y, si los demás factores se mantienen iguales, no proporciona una estimulación ni un fortalecimiento correspondientes de las tendencias a la exhibición. En este último caso, por consiguiente, el impulso de pudor tiene una tarea más fácil. Si volvemos al ejemplo que estábamos considerando, está claro que a la mujer vestida con un traje escotado le será muy difícil sentirse disgustada o avergonzada de su propia apariencia si en realidad es extremadamente hermosa; sentirse así representará para ella un tour de force por parte del pudor. Sin embargo, será relativamente fácil para el pudor (o para las inhibiciones subconscientes que actúan a favor del pudor) alcanzar este resultado si su cuerpo está realmente lejos de ser perfecto. De hecho, en este caso ella puede que agradezca un vestido más amplio que oculte sus defectos corporales, o incluso (como sucede a menudo) recurrir a un exagerado pudor para ponerse a salvo de la dolorosa percepción de estos defectos. Así, Knight Dunlap tiene indudablemente razón al recalcar, en una reciente contribución muy interesante a la psicología del vestido,8 la importancia del deseo de ocultar defectos físicos como un factor que interviene en el incremento de ropa o su mantenimiento. En la medida en que el cuerpo está cubierto (a condición de que las ropas no sean ajustadas), las diferencias estéticas entre un individuo y otro tienden a ocultarse. No tenemos realmente medios para juzgar el grado de belleza de la mujer retratada en la figura 14; y, en general, el uso de la ropa tiende a poner en pie de igualdad al que es agraciado y al que no lo es, mientras que el abandono o la reducción de ropa permite al más hermoso el pleno aprovechamiento de sus dones naturales. Probablemente sea verdad, como sugiere Knight Dunlap, que en algunos sentidos hay una lucha continua entre los que pueden sacar ventaja de su cuerpo y aquellos cuyo cuerpo está mejor oculto. Una mengua en la cantidad de ropa que se lleva habitualmente favorece a los primeros y su incremento a los segundos. Así, la reducción en el largo de la falda de los años recientes ha otorgado una gran ventaja a las mujeres que pueden mostrar provechosamente sus piernas, mientras que ha sido seguramente motivo de considerable embarazo para otras. Dunlap considera que la razón por la que los hombres rechazan con tanta vehemencia y persistencia desnudar sus brazos se encuentra en el miedo, por parte de aquellos con un desarrollo muscular menos adecuado, de que sufrirán por la comparación con los miembros más atléticos de su sexo. Sugiere también que, cuando ocurre un triunfo para los que pueden permitirse exhibir cualquier parte de su cuerpo, es probable que este triunfo se compense en otro sentido que admita la igualación de las ventajas del hermoso y del feo en relación con otra parte del cuerpo. De ahí que piense que tal vez no sea casual que, en cuanto a las mujeres, la exposición mayor de la pierna ha sido acompañada por un mayor uso de cosméticos en la cara. Si las deficiencias de las que están peor dotadas en sus miembros inferiores se han expuesto libremente, esta desventaja ha tenido que ser compensada por la igualación de todos los cutis, buenos y malos, a través del uso más general de afeites y cosméticos.9
V. Hemos señalado ya en más de una ocasión la variabilidad de las manifestaciones de pudor. Esta variabilidad no es meramente cuantitativa sino también cualitativa; se relaciona no sólo con la cantidad total de exposición corporal o de exhibición sartorial que se permite, sino también con las partes del cuerpo que pueden ser expuestas o acentuadas. Recientemente, por ejemplo, ha tenido lugar un cambio revolucionario en nuestras ideas acerca de la respetabilidad de la pierna femenina, y las mujeres muestran ahora libremente lo que había estado cubierto, salvo pocas excepciones, desde los albores de la civilización occidental. Puede percibirse mejor la importancia del cambio que ha tenido lugar en relativamente pocos años si recordamos que, no hace mucho tiempo, era poco delicado no sólo mostrar las piernas sino incluso referirse a ellas, por lo menos por su nombre correcto en inglés. Incluso durante un período de excepcional exhibición, lady Brownlow, cuando describe la moda parisina de 1802, afirma que los vestidos se «usaban hasta descubrir una jambe» (y emplea el término francés, según Cecil Brown, que cita el párrafo en una reciente carta a The Times, «presumiblemente porque no era de buena educación mencionar las piernas»). Cuando la madre de Ruskin se rompió una pierna, se refería a su miembro dañado (de acuerdo con su costumbre) como su «extremidad»10 mientras que, en un período anterior, un bienintencionado donante de un par de medias de seda a una novia real fue censurado por las implicaciones indiscretas de su proyectado regalo mediante la afirmación: «la reina de España no tiene piernas».11
Nuestra mayor libertad en lo que respecta a las piernas ha venido acompañada, sin embargo, por una mayor intolerancia de ciertas otras partes del cuerpo y una consecuente incapacidad de usarlas con propósitos de exhibición erótica como ocurría en algunas épocas anteriores. La acentuación de las regiones posteriores del cuerpo lograda por medio del polisón nos parece ahora por lo menos de un gusto muy cuestionable,12 mientras que en este momento hacemos todo lo posible para disimular los senos, que fueron durante mucho tiempo la suprema atracción de la anatomía femenina.
El pudor varía, por supuesto, no sólo en el tiempo sino también en el espacio. En algunos lugares de África central, las nalgas son la región en la que se concentra la vergüenza, vergüenza que excede en mucho, para los habitantes de estos lugares, la relativa a los órganos genitales externos.13 Nuestra sensibilidad pasada con respecto a las piernas no atraía a los musulmanes, que nunca trataron de ocultar el hecho de que las mujeres, al igual que los hombres, son bípedos. Para ellos la parte del cuerpo que había que cubrir era la cara; actitud que, a su vez, era poco comprendida por los europeos, entre los que el velo nunca ha disfrutado más que de una significación decorativa o simbólica, y para quienes la cara, junto con las manos, ha sido usualmente la región más libre del sentimiento de vergüenza.
Así, el pudor varía enormemente en su incidencia anatómica, y una descripción completa de su naturaleza y funcionamiento en un caso dado requiere un análisis de este aspecto tanto como cualquiera de los otros puntos que hemos tratado en este capítulo. La única diferencia es que, en el presente caso, la dirección del pudor no puede ser descrita en términos de una simple variación entre dos extremos (como en el caso de nuestras primeras cuatro variables) sino que puede, por lo menos teóricamente, distribuirse en cualquier proporción en las diferentes superficies del cuerpo: aunque, en la práctica, se aplica comúnmente de manera principal a una o dos de un pequeño número de zonas bien definidas.
1. Schurtz, 86, p. 122
2.Parsons, 71, p. 145
3. Con ocasión del gran terremoto de julio de 1930, varios teólogos católicos romanos no dudaron en expresar el punto de vista de que este desastre era «un azote blandido por la mano misericordiosa (!) del Todopoderoso» y un correctivo divino provocado por «los desórdenes morales y, en particular, por las vergonzosas modas», y en sostener que «Nápoles había sido salvada de la catástrofe porque [los napolitanos] habían rechazado las escandalosas modas femeninas actuales».
4. Parsons, 71, p. 43.
5. Fuchs, 44, vol. ii, p. 205.
6. La inmensa mayoría de los psicólogos actuales sostiene que todas nuestras tendencias «morales» más específicas, incluyendo las relacionadas con el pudor, se originaron de esta última manera. Sin embargo, afortunadamente no es necesario que consideremos aquí la importancia relativa de las tendencias morales heredadas y adquiridas. No obstante, es deseable tener en cuenta que la conducta moral que originalmente dependía de sanciones exteriores (la actitud de otras personas) puede con el tiempo llegar a depender de una sanción interna (es decir, puede llegar a ser independiente de otras personas).
7.En este sentido, la función del pudor es, en cierto modo, comparable con la de una «fobia» que, como parece demostrarlo la investigación psico-analítica, sirve para proteger al individuo de la dolorosa ansiedad que sobrevendría si se enfrentara a la situación (psicológicamente) «peligrosa».