existencia de esta referencia.6 En el primer caso, la persona siente que una cierta clase de vestido (o ausencia del mismo) es impúdico en sí mismo. Sus propios sentimientos son una guía suficiente en la materia, y pueden ser independientes de lo que sientan otras personas; de hecho, pueden estar en conflicto con los sentimientos de otros, como cuando una persona de mente puritana evita ciertas formas de exhibición consideradas por sus vecinos como naturales e inofensivas. La actitud de tal persona puede permanecer intacta aun cuando no haya otras personas presentes, como en el caso extremo de los que, actuando de acuerdo con las recomendaciones de sus consejeros religiosos, llevan ropa puesta hasta cuando se bañan, temiendo el efecto de su propia desnudez aun sobre sí mismos. En el otro extremo, hay casos en los que no existe ninguna convicción íntima de la impudicia de la forma del vestido o desnudez en cuestión, pero en los que el motivo primario es impedir el despertar de algún sentimiento no deseado en otros. Uno puede sentir, por ejemplo, que ciertas formas de exhibición producirán en los observadores tal emoción y optar, en consecuencia, por evitarla, si bien, independientemente de la referencia a otros, dicha actitud podría ser considerada como inofensiva.
Es indudable que tal actitud se adopta a menudo; hoy en día, en Inglaterra, puede observarse tal vez con más frecuencia en las clases sociales bajas que en las altas. Y, en realidad, no puede negarse que la actitud esté justificada, por lo menos en cuanto concierne al miedo real de causar disgusto. Por ejemplo, existen personas que incluso pueden sentirse «físicamente enfermas» al contemplar cuerpos expuestos de una manera no habitual (por ejemplo, durante el baño); y esta sensibilidad anormal es, después de todo, sólo una extensión de los sentimientos que pueden despertar en casi todo el mundo, por ejemplo, la enfermedad o la deformidad.
Pero el disgusto no es el único sentimiento de los otros que puede afectar a nuestra conducta de esa manera. El desprecio social prevalente hacia la persona vestida «incorrectamente» es otro ejemplo
de una actitud de los otros que puede hacernos evitar ciertas formas de exhibición sartorial y ciertas formas de libertad o individualidad en el vestir hacia las que de otra manera nos sentiríamos proclives.
Los celos son otra de las emociones de parte de los otros que probablemente han desempeñado un papel de gran importancia en la historia del vestido, en particular, los celos de los maridos respecto a sus esposas. Un marido celoso no quiere que su mujer suscite demasiada admiración en otros hombres, y la manera más fácil de evitar esto es mantenerla oculta. Esto puede lograrse excluyéndola realmente de la sociedad masculina, tal y como se acostumbra a hacer en gran medida en muchos países orientales. Pero el mismo objetivo puede alcanzarse hasta cierto punto ocultando su cuerpo de la vista de los hombres en las ocasiones en las que se aventura en lugares públicos. Las civilizaciones orientales que han mantenido a la mujer en el retiro doméstico, lejos de todos los hombres excepto de su marido, han ocultado también, en general muy eficazmente, las formas físicas de la mujer cuando sale del hogar. De hecho, puede decirse que toda la teoría musulmana del vestido de calle de la mujer representa un intento —a veces desesperado en su rigurosidad— para impedir que despierte el deseo sexual en los hombres; teoría que, por supuesto, está lógicamente en armonía con un sistema social que hace hincapié en la percepción de que todas las mujeres son propiedad de un hombre u otro. Un ejemplo particularmente notable del funcionamiento de esta teoría se muestra en el vestido de calle tunecino, ilustrado en la figura 14. Se verá que la persona que lo lleva está ampliamente a cubierto de las miradas de los curiosos. El único contacto que tiene su cuerpo con el exterior se da a través de la minúscula hendidura para los ojos; por lo demás, uno sólo puede imaginar la forma y rasgos de esta mujer.
El motivo de los celos, aunque desarrollado con más fuerza en la tradición musulmana, puede observarse a menudo en otras partes, especialmente, quizás, en el hecho de que entre un buen número de pueblos más o menos primitivos las mujeres casadas tienen por costumbre llevar más ropa que las solteras. Incluso entre nosotros, a menudo los maridos no sienten muchos deseos de que sus mujeres atraigan la atención mediante la audacia de sus vestidos, si bien pueden apreciar vestidos de igual atrevimiento cuando los llevan otras mujeres.
IV. Hasta ahora hemos hablado del empeño para impedir el despertar de dos emociones diferentes y opuestas en los otros: deseo y rechazo. Esta actitud doble del pudor constituye la cuarta de las cinco variables en cuyas coordenadas estamos tratando de describir el pudor. Dado que el rechazo, por lo menos el del tipo que nos interesa aquí, tiene en sí el carácter de una reacción contra el deseo, cabría decir que el pudor puede dirigirse o bien contra un deseo primitivo —que si se le permite satisfacerse sin inhibición comportaría placer— o bien contra la manifestación consciente de la inhibición en sí, que si se le permite fortalecerse, producirá necesariamente dolor. En este último caso, se observará que el pudor parece funcionar como una inhibición del segundo grado, que protege del dolor que provocaría el desarrollo pleno de las inhibiciones más primarias.7 Unos pocos ejemplos bastarán para aclarar el sentido de esto. Una mujer puede, por ejemplo, abstenerse de concurrir a un baile con un vestido muy escotado: a) porque, aunque piensa que le sienta bien y experimenta una verdadera gratificación con la vista y la sensación de la desnudez de la parte superior de su cuerpo, no obstante también experimenta una sensación de vergüenza y embarazo ante el mero hecho de que tuviera que hacerlo. El impulso pudoroso aquí se dirige contra el deseo en vez del desagrado (el número iv de nuestro diagrama), y está conectado con los sentimientos que despierta en sí misma y no en los demás (el número iii de nuestro diagrama), pues puede sentirse avergonzada en su propio vestidor cuando no hay nadie más; b) porque, si bien no experimenta los escrúpulos que acabamos de mencionar y disfruta con libertad ante el reflejo de sí misma en el espejo, a pesar de ello teme poder suscitar en demasía el deseo sexual de sus posibles parejas; en este caso, el pudor todavía se dirige contra el deseo, pero ahora se refiere a los sentimientos de los otros en vez de los propios; c) porque, en cuanto se pone el vestido, le sobreviene al instante un sentimiento de repulsión ante su propia imagen. La visión de tanta carne propia desnuda en vez de resultar agradable aunque «pícara» como en a), ahora resulta definitivamente desagradable desde el primer momento, por lo que decide no llevar el vestido para protegerse de esta desaprobación. El pudor funciona aquí en contra del desagrado que nace en su propia mente sin ninguna referencia a los otros; d) porque, si bien puede que a ella misma le agrade el efecto del vestido escotado, piensa en el shock que su apariencia causará a ciertas amistades con mentalidades puritanas y, por su bien, se niega sí misma el placer que la exhibición libre de sus encantos podría proporcionarle. En este caso, el pudor se dirige contra el desagrado en vez del deseo (pues no se atreve a aventurar que esas amistades en concreto encontrarán seductora su desnudez), y se refiere a los sentimientos de otros en vez de los propios.
Está claro que en esta antítesis entre el deseo y el desagrado en realidad estamos tratando con una forma particular del antagonismo general entre la tendencia a exhibirse y la tendencia al pudor del que hablamos en el primer capítulo. La complicación que nos ocupa aquí, tal y como se indicó, estriba en que la inhibición de la tendencia a exhibirse puede darse en varios niveles mentales. Si ocurre de manera subconsciente, es muy probable que se dé la emoción consciente de desagrado. La función de los aspectos más conscientes de la tendencia al pudor se desvía entonces de su objetivo original de combatir el deseo (objetivo ya conseguido) hacia el objetivo secundario de prevenir el desarrollo de la nada placentera emoción del desagrado. Si, por otro lado, la tendencia a exhibirse es lo suficientemente fuerte (en relación con las resistencias) para forzar el camino a la consciencia, entonces estos mismos aspectos conscientes del pudor continúan con su misión original y se oponen a la exhibición.
La medida y el nivel en que los impulsos de pudor logran inhibir las tendencias de exhibición están determinados, por supuesto, por una variedad de factores, algunos de los cuales dependen probablemente de un equilibrio de fuerzas congénitamente determinadas y otros del modo en que las circunstancias, la tradición y la crianza han afectado a este equilibrio. Nos llevaría muy lejos investigar en detalle estos factores. Sin embargo, hay una circunstancia que merece tal vez alguna consideración especial: la belleza natural o la fealdad del individuo en cuestión (de acuerdo con los criterios de belleza de su tiempo y lugar). Un alto grado de belleza hace más fácil que una mujer encuentre placer en exhibirse y adornar su cuerpo, y por lo tanto tiende poderosamente