar, lo acepto avergonzado. Estaba yo en inspección de rutina en los Laboríos cuando me llamaron a toda prisa. Nuestro señor Gobernador se encontraba a medio camino desde Cot, vigilando las reducciones en las montañas al norte de Cartago. Sabiamente, nuestro guardián del convento paró en seco la manifestación y ordenó que a usted se le trajera acá y se le colocase en esta celda, la más confiable de Cartago, hasta que las autoridades viniesen. Luego reconvino severamente a Antonio, quien junto con sus cobrizos logró la autorización de fray Anselmo para que se le diera cuido por parte de ellos, con el apoyo de uno de los hermanos más jóvenes. No lo dude. Tiene usted un gran pulso para oler la oportunidad de un público cautivo, don Santiago. Debo reconocerle eso.

      —Yo… yo… ¿qué le puedo decir, don Joaquín? Yo…

      —Mejor no diga nada aún, don Santiago… Tendrá tiempo de sobra para dar las explicaciones del caso.– Y en este punto, con un evidente gesto de indignación, se puso a caminar por el reducido espacio del cuarto de un lado a otro, con tono iracundo y enfatizando cada una de sus palabras a la vez que tronaba sus dados, mientras el Gobernador asentía con la mirada perdida en el suelo:

      —El caso es que usted, don Santiago, ya se hizo una imagen de auténtico resucitado entre estas buenas gentes. Es una leyenda viviente. Lo que falta por definir es si para bien o para mal. En suma, don Santiago, tenemos a un reaparecido de quien todos murmuran y a quien todos quieren conocer en este valle. Es probable que su fama ya haya llegado más allá del Valle del Guarco y cruzado el Ochomogo, hasta los valles occidentales.

      —¿Qué fue de mi familia? –pregunté con un hilo de voz. Temía hasta los huesos espetar la pregunta maldita, pero se trataban de futuros peones en el ajedrez que iba a ser disputado y de cuyo aborrecido tablero no podía ya desligarme. Obviamente, mis parientes serían los primeros en estar molestos, infamados por un vergonzoso engaño que, difícilmente, se podía defender como una infantil tomadura de pelo; a lo sumo, un desesperado acto de amor materno, que se desvanecía tan pronto yo hubiera alcanzado la edad legal para tomar conciencia del embuste y venir a esta tierra a poner las cosas en orden ante Dios y ante los hombres. Treinta y cinco años en que habían sido tratados como bobos, obligados a llevar un luto absurdo e innecesario que los haría objeto del escarnio local. Mestanza no pareció inmutarse por la pregunta.

      —Está viendo toda la familia que le queda, don Santiago –dijo mientras señaló con su cabeza a Antonio, que sumiso me sonreía retorciéndose las manos ansiosamente–. Poco después de su muerte –y enfatizó esta última palabra haciendo la señal de comillas con sus elocuentes manos–, su madre murió también. Ignoro hasta qué punto lo sepa, don Santiago, pero ella se quitó la vida… –y pareció detenerse un momento incómodo–, murió por su propia mano… Lo siento si es el peor momento para mencionarlo… Su abuela falleció también al poco tiempo, ya anciana e incapaz de reconocer a nada ni a nadie. La fortuna de su abuelo fue heredada por partes iguales, entre sus tres tíos y sus cuatros tías. Don José, el mayor de sus tíos, tomó su parte y se fue para Nicaragua. Nunca se avino a este lugar ni a su gente. Murió hace dos años. Su tío Alonso falleció sin descendencia poco antes del cambio