Jesús Mallol

Cuenta atrás desesperada


Скачать книгу

noticia de su traslado, se fue corriendo a despedirse de sus padres a Santillana, en Cantabria y, desde allí, nuevamente corriendo a Madrid a coger el primer avión en el que pudo encontrar una plaza libre. Sus cosas, sus escasas pertenencias, se las enviaría su padre por correo más adelante. Su coche, un Opel Corsa, lo dejó en Santillana para que lo vendieran; ya compraría otro en Canarias.

      Cuando le dio a su madre la noticia del traslado, se le saltaron las lágrimas a la mujer. Desde que destinaron a su hijo al País Vasco, cinco años atrás, vivía en un permanente estado de tensión, temiendo continuamente por su pequeño. Además, para empeorarlo todo, también por el complicado proceso del divorcio que tuvo. Por eso ahora, al saber que su hijo sería colocado fuera del alcance de todo aquel horror, no pudo, ni quiso, sujetar las lágrimas que pugnaban por escapar de sus ojos. Sin embargo, nunca llegó a conocer las amenazas y los peligros que había superado su hijo; entre Carlos y su padre habían logrado ocultarle la verdad.

      Carlos alquiló un coche para hacer cómodamente el viaje desde Santillana hasta Madrid en el tiempo que tenía, pero al llegar a la ciudad pilló una manifestación de no sabía quiénes que protestaban por no sabía qué, que le hicieron perder el cómodo margen de tiempo que se había otorgado, porque habían colapsado la vía de circunvalación de la ciudad, la M-30. Después, al llegar al aeropuerto, tuvo que devolver el coche alquilado y luego pasar los pesados trámites para entregar su pistola en el puesto de la Guardia Civil, porque no podía viajar con ella, y recuperarla más tarde, al aterrizar en Tenerife. El resultado de todos aquellos imprevistos hizo que casi perdiera el avión.

      Del viaje lo alertaron dos cosas, y no sólo era que no estuviese demasiado habituado a coger aviones. Al embarcar se dio cuenta de que el avión era un Boeing 747, un Jumbo, y recordó que en el aeropuerto de Los Rodeos fue donde chocaron dos Jumbos en marzo de 1977, en el que aún era el peor accidente de toda la historia de la aviación. ¿Cómo es posible que dejen que estos trastos tan grandes entren en un aeropuerto con ese historial? Lo de menos fue que el vuelo resultase totalmente tranquilo, sin retrasos, averías, ni turbulencias; Carlos no pudo dejar a un lado la tensión que se había apoderado de él en cuanto se dio cuenta del tipo de avión y de aeropuerto, y cuando la sonriente azafata le ofreció la merienda o una bebida no pudo aceptar nada sólido.

      Poco más de dos horas después de salir de Madrid, el avión hizo un aterrizaje perfecto en Los Rodeos, mientras que Carlos Catena se aferraba a los brazos de su asiento con los ojos cerrados, apretando las manos hasta ponerse blancos los nudillos.

      Aunque no era un viajero demasiado avezado, el aeropuerto de Los Rodeos le pareció muy pequeño, ruidoso y absolutamente caótico, y para colmo parecía que todo estaba en obras y sólo funcionaba por instalaciones provisionales. Eso, unido al acento cantarín de los canarios, hizo que por un momento creyese que se había equivocado de avión y estaba en algún lugar del Caribe. La espera del equipaje, hasta que sus dos maletas aparecieron por la cinta transportadora, se le antojó una eternidad. Luego, empujando el carrito con sus maletas, se dirigió a recuperar su pistola al puesto de la Guardia Civil del propio aeropuerto.

      Al cabo de mucho rato después, salió por fin del edificio de la terminal a una noche neblinosa y con una fina llovizna arrastrada por el viento en todas direcciones, totalmente diferente de la que cualquiera hubiese esperado en Canarias. En ese momento fue cuando le invadió la maravillosa sensación de hallarse a salvo, lejos del terrorismo y de los terroristas; fue entonces cuando se relajó, por fin, y empujando el carrito, alegre y sonriente, se dirigió a buscar un taxi.

      –Por favor –le indicó al taxista después de colocar su equipaje en el maletero del vehículo y acomodarse en el asiento trasero–, al hotel Contemporáneo, en Santa Cruz.

      Por fin, a primera hora de la tarde, llegó a Péronne el autobús que llevaba al ciudadano Laval. Durante todo el trayecto había llevado puestos los auriculares del walkman para evitar que algún pasajero entablase una conversación de esas que resultan difíciles de cortar; quería concentrarse en sus propias cuestiones.

      Después del largo viaje desde la frontera española, en tren y en autobús, Iñaki se sentía cansado y sucio. Deseaba llegar al hotel, darse una ducha, tomar una buena cena y acostarse pronto; al día siguiente tenía muchas cosas que hacer.

      Cuando llegó a Péronne, un pueblo algo apartado de las principales carreteras, le llamó la atención la cantidad de fortificaciones antiguas que se veían por todas partes. Descendió del autobús con su bolsa de viaje en una mano y la que le había entregado Ingude colgada del hombro. Miró a su alrededor y se dirigió a un señor que, a pocos metros, paseaba a su perro, un magnífico ejemplar de pastor belga negro, llevándolo de la correa.

      –Perdone, señor. ¿Puede indicarme hacia dónde queda el hotel Saint Claude?

      Iñaki se despertó temprano con una agradable sensación de descanso. Había cenado estupendamente en un restaurante próximo al hotel y había tomado una larga ducha antes de acostarse en la confortable cama: la habitación no era muy grande, pero sí cómoda y sin ruidos. Pudo dormir profundamente y de un tirón, cosa no demasiado frecuente. Las tensiones que había vivido en los últimos tiempos lo habían mantenido en un estado de nerviosismo continuo.

      Se afeitó y volvió a ducharse, sin prisas, antes de vestirse y rehacer el equipaje. Después de desayunar y pagar la cuenta, dejó su equipaje en la recepción del hotel para recogerlo más tarde y preguntó por la dirección del Historial de la Grande Guerre. El recepcionista le indicó cómo llegar hasta el Historial, que en realidad estaba muy cerca del hotel.

      Como aún era demasiado temprano para su próxima cita, decidió dar un paseo por la ciudad para ocupar el tiempo de espera. Pasó ante la fachada del Historial y siguió bordeando las antiguas murallas, deambulando sin rumbo determinado. Al acercarse las once de la mañana, volvió por el mismo camino hacia el museo.

      Péronne, situado en la región de Picardía cerca de Amiens, en la zona del Somme, fue frente de combate en la Primera Guerra Mundial, sufriendo violentos ataques y cañoneo. El Historial de la Grande Guerre, emplazado en un antiguo fortín que aún muestra en su fachada el impacto de un cañonazo de gran calibre, es un impresionante museo dedicado precisamente a esa conflagración.

      Su interior muestra unas colecciones completas, como la de los diferentes uniformes y armamento empleado por los infantes de ambos bandos a lo largo del conflicto, en los que se puede ver la evolución que sufrieron los equipos durante la guerra para adaptarse a las nuevas tácticas militares. Se encontraba Iñaki absorto contemplando un maniquí que llevaba el vistoso uniforme de la infantería francesa de 1914, con guerrera azul y un llamativo pantalón rojo, cuando un anciano de bigote blanco se colocó a su lado, al parecer contemplando el mismo maniquí.

      –Debió de ser terrible, ¿no cree? Mi padre contaba que pasaron mucha hambre porque en las trincheras no crecían setas.

      El cerebro de Iñaki recibió la frase del anciano, aparentemente sin sentido y propia de la senectud, como una descarga eléctrica. El corazón comenzó a golpearle el pecho con fuerza mientras que, intentando dominarse, se giró hacia él. La frase contenía la contraseña que debía pronunciar el contacto que tenía que presentarse precisamente allí, en el Historial, a esa hora. Las setas que no crecían eran la contraseña, pero conservó la compostura. ¿Podría tratarse de una coincidencia, que el anciano no fuese el contacto?

      –No sería la temporada –contestó Iñaki observando la reacción del anciano. Este sonrió y preguntó:

      –¿Jean Laval?

      Ante el gesto de asentimiento de Iñaki, el anciano se giró diciéndole que lo acompañase. Salieron del Historial y, a través de una puerta de la antigua muralla, entraron en el pueblo. Cuando Iñaki le preguntó su nombre, el anciano sólo dijo que eso no tenía importancia.

      El hombre abrió la puerta de un garaje y entraron. Era una estancia pequeña, con varias máquinas desmontadas y piezas mecánicas desperdigadas