Luis Diego Guillén

La alquimia de la Bestia


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volvió a hacer las mismas comillas con sus manos mientras sonreía burlonamente–, un potro lo arrastró del estribo por el suelo, muriendo de las heridas a los pocos días. Tómelo si quiere como revancha divina, no se sienta mal. Créame que Antonio ya lo hizo. Pues bien, doña Mariana se casó con un meridano ricachón y la condición que puso el hidalgo fue: nada de hijos. Doña Mariana dejó a Antonio al cuidado de fray Anselmo, aquí presente. Lo que lleva del siglo es lo que no sabemos nada de ella. Doña Nicolasa y doña Juana nunca se casaron. Murieron sin descendencia, igual que su tío Antonio, ignoro sinceramente si es algo de familia, lo siento…

      —Mis primos, los primos de mi madre y mis tíos… ¿Qué ha sido de ellos?

      —La provincia ha conocido un éxodo sin precedentes desde que usted se fue, perdón, digo, murió, bueno, en fin, ¡como quiera verlo! La prosperidad que trajo el cacao y el camino de mulas en la época de su abuelo se ha ido perdiendo. Capitanes de empresa como él ya prácticamente no quedan en Cartago. Sus primos tomaron lo que en tercera instancia pudieron obtener del legado de su abuelo a través de sus propios padres y se fueron lejos de aquí, la mayoría mujeres con matrimonios promisorios arreglados, los otros jugadores irredentos huyendo de las deudas. A Guatemala se fueron los de ínfulas más aristocráticas. Los más emprendedores y sin miedo a empezar de cero se fueron para Tierra Firme. Pero todos, sin excepción, cortaron amarras con esta tierra.

      Respiré tranquilo, ninguno se fue para la costa hondureña. Si el norte era para los aristócratas y el sur para los ambiciosos, el centro era para los descastados de rostro deforme como yo. Estaba solo en la empresa, pues. Por lo pronto, tranquilidad. Nada de incómodos testigos en Río Tinto ni de parientes despechados y vengativos en Cartago. Mestanza continuó:

      —Antonio quedó a cargo del Convento y vive en una de las casas que su madre le legó antes de irse. Para todos los efectos, don Santiago, está solo. Usted decide si para bien o para mal. En este caso…

      —Por ahora creo que ha sido suficiente, don Joaquín, muchas gracias –sentenció don Lorenzo cautamente. Y añadió reclinándose hacia mí–: Don Santiago, el punto y la intención de esta primera plática, salvo el de ponerlo un poco al día, es el siguiente: Usted desapareció de Cartago en 1674, en medio de un grave escándalo por violación colectiva, en el cual salió afectada no solo la familia de un oidor obispal, sino también el obispo mismo. No quiero pensar en cuánto terminó lastimado Su Eminencia por el atroz agravio infringido a su amigo, el padre de la niña, así como a la doncella en cuestión. Y no quiero pensar en cuánto contribuyó ese dolor a enviar a Su Excelencia a la tumba acá en Cartago. A usted se le dio por muerto y enterrado. Se alegó que lo llevaron engañado para hacerlo parecer el único culpable. El expediente quedó abierto, solo fue cerrado por su muerte postiza. Es probable que haya prescrito, pero no seré yo quien lo decida. Para ello habrá una sesión extraordinaria del Cabildo que dictamine lo admisible, o no, de reabrir dicha causa. Como comprenderá don Santiago, la justicia española no tiene mucha experiencia con prófugos resucitados de la muerte. Pero después de todo, eso es una anécdota menor. El verdadero punto de duda, el problema mayor, mi problema mayor como gobernante de esta provincia, es que tengo encallado en Matina el casco de un barco con pendón imperial, que llevaba un real cargamento de azogue para las minas de plata de Nueva España. El periplo era directo. Debía recalar en Cartagena de Indias y de allí viajar sin desvíos a Veracruz, donde nuestro Virrey en persona lo recibiría. Se trataba de una entrega especial que no podía fallar. Sé que no es el momento para inquirirle al respecto, pues su estado de salud apenas se está recuperando y no deseo viciar la investigación por venir con preguntas prematuras y sin las garantías de ley, don Santiago. Pero no puedo evitar cuestionarme qué estaba haciendo usted en Matina, a cientos de leguas náuticas de Veracruz, su verdadero destino. Más aún, –y se puso lentamente en pie, como para emular lastimeramente a Mestanza en el impacto de sus palabras–, ¿por qué acercarse a esta tierra, don Santiago, a esta tierra en la cual se le cerró un proceso criminal, únicamente, porque usted estaba oficialmente muerto y abandonado a los zopilotes en Matina?

      Realmente, no sabía qué responder. El dedo del Gobernador había entrado de lleno en la llaga y rebuscaba dolorosamente la carne pútrida de mi conciencia, sin contemplaciones de ningún tipo. Pero no iba yo a delatarme fácilmente, aunque no tuviese en el momento ni el más mísero conato de estrategia con el cual escudarme. No se entra en batalla sin un plan, no se asiste prolijamente a una emboscada cuando se sabe necesario defenderse de fuerzas infinitamente mayores que las propias. No era el momento oportuno de afrontar un nuevo combate naval; por ello no dudé en lucirme hilvanando, o mejor debería decir deshilachando, algunas ideas tartamudeadas inconexamente.

      —Yo… verá… les explicaré… todo es confuso… pero le juro, pero le juro… que el barco…

      El truco dio resultado. Más por ahorrarle al Gobernador el penoso espectáculo de mi balbuceo, Mestanza cerró los ojos meneando despectivo su cabeza y posando quedamente la mano en el hombro de su jefe, le dijo con voz suave:

      —Su Excelencia, este pobre diablo está lejos de poder armar una idea coherente. No es momento aún de someterlo a interrogatorio y la verdad sea dicha, hay tiempo por delante. No está en posición de escaparse y lo vigilaremos día y noche. Pondré guardias para ello. Que sigan Antonio y los suyos cuidándolo bajo el ojo de fray Anselmo, si el padre guardián lo tiene a bien.

      El religioso asintió con su cabeza. Y volviéndose hacia mí, sentenció Mestanza con mirada adusta:

      —Queda usted a resguardo de los frailes franciscanos en este honorable Convento. Esta es la celda más segura de Cartago, aunque no lo parezca. La puerta siempre estará custodiada por un guardia, así que excursiones imprevistas fuera del itinerario no serán bien recibidas y se castigarán severamente. Le recomiendo que coopere, don Santiago. Es una situación incómoda para usted y para nosotros. En tanto usted nos ayude a establecer la verdad de los hechos, tanto mejor para todos. Le daremos la caridad cristiana que manda el Evangelio, pero salvo la gracia de Dios, todo tiene un límite. No abuse de ella.

      Lorenzo se colocó de nuevo el tricornio, metiéndose bajo el mismo con los dedos temblorosos los escasos cabellos de su frente, para culminar diciendo:

      —Tiene razón, don Joaquín... Disculpe mi premura, don Santiago, pero no me gusta lidiar con la incertidumbre. Me complica mis responsabilidades. Y ya tengo muchas por acá. Puedo pensar que tengo que lidiar tanto con un pobre diablo, como con un malhechor. El tiempo y usted mismo me dirán cuál de los dos es en verdad. Por lo pronto, descanse y recupérese. Toda Cartago está muy alterada con su llegada. Justo es calmar las aguas primero. Quedará a cargo de su primo Antonio y de sus criados. Ahora, los dejaremos solos, creo que tendrán mucho de qué hablar.

      Y sonriendo se despidió paternalmente de mi primo, para luego deferente despedirse de mí con la misma respetuosa inclinación de cabeza, saludo que devolví con un leve movimiento de la mía. Sin más palabra, sus colaboradores hicieron lo mismo y salieron. El superior de los frailes se esperó para salir de último y despidiéndome con una mirada llena de desconfianza, se inclinó levemente antes de cerrar la puerta. Si mi granuja clarividencia no me fallaba, podía jurar que el Gobernador le estaría indicando afuera a su segundo que no me perdieran palabra de la conversación con mi primo y su criado, mismos a los que interrogarían religiosamente día con día para sacarles hasta el último gránulo de parloteo con mi persona. Con el religioso no había duda, me toleraba porque no tenía otra opción, pero a leguas se notaba que no iba a cruzar palabra conmigo. Me di cuenta que debía crear un ambiente de tierna duda razonable para quien esto narra. Era pues tiempo de darle un tono lacrimoso a nuestro reencuentro. Antonio se acercó ansioso y expectante a mí, siempre restregándose nerviosamente las manos, un gesto que no habría de abandonar nunca, hasta su cruel y dolorosa muerte en las montañas. Aunque cueste creerlo, no pude evitar llenarme de un sentimiento de nostalgia. Después de todo, era una dulce ternura incondicional que mi manso cachorrillo no escatimaría en prodigarme hasta el último de sus días. Antonio volvió a llenar el cuenco de sus ojos con lágrimas, mientras se inclinaba a mi lado y tomaba débilmente mis manos.

      —¡Viniste! ¡Volviste! ¡Yo sabía que no estabas muerto, me lo repitieron muchas veces pero yo no les creí! Tampoco les creí