Jesús Mallol

Cuenta atrás desesperada


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hoteles de la cadena Formule 1 son muy parecidos a los Prèmiere Classe. El funcionamiento es similar, realizándose el registro y el pago del servicio directamente en una terminal informatizada que funciona con la tarjeta de crédito, pero a diferencia de los anteriores, el acceso a las habitaciones se hace por corredores interiores, y las habitaciones no tienen cuarto de baño dentro, sino sólo un pequeño lavabo. El resto de los servicios, duchas y retretes, son compartidos y se encuentran en suficiente número en todos los corredores. El hotel de Limoges también tenía el aparcamiento cerrado, más seguro.

      Iñaki entró en el edificio, casi vacío en aquella época del año, y se dirigió a la habitación que le había asignado el ordenador al registrarse. Dejó su equipaje y se asomó por la ventana de la habitación para inspeccionar el aparcamiento y orientarse; luego bajó al mismo y situó el coche en una zona más visible desde su habitación, lo cerró y, protegido de la lluvia por un paraguas plegable, se dirigió caminando al vecino restaurante Courtepaille.

      Mientras que esperaba la cena, muerto de hambre y de cansancio, pensó en el viaje que estaba realizando. La víspera había estado a sólo 15 kilómetros de Eurodisney, y ese mismo día había visto las indicaciones de tráfico informando de la ruta hacia Poitiers donde anunciaban Futuroscope, un parque temático dedicado a la imagen tridimensional y virtual. Iñaki conocía estos parques por algunos folletos de propaganda y unos reportajes que había visto en la televisión francesa, y desde entonces había tenido unas ganas locas de visitarlos y de llevar a sus sobrinos, pero nunca había podido realizar ese pequeño sueño. El día anterior había pasado muy cerca de Eurodisney, y hoy mismo estuvo cerca de Futuroscope, y había tenido que seguir su camino con su mortífera carga, porque la misión que le habían encomendado así se lo exigía.

      Itziar le había recriminado muchas veces su colaboración con la organización. ¿Qué diría ahora si viese que estaba llevando a cabo una misión? Pero claro, ella nunca había comprendido la necesidad de luchar contra los españoles, de empujarlos fuera de Euskadi. Ese desencuentro siempre se había interpuesto entre los dos como un escollo insalvable.

      Cuando lo detuvieron supo que Itziar lloró, pero no hizo nada por verlo. Luego, cuando salió, no quiso concederle ni una cita, y desde que había huido a Francia no sabía nada de ella.

      ¿Cuándo podría volver a vivir como una persona normal, sin teñirse el pelo, sin transportar explosivos y pudiendo visitar un parque temático con sus sobrinos, o con sus hijos? ¿Podría iniciar una nueva vida junto a Itziar? ¡Se sentía tan cansado algunas veces! Eran ya muchos años en la lucha, casi desde que era un chaval, y no acababa de ver el final de aquello. La camarera lo sacó de su ensimismamiento al colocar ante él un plato humeante, y la suculenta cena le ayudó a alejar el pesimismo que, de vez en cuando, cada vez con más frecuencia, lo embargaba.

      Mientras regresaba hacia el hotel bajo la llovizna, después de cenar, decidió que antes de acostarse tomaría una ducha caliente y larga, sin prisas. Eso sería una magnífica ayuda para descansar de verdad.

      Llevaba casi todo el día andando y, aunque se había calzado unas zapatillas deportivas para caminar, Carlos sentía los pies calientes y doloridos. Lo único que había podido hacer, de todo lo que pretendía realizar aquella mañana, era empadronarse en el Ayuntamiento de Santa Cruz para poder acreditar su condición de residente.

      Ahora estaba en la terraza de una cafetería, cerca de su casa, con una temperatura increíble para aquella época del año, saboreando una enorme jarra de cerveza muy fría y repasando las imágenes del día para disfrutarlas.

      Una de las cosas que le habían llamado la atención por la mañana, cuando fue a un kiosko de prensa a comprar el periódico, fue la cantidad de periódicos locales que había en Canarias: La Gaceta, El Día, Diario de Avisos, Canarias 7, La Opinión, La Provincia, además de otras publicaciones de las islas menores o de contenido deportivo, y de la prensa nacional; y todo en una comunidad de menos de dos millones de habitantes.

      Sonrió al recordar el episodio del primer barrendero que encontró en su camino. Como en todas partes, el barrendero municipal llevaba un carrito con sus herramientas, pero en lugar de barrer con una escoba, más o menos sofisticada, lo hacía con una hoja de palmera con la que barría fácilmente debajo de los coches aparcados. Luego había encontrado más barrenderos por las calles de la ciudad y había comprobado que la hoja de palmera era el instrumento de trabajo normal.

      El tráfico de Santa Cruz le resultó caótico. Los coches se paraban en medio de la calle para que subieran o bajaran viajeros sin ninguna prisa, sin apartarse lo más mínimo para no estorbar, y los demás coches se limitaban a pararse detrás hasta que podían seguir, sin dar un solo bocinazo. ¡Increíble! Además, las obras municipales que se veían en muchas calles contribuían no poco al caos general; y por supuesto, había coches aparcados en las aceras, en los pasos de peatones, en los espacios reservados para la parada del autobús, en los sitios más insospechados.

      En la calle del Castillo, la zona comercial y peatonal del centro de la ciudad, le llamó la atención la cadencia del andar de los canarios. No se veía a nadie corriendo, ni siquiera caminando apresurado; todos iban como de paseo, como si no tuviesen nada que hacer en toda la mañana, aunque había muchas personas que llevaban portafolios y que, por lógica, debían estar trabajando o haciendo gestiones.

      En la misma zona vio algo que se le antojó insólito: grupos de trileros habían instalado sus improvisadas mesas de cartón en plena calle y engañaban a todo viandante que picase, normalmente extranjeros, según comprobó. Lo curioso es que a diez metros escasos estaba la Policía Municipal y no resultaba creíble que no tuviesen ni idea del casino clandestino montado a plena luz y en plena calle del centro de la ciudad.

      El centro de Santa Cruz, la zona de la plaza de España al final de la calle del Castillo, le recordó muchísimo a Málaga. En unas vacaciones, varios años atrás, se había ido de camping con dos amigos por la Costa del Sol malagueña y tenía grabado, como una imagen vívida, el final de la calle Larios y la Alameda, frente al puerto. Ahora, la imagen de Santa Cruz casi se superponía a la de Málaga.

      En la plaza de España, frente al puerto, llamó la atención de Carlos un monumento feo y medio oculto por el desnivel tras el que estaba erigido, con una estatua de una mujer informe y aspecto desagradable en la parte superior de un pedestal. Sin acercarse, porque el monumento en su conjunto no invitaba a dedicarle más de un vistazo casual, el conjunto escultórico le pareció horrible.

      En todo el centro observó Carlos la actuación de piratas, de marginales que exigen a los conductores dinero por aparcar en su zona, a pesar de que se tratase de una zona de aparcamiento controlado por el Ayuntamiento en la que había que pagar además en los expendedores de tickets por estacionar, so pena de multa. Espero que nunca se le ocurra a uno de esos acercarse y pedirme dinero por aparcar, pensó Carlos, porque le pego un susto que se le pasan las ganas. ¿Cómo es posible que ni los vigilantes municipales de la zona de aparcamiento, ni los agentes de la Policía Municipal, que charlaban tranquilamente al sol a pocos metros de los piratas, hicieran nada?

      Los trámites para empadronarse habían resultado fáciles y rápidos. Ahora, con el documento municipal, ya podría acreditar su condición de residente con los beneficios que eso representaba, aunque ya le habían advertido que esos beneficios, tales como descuentos en las líneas regulares de barcos y aviones, eran cada vez más ridículos.

      Le faltaba poco para dar cuenta de la jarra de cerveza, cuando vio acercarse por la acera a una criatura preciosa y cargada como una mula. Se trataba de una chica morena, con el pelo en media melena y la cara pecosa, que ya había visto aquella misma mañana al salir de su casa, y ahora bajaba por la acera con dos enormes bolsas de un centro comercial en las manos que amenazaban con reventar en pedazos. Por la mañana, Carlos ya se había fijado en ella por su atractivo, en su cara bonita y graciosa, en su cuerpo menudo, en su forma de andar, y la había retenido en su memoria; ahora volvía a toparse con la misma criatura.

      Cuando la chica alcanzó la altura de la terraza donde Carlos disfrutaba tanto de la cerveza como de la sensación de seguridad, una de las bolsas que llevaba cumplió