Jesús Mallol

Cuenta atrás desesperada


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demasiado largos aunque quisiera, y como no tenía familia que llevar a ninguna parte, tampoco precisaba un coche grande ni con un maletero enorme. Lo único que quería era un motor con una potencia suficiente, que pudiera encajar en su menguado presupuesto, y tenerlo lo antes posible. Había hecho un sondeo del mercado y se dedicó a visitar los concesionarios que podrían tener lo que ya tenía en mente.

      Al tercer concesionario visitado, Carlos escogió su coche: un Ford Fiesta de color blanco que cubría sus necesidades. Gestionó la financiación y firmó la documentación para formalizar la adquisición. El lunes siguiente se haría la matriculación y podría retirar el vehículo en cuanto formalizase la póliza del seguro. Bien, eso tal vez podría hacerlo el mismo lunes por la tarde y salir directamente con el coche.

      Cuando salió del concesionario, compró el periódico y vio la noticia que destacaba en primera plana: la Policía Municipal de Barcelona había logrado la detención de dos activistas del comando Barcelona de ETA el día anterior.

      Iñaki llevaba ya conducidos cerca de trescientos kilómetros en medio de la llovizna y un día gris, con las luces encendidas continuamente para extremar las precauciones. Era pesado, pero al mismo tiempo beneficioso para mantener frescos los neumáticos. Por la mañana, a la altura de Brives, el accidente de un camión cisterna había provocado un corte de la autopista y allí, parado en medio de una larga fila de vehículos de todo tipo y sin poder escaparse, había perdido más de una hora. En ese momento, cuando la tarde comenzaba ya a declinar acentuando el color gris de toda la jornada, estaba bordeando Toulouse en medio de un tráfico denso y lento, con todos sus sentidos atentos a la conducción. Varias veces a lo largo del día se había preguntado si no habría sido mejor escoger alguna de las carreteras en lugar de la autopista, que ese día parecía especialmente complicada.

      Había parado para comer en un restaurante de un área de servicio antes de llegar a Montauban, y a estas horas habría deseado parar a descansar, o a dormir ya, pero aún le quedaba un tramo de ciento cincuenta kilómetros hasta Tarbes.

      ¡Vaya viaje! ¡Cruzar toda Francia, pasar junto a tantas ciudades que conocía y que le encantaría visitar otra vez, y no poder hacerlo! Llevar a cabo la misión realmente era una pesada carga, pero no podía echarse atrás. Sin querer, el recuerdo de Itziar se instaló en su mente. Sí, sabía que ella no aprobaba estas actividades, pero es que no lo comprendía. ¿Llegaría a entenderlo alguna vez?

      Carlos regresó a su casa después de almorzar un plato combinado en un restaurante cercano. Al contrario de lo que le sucedió la víspera, el día le había cundido bastante y ya tenía la sensación de haber casi terminado de instalarse en Tenerife. La próxima semana le avisarían para ponerle el teléfono, y para las demás cosas que necesitaba comprar quería tener el consejo de Belén. Realmente no lo necesitaba, pensó, pero le agradaría contar con su vecina para darle a su casa ese toque inexplicable que permite transformar una habitación con muebles en un hogar, ese toque que siempre falta en las habitaciones de hotel.

      Llegó la hora en la que había quedado con Belén y todavía tenía que arreglarse. Se tocó la cara con el dorso de la mano; aún no se había acostumbrado a estar sin barba ni a la rutina de afeitarse por las mañanas, así que se dirigió al baño a hacerlo cuidadosamente y a tomar una ducha.

      A las cinco en punto estaba Carlos, recién afeitado, duchado y vestido, en la puerta del aparcamiento donde Belén guardaba su Opel Tigra. Diez minutos después aún estaba en el mismo sitio, con la paciencia algo castigada, cuando se aproximó el Tigra a la acera mientras Belén le hacía gestos con la mano para que se apresurara en subir.

      La chica maniobró con el vehículo para incorporarse a la circulación a la vez que se excusaba por el retraso, pero ya sabes, chico, cómo está el tráfico y todo eso. Luego le contó cuál era el programa para esa tarde y, sin esperar contestación por parte de Carlos, se dispuso a seguirlo.

      Primero visitaron la playa de Las Teresitas, la más cercana a Santa Cruz de Tenerife, junto al pueblecito de San Andrés. Según explicó Belén, la playa era artificial, hecha con arena blanca traída del Sahara y protegida por un rompeolas, porque al ser Tenerife una isla de origen volcánico y con una fuerte pendiente, su arena es normalmente negra y de grano muy grueso y las playas muy estrechas y muy batidas por el oleaje. La playita, aunque no muy extensa y artificial, era una delicia, y a pesar de lo avanzado de la tarde y de ser enero, se veían algunas personas paseando por la orilla, incluso nadando y jugando dentro del agua.

      Luego recorrieron las Ramblas, el céntrico paseo arbolado de Santa Cruz, y sin detenerse se dirigieron a la cercana ciudad de La Laguna, la antigua capital de los conquistadores castellanos y actual ciudad universitaria en la que las calles rebosaban estudiantes, bullicio y un caos circulatorio próximo al colapso total.

      Aunque la distancia entre Santa Cruz y La Laguna es de sólo diez kilómetros, la diferencia de temperatura entre ambas poblaciones es de casi diez grados debido a que La Laguna está a cerca de seiscientos metros de altitud mientras que Santa Cruz está a nivel del mar. En consecuencia, la pendiente de la autovía que comunica las dos ciudades es asombrosa.

      En La Laguna consiguieron aparcar el coche cerca de la antigua universidad y dieron un paseo caminando por las calles y plazas de la ciudad colonial, llena de viejos palacios y casonas, de callejas silenciosas empedradas con adoquines de piedra negra, y se detuvieron a tomar un vaso de vino en una taberna acogedora junto a la catedral.

      Las condiciones meteorológicas habían mejorado notablemente durante el último tramo de la etapa, los últimos cien kilómetros. De todas formas, Iñaki se sentía muy cansado. Llevaba ya varios días conduciendo muchos kilómetros, a veces en condiciones muy desfavorables, y en un coche cargado con diez kilos de explosivo. La tensión provocada por la conciencia del peligro cercano, por la necesidad de atención continua a la conducción, y por la vigilancia extrema para no cometer ningún error que pudiese atraer a la Policía francesa, estaba pasándole factura.

      Poco antes había consultado el directorio de hoteles de carretera buscando los de Tarbes y comprobó que había dos, uno de la cadena Formule 1 y otro Etap. Sin dudarlo escogió el de Etap, porque aun cuando todos ellos son muy similares, los de Etap tienen el cuarto de baño con ducha en la propia habitación. Así, siguiendo las indicaciones del directorio para llegar al hotel elegido, abandonó la autopista A 64 por la salida 13 y se dirigió por la vía de circunvalación hasta que localizó el cartel indicador del hotel.

      Iñaki no sabía con certeza las razones de la dirección para establecer Tarbes como punto de reposo, en lugar de la cercana Pau que era mucho más conocida. Sin embargo, suponía que habían escogido Tarbes porque estaba lo suficientemente cerca de la frontera española para poder atravesarla a primera hora de la tarde siguiente, que sería sábado, y lo suficientemente lejos para no ser un territorio demasiado vigilado por la Policía.

      Cuando entró en el aparcamiento del hotel vio que, aunque no estaba abarrotado, había bastantes más coches aparcados que en los días anteriores. Buscó un sitio apartado para aparcar y luego se dirigió a coger habitación al terminal informático. Después, en lugar de repetir la operación de días anteriores, dejó el coche donde estaba aparcado porque llegó a la conclusión de que, con el cansancio que sentía, le sería imposible escuchar ningún ruido aun en el caso de que intentasen algo.

      Subió a la habitación que le había asignado el ordenador de recepción para dejar el equipaje y refrescarse la cara, y miró el reloj sin saber muy bien qué hacer. Por un lado, ya era noche cerrada y sentía hambre, por lo que le apetecía ir a cenar a una pizzería próxima al hotel, pero por otra parte era en Tarbes donde debían contactar con él y no sabía si debía esperar al contacto en el hotel, o en la recepción, o dónde.

      Unos golpes secos en la puerta de la habitación sacaron a Iñaki de su ensimismamiento y dispararon el ritmo de su corazón, ya de por sí acelerado. Con precaución, con los sentidos en alerta, se aproximó a la puerta y abrió una rendija para descubrir al otro lado la cara sonriente de Josu, el compañero